20
El coro del Ejército Rojo entonaba Los remeros del Volga con tal estruendo que parecía el sonido de un trueno. Desde los altavoces de la cabina, el ritmo de la música se hacía monótono, pero la melodía me inundó la cabeza. El cántico se mezclaba con el zumbido del avión, convirtiéndose en un himno. El esfuerzo y el valor que se destilaban de las voces de los cantantes me recordaron a los hombres que cavaron la tumba de mi padre en Harbin. Aquel espíritu parecía corresponderles mucho más a aquellos hombres que al Ejército Rojo. «Madre -susurré a las nubes que el avión surcó como una alfombra de nieve iluminada por el sol-, madre.» Las lágrimas me escocieron en los ojos. Me apreté los dedos sobre el regazo hasta que se me amorataron. Las nubes eran los testigos celestiales del acontecimiento más importante de mi vida. Veintitrés años antes, a mi madre y a mí nos habían separado y, en menos de un día, volveríamos a encontrarnos.
Me volví hacia Iván, que estaba meciendo a Lily en el hueco de su brazo mientras trataba de evitar que el té de la taza de plástico que le había servido la azafata se le derramara encima. No era una tarea fácil para un hombre tan grande como él en un espacio tan pequeño. Apenas había probado la bandeja del almuerzo, que consistía en salchichas de ajo, pirogi y pescado seco. De haber estado en Australia, le habría tomado el pelo, preguntándole qué clase de ruso pensaba que era si no podía soportar un menú tan típicamente eslavo. Pero las bromas de ese estilo eran adecuadas en un país como Australia y no debían hacerse en la Unión Soviética. Estudié los rostros de nuestros compañeros de viaje: eran hombres de aspecto hosco con trajes mal cortados y unas cuantas mujeres con caras totalmente inexpresivas. No sabíamos quiénes eran, pero debíamos andarnos con cuidado.
– ¿Quieres que coja yo a Lily? -le pregunté a Iván. Asintió, levantándola por encima del hueco entre la bandeja y su pierna, sin soltarla hasta que se aseguró de que yo la había cogido firmemente entre mis brazos. Lily me miró con sus ojos como joyas brillantes e hizo un gesto con la boquita, como si me estuviera lanzando un beso. Le acaricié la mejilla. Era algo que solía hacer cuando necesitaba recuperar mi fe en los milagros.
Pensé en la cesta de la colada en una esquina de la sala de estar, que se había quedado llena de vestidos de verano de Lily, baberos, toallas y fundas de almohada. Era lo único desordenado que habíamos dejado atrás, y me parecía reconfortante pensar que no habíamos arreglado la casa hasta dejarla totalmente pulcra. Era como si así fuera más nuestro hogar, porque habían quedado cosas sin hacer que resolveríamos a la vuelta. Porque comprendí muy bien la mirada que compartimos Iván y yo cuando cerramos con llave la puerta principal antes de marcharnos al aeropuerto: existía el riesgo de que no pudiéramos regresar.
Cuando el general me confirmó que mi madre estaba viva, las noticias me produjeron una alegría sólo comparable a la emoción que sentí cuando nació Lily. Pero habían pasado cuatro meses desde nuestro último encuentro, y no habíamos recibido nuevas noticias. Nos había advertido de que aquello podría ocurrir.
«No tratéis de poneros en contacto conmigo. Simplemente, aseguraos de estar en Moscú el dos de febrero.» Había sido imposible hablar con mi madre antes de irnos: no había teléfono en su edificio, y existía el problema de la vigilancia. No estábamos seguros de qué sucedería con la embajada soviética, así que el largo proceso de solicitud de visados había sido una agonía, como tratar de introducirnos por un estrecho túnel. Incluso cuando nos expidieron los visados sin hacernos preguntas y me encontré en el aeropuerto de Heathrow embarcando en un avión con destino a Moscú, no estaba segura de que mis nervios pudieran soportar de una sola pieza tanta tensión.
