La mujer que estaba sentada en el asiento del otro lado del pasillo se inclinó y le dijo con una voz alegre:
– ¿Por qué lloras, bebita guapa? Todo va bien.
Lily se tranquilizó y sonrió. Aquella mujer me intrigaba. Su perfume francés era más penetrante que el humo de los cigarros búlgaros que los hombres habían estado fumando, y llevaba su piel eslava maquillada con mucho esmero. Pero no debía de ser una mujer soviética corriente si podía abandonar el país. ¿Era una funcionaría del gobierno? ¿Una agente de la KGB? ¿O la amante de alguien importante? Odiaba la sensación de no poder confiar en nadie y de que, debido a la guerra fría, la amabilidad de cualquiera siempre parecía tener segundas intenciones.
Aparecieron algunos huecos entre las nubes y, a través de ellos, vi campos cubiertos de nieve y abedules. La sensación de caída dio paso a otra, mucho más intensa, de que estábamos siendo atraídos por un imán. Los dedos de los pies se me deslizaron hacia delante, como si una fuerza más grande de lo que pudiera imaginar me estuviera arrastrando hacia la tierra. Sabía de dónde procedía aquella fuerza: era Rusia. Me volvieron a la mente las palabras de Gógol que hacía tanto tiempo había leído en el jardín en Shanghái:
¿Qué hay en ella, en esa canción? ¿Qué es eso que llama y solloza,
y nos atenaza el corazón?… ¡Rusia! ¿Qué quieres de mí?
¿Qué es ese lazo invisible y misterioso que nos une?
Moscú era una ciudad fortificada, y entonces comprendí qué adecuada era aquella denominación. Era el último muro que se erguía entre mi madre y yo. Esperaba que, junto a mi marido y a mi hija, y armada como iba con la determinación de años de sufrimiento, tuviera el valor suficiente para enfrentarme a aquello.
Las nubes desaparecieron como si alguien hubiera descorrido una cortina, y contemplé las planicies nevadas y el cielo oscuro. El aeropuerto estaba justo bajo nosotros, pero no lograba ver la terminal, sólo filas de quitanieves y hombres vestidos con gruesas chaquetas y orejeras de piel de pie frente a las máquinas. La pista de aterrizaje era negra como la pizarra. A pesar de la reputación de la Aeroflot y de la temperatura glacial, el piloto logró que el avión aterrizara con la elegancia de un cisne posándose sobre un lago.
Cuando el avión se detuvo, la azafata nos indicó que nos dirigiéramos a la salida. La gente se aglomeró para bajar, por lo que Iván cogió a Lily de mis brazos para poderla elevar sobre la muchedumbre de viajeros que se empujaban unos a otros en dirección a la puerta del avión. Una ráfaga de viento helador recorrió la cabina. Cuando me aproximé a la salida y vi el edificio de la terminal con sus ventanas llenas de hollín y el alambre de púas que recubría los muros exteriores, comprendí que el sol y la calidez de mi país de adopción estaban lejos de allí. El aire era tan frío que casi estaba teñido de azul. Me escoció el rostro, y la nariz comenzó a gotearme. Iván tapó a Lily, escondiéndola aún más bajo su abrigo para protegerla del viento glacial. Bajé la cabeza y mantuve la mirada fija en la escalerilla. El forro de mis botas era de piel, pero, tan pronto como pisé el asfalto de la pista y me dirigí hacia el autobús que nos llevaría a la terminal, comenzaron a congelárseme los pies. Además, experimenté otra sensación más profunda. Cuando pisé el suelo ruso, supe que estaba a punto de completar un viaje que había iniciado hacía muchísimo tiempo. Había regresado a la tierra de mi padre.
En el interior de la lúgubre área de llegadas iluminada por tubos fluorescentes del aeropuerto de Sheremetievo, comencé a caer en la cuenta de la realidad de lo que Iván y yo estábamos a punto de hacer con un sentimiento de pánico anticipado. Recordé que el general me había susurrado al oído:
– No os podéis permitir ningún fallo. Todo aquel con el que mantengáis cualquier contacto será interrogado sobre vuestro comportamiento. Las camareras del hotel, los taxistas, la mujer a la que le paguéis unos cuantos rublos por unas postales baratas… Tened en cuenta que lo más normal será que en vuestra habitación haya micrófonos ocultos.
