Mi habitación se encontraba en la segunda planta, con vistas al jardín. El suelo era de madera de pino oscuro y las paredes estaban cubiertas por papel dorado. Había una antigua bola del mundo junto al ventanal y una cama con dosel en el centro de la habitación. Me aproximé a la cama y toqué el edredón de cachemira que la cubría. Tan pronto como mis dedos rozaron el tejido, sentí una gran desazón. Aquélla era una habitación de mujer. En el momento en el que se llevaron a mi madre, dejé de ser una niña. Me cubrí el rostro con las manos y añoré mi buhardilla en Harbin. Si hacía memoria, podía recordar cada una de las muñecas sonrientes colgadas del techo y cada uno de los crujidos de la tarima.
Volví la espalda a la cama y corrí hacia el ventanal, haciendo girar la bola del mundo hasta que localicé China. Tracé una línea imaginaria entre Harbin y Moscú. «Que Dios te bendiga, mamá», susurré, aunque, en realidad, no tenía ni la menor idea de adónde la llevaban.
Saqué la matrioska del bolsillo y coloqué en fila a las cuatro muñecas hijas en el tocador. Se las llamaba muñecas nido, porque representaban a una madre, un lugar en el que los niños podían encontrar refugio. Mientras Mei Lin me preparaba un baño, deslicé el collar de jade en el primer cajón.
En el interior del armario había un vestido nuevo. Mei Lin se puso de puntillas para poder descolgarlo. Colocó el vestido de terciopelo azul sobre la cama con la seriedad de la dependienta de una tienda de alta costura y me dejó a solas para que me bañara. Un rato después, volvió con un juego de cepillos y me peinó el cabello con movimientos infantiles y torpes que me arañaban el cuello y las orejas. Pero lo soporté pacientemente. Todo esto era tan nuevo para mí como para ella.
El salón comedor lucía la misma tonalidad verde mar que las paredes del recibidor, pero era aún más elegante. Las cornisas y los paneles estaban pintados de dorado y embellecidos con un estampado de hojas de arce. Este motivo se repetía en los bordes de las sillas de terciopelo rojo y en las patas del aparador. Me bastó con contemplar la mesa del comedor en madera de teca y la lámpara de araña para saber que Serguéi Nikoláievich bromeaba cuando había sugerido que yo le enseñara las costumbres de los antiguos aristócratas. Escuché a Serguéi Nikoláievich y a Amelia conversar con sus invitados en el salón contiguo, pero vacilé antes de llamar a la puerta. Estaba agotada, rendida por los acontecimientos de la última semana, y aun así me sentía obligada a componer un semblante educado y a aceptar cualquier gesto de hospitalidad que tuvieran hacia mí. No sabía nada de Serguéi Nikoláievich, excepto que él y Boris eran amigos y que era el dueño de un club nocturno. Pero antes de llamar, la puerta se abrió y Serguéi Nikoláievich apareció ante mí, sonriendo.
– Aquí está -exclamó, cogiéndome del brazo y conduciéndome al interior de la estancia-. Es una jovencita preciosa, ¿verdad?
Amelia estaba allí, ataviada con un vestido de noche rojo que le dejaba un hombro al descubierto. Alexéi Igorevich se aproximó y me presentó a su regordeta esposa, Lubov Vladimirovna Mijailova. Ésta se echó a mis brazos.
– Llámame Luba y, por todos los santos, a mi marido llámalo Alexéi. Aquí no utilizamos formalismos -me dijo, mientras me besaba con sus labios pintados.
Detrás de ella esperaba un joven de no más de diecisiete años, con los brazos cruzados a la altura del pecho. Cuando Luba se hizo a un lado, se presentó como Dimitri Yurievich Lubenski.
– Pero a mí también, llámame simplemente Dimitri -me dijo, besándome la mano.
Su nombre y su acento eran rusos, pero era distinto de todos los hombres rusos que yo había conocido hasta entonces. Su traje de corte perfecto brillaba a la luz de la lámpara, y llevaba el pelo peinado hacia atrás, dejando a la vista un rostro escultural, en lugar de peinado hacia delante, como era la moda entre la mayoría de los hombres rusos. La sangre me ruborizó la superficie de la piel y bajé la mirada.