La azafata se secó las manos en su arrugado uniforme y me sirvió otra taza de té tibio. La mayoría de las auxiliares de vuelo eran mujeres mayores, pero ésta, en particular, ni siquiera hacía ningún esfuerzo por peinarse los mechones de cabello grisáceo que sobresalían por debajo de su poco favorecedor gorro. No sonrió cuando le di las gracias. Simplemente, se dio media vuelta.
Recordé que no podían permitirse el lujo de ser amables con los extranjeros. Si charlaba demasiado conmigo, podía suponerle hasta que la enviaran a prisión. Me volví para contemplar las nubes y pensé en el general. Durante los tres días que había pasado con nosotros, había tenido la esperanza de que comenzaríamos a verle más como un hombre corriente y menos como un enigma. Después de todo, comía, bebía y dormía como el más común de los mortales. Me contestó con franqueza a las preguntas sobre mi madre (sobre su salud, las condiciones en las que vivía, su día a día…). Me horroricé al escuchar que no tenían agua caliente en el apartamento, ni siquiera en invierno, y que mi madre sufría dolores en las piernas. Sin embargo, me sentí alborozada cuando el general me contó que mi madre tenía unas cuantas buenas amigas en Moscú que la llevaban al banya para que tomara baños de vapor cuando necesitaba aliviar el dolor. Aquello me recordó que yo había tenido a Irina, Ruselina y Betty para apoyarme en los peores momentos de mi vida. Sin embargo, me dio demasiado miedo preguntarle al general por su relación con ella, y no llegó a responderme la pregunta que le hice en el aeropuerto de Sídney:
– Cuando saquemos a mi madre de Rusia, ¿vendrá usted también con nosotros?
Nos besó a Iván y a mí, nos estrechó la mano y nos dejó con las siguientes palabras:
– Nos volveremos a encontrar una vez más.
Observé cómo desaparecía por las puertas de embarque: era un anciano, marchito por el tiempo, pero andaba a ritmo de un orgulloso paso de marcha, y me di cuenta de que seguía siendo para mí igual de misterioso que siempre.
Lily balbuceó. Tenía la frente arrugada, como si estuviera tratando de leer mis pensamientos. La mecí para tranquilizarla. Los peores momentos anteriores al viaje habían sido cuando la metía en la cama y besaba su suave mejilla, sabiendo que pronto la sacaría de la seguridad de Australia para ponerla en peligro. Hubiera dado mi vida por Lily en cualquier momento sin dudarlo, y, aun así, no tenía fuerza de voluntad para hacer aquel viaje sin ella.
– Quiero que Lily venga con nosotros -le dije a Iván una noche, mientras nos metíamos en la cama.
Recé para que se enfadara conmigo y me dijera que estaba loca. Esperé que insistiera en que Lily se quedara con Irina y Vitaly. En cambio, se inclinó para encender de nuevo la luz y estudió mi semblante con una mirada intensa. Asintió solemnemente y declaró:
– A esta familia nunca la separará nadie.
Sonó un chasquido que interrumpió al coro del Ejército Rojo en medio de una estrofa. La voz del piloto resonó por toda la cabina.
– Tavarishski. Camaradas, en breve iniciaremos el descenso para aterrizar en Moscú. Por favor, prepárense abrochándose los cinturones y poniendo los respaldos de sus asientos en posición vertical.
Contuve la respiración y observé como el avión se sumergía en la masa de nubes. La luz cambió de cobre a gris y el cielo desapareció, como si nos hubiéramos zambullido en el océano. La cabina se balanceó de un lado a otro, mientras los copos de nieve azotaban las ventanillas. No podía ver nada. Tenía en el estómago la sensación de estar hundiéndome y, durante unos minutos de ingravidez, me dio la sensación de que los motores se habían detenido, y el avión estaba descendiendo en caída libre. Lily, que se había portado bien durante todo el viaje desde Londres, comenzó a llorar por el cambio de presión.