Ingenuamente, yo había protestado:
– No somos espías. Sólo somos una familia tratando de volver a reunirse.
– Si venís de Occidente, sois espías o, como mínimo, una mala influencia en lo que respecta a la KGB. Y lo que estáis planeando se considerará alta traición -me advirtió el general.
Llevaba meses practicando para poner un gesto lo más inexpresivo posible y para contestar a las preguntas sin vacilación y de un modo sucinto, pero, en cuanto vi a los soldados cerca de la puerta de salida con las metralletas a la espalda y al agente de aduanas paseándose con su pastor alemán de un lado a otro, me empezaron a temblar las piernas, y me latía con tanta fuerza el corazón dentro del pecho que me aterroricé pensando que pudiera delatarnos. Cuando partimos de Sídney en el Día de Australia, el bronceado agente de aduanas nos había entregado una bandera en miniatura a cada uno y nos había deseado «felices vacaciones».
Iván me pasó a Lily y se puso a la cola detrás de unos cuantos extranjeros que venían en el mismo vuelo que nosotros. Se metió la mano en el bolsillo del abrigo en busca de nuestros pasaportes y los abrió por las páginas en las que aparecía nuestro nuevo apellido, Nickham. «No neguéis vuestra ascendencia rusa si os preguntan -nos recomendó el general-, pero tampoco llaméis la atención sobre el tema.»
– Sí, Nickham es mucho más fácil de pronunciar que Na-ji-mov-ski -comentó el encargado de cara redonda del Registro Civil australiano, echándose a reír cuando le entregamos el formulario de petición de cambio de nombre-. Muchos de ustedes, los nuevos australianos, se están cambiando el nombre. Nos hace la vida más fácil. Lilliana Nickham. Estoy seguro de que, cuando sea mayor, será actriz, o algo por el estilo.
No le dijimos al encargado que queríamos anglicanizar nuestro apellido para conseguir los visados de la embajada rusa sin problemas. «Anya, los días de las purgas de Stalin contra los descendientes de la nobleza han terminado, e Iván y tú sois ciudadanos australianos -explicó el general-, pero, si llamáis la atención, podríais poner a tu madre en peligro. Incluso bajo Brézhnev, si admitimos tener parientes en el extranjero, podríamos terminar nuestros días en un asilo psiquiátrico, para purificarnos de las ideas capitalistas que hayamos podido absorber.»
«Nyet! Nyet!» El hombre alemán delante de nosotros estaba teniendo una especie de discusión con la agente de aduanas que estaba tras la ventanilla de cristal. Ella le señalaba la carta de invitación que el hombre le había entregado, pero, cada vez que se la devolvía, él la empujaba de nuevo por la ranura de la ventanilla. Tras unos minutos de aquel intercambio que no llegaba a ninguna parte, la agente hizo un gesto de impaciencia con la mano y le dejó pasar. Entonces, nos tocó a nosotros.
La agente de aduanas leyó nuestra documentación y examinó todas las páginas de nuestros pasaportes. Frunció el ceño mientras contemplaba nuestras fotografías y observó con detenimiento la cicatriz en el rostro de Iván. Apreté a Lily contra el pecho para confortarla y transmitirle calor. Traté de no bajar la mirada (el general nos dijo que aquello se consideraba señal de traición) y fingí que estaba estudiando la fila de banderas que ocupaba toda una pared. Recé por que el general llevara la razón, y no tuviéramos que tratar de hacernos pasar por soviéticos: incluso con la ayuda interna de Vishnevski, el general nos dijo que no podría conseguirnos los papeles para la residencia, e, incluso de haberlos conseguido, si nos interrogaban, quedaría claro que Moscú no era nuestra ciudad natal.