Cuando nos sentamos, la anciana doncella china nos sirvió sopa de aleta de tiburón de una gran sopera. Había oído hablar de aquel famoso plato, pero no lo había probado nunca antes. Removí la fibrosa sopa en el plato y tomé la primera jugosa cucharada. Levanté la mirada y me percaté de que Dimitri me estaba observando mientras apoyaba ligeramente la barbilla sobre los dedos. No hubiera podido decidir si su rostro reflejaba regocijo o desaprobación. Pero entonces, sonrió bondadosamente y exclamó:
– Me alegra ver que le estamos presentando los manjares de esta ciudad a nuestra princesa del norte.
Luba le preguntó si le emocionaba que Serguéi fuera a nombrarle encargado del club y Dimitri se volvió para contestarle. Pero yo continué estudiándolo. Aparte de mí, era la persona más joven de la mesa y, aun así, parecía mayor para su edad. En Harbin, el hermano de una compañera del colegio que tenía diecisiete años, todavía jugaba con nosotras. Sin embargo, no podía imaginar a Dimitri montando en bicicleta o corriendo calle abajo, jugando escandalosamente al «Tú la llevas».
Serguéi Nikoláievich me lanzó una mirada por encima del borde de su copa de champán y guiñó un ojo. Acto seguido, levantó la copa para hacer un brindis.
– Por la encantadora Anna Victorovna Kozlova -declaró, utilizando mi nombre patronímico completo-. Porque progrese igual que Dimitri bajo mi protección.
– Claro que lo hará -replicó Luba-. Todo el mundo progresa gracias a tu generosidad.
Luba iba a añadir algo más cuando Amelia la interrumpió golpeando una cuchara contra la copa de vino. Su vestido hacía que sus ojos parecieran más profundos y oscuros y, de no ser por la bizquera etílica que le desfiguraba el rostro, se la podría haber considerado bella.
– Si no paráis de hablar ruso ahora mismo -amenazó con los labios fruncidos-, voy a tener que prohibir estas reuniones. Hablad en inglés, como os he pedido.
Serguéi Nikoláievich soltó una carcajada estruendosa y trató de apoyar la mano sobre el puño de su esposa. Ella lo apartó bruscamente y volvió su mirada glacial hacia mí.
– Por eso estás aquí -me espetó-. Eres mi pequeña espía. Cuando hablan en ruso, no puedo fiarme de ninguno de ellos.
Tiró la cuchara, que rebotó y cayó estrepitosamente al suelo.
El rostro de Serguéi Nikoláievich empalideció. Alexéi miró torpemente a su esposa, mientras Dimitri bajaba la mirada. La anciana doncella gateó para recuperar la cuchara y se retiró a la cocina como si, al llevarse la cuchara, pudiera llevarse también el motivo de enfado de Amelia.
Luba fue la única que tuvo el valor suficiente como para salvar la situación.
– Sólo estábamos diciendo que Shanghái es una ciudad llena de posibilidades -aclaró-, cosa que tú siempre has dicho.
Los ojos de Amelia se estrecharon y retrocedió la cabeza como una serpiente antes de atacar. Lentamente, apareció una sonrisa en su rostro. Relajó los hombros y los apoyó en la silla, levantando la mano temblorosa.
– Sí -exclamó-, de hecho, en esta habitación nos hemos reunido un grupo de supervivientes. El Moscú-Shanghái sobrevivió a la guerra y en un par de meses estará de nuevo en la brecha.
Todos los presentes levantaron sus copas, para hacer un brindis. La doncella volvió con el segundo plato y, repentinamente, la atención de todo el mundo se centró en el pato pequinés, mientras la emoción de sus voces borraba la tensión del momento anterior. Sólo yo parecía tener la incómoda sensación de haber presenciado una escena siniestra.
Después de la cena, acompañamos a Serguéi Nikoláievich y a Amelia a través del salón de baile pequeño hasta la biblioteca. Procuré no mirar boquiabierta como una turista provinciana los elegantes tapices y pergaminos que se alineaban en las paredes.