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La agente de aduanas mantuvo en alto el pasaporte a Iván y paseó la mirada entre el documento y el propio Iván, como si estuviera intentando ponerle nervioso. Apenas podíamos negar que nuestros ojos fueran claramente eslavos, y nuestros pómulos rusos, pero algunos de los corresponsales extranjeros británicos y estadounidenses eran hijos de inmigrantes rusos. ¿Qué teníamos nosotros de raro? La agente frunció el ceño y llamó a su colega, un joven con facciones muy definidas que estaba clasificando unos documentos detrás de ella en la garita. Se me nubló la vista, con manchas blancas danzándome ante los ojos. ¿Cómo podía ser posible que no fuéramos a pasar ni el primer obstáculo? El compañero de la funcionaría le preguntó a Iván si Nickham era su verdadero nombre y cuál era su dirección en Moscú. Pero le preguntó todo aquello en ruso. Era una artimaña, pero Iván no cayó en la trampa.

– Por supuesto -respondió en ruso, y le proporcionó la dirección de nuestro hotel. Me di cuenta de que el general estaba en lo cierto. En comparación con la voz áspera que ladraba la información sobre los vuelos por los altavoces del aeropuerto, el ruso de Iván era un lenguaje elegante y presoviético que no se había oído en Rusia desde hacía cincuenta años. Sonaba a inglés hablando con el lenguaje de la época de Shakespeare, o a un extranjero que hubiera aprendido ruso de libros de texto de segunda mano.

El agente de aduanas gruñó y agarró el tampón de tinta de su compañera. Con una rápida sucesión de estruendosos golpes, selló nuestros papeles y se los entregó a Iván, que los reunió todos en su cartera de viaje y les dio las gracias a los funcionarios. Pero la agente tenía un comentario final que hacerme cuando yo pasé a su lado:

– Si vienen de un clima cálido, ¿por qué trae a un bebé tan pequeño a este país en invierno?, ¿qué pretende?, ¿que se muera de frío?

La ventanilla del taxi tenía una grieta, así que tapé con el brazo el agujero para evitar que la siseante corriente de aire enfriara a Lily. No había visto un coche en peores condiciones desde que Vitaly compró su primer Austin. Los asientos estaban tan duros como planchas de madera, y el salpicadero era un amasijo de cables y tintineantes tornillos pegados con cinta adhesiva. Cuando tenía que poner el intermitente, el conductor abría la ventanilla y hacía gestos con la mano en el aire glacial. Pero, la mayoría de las veces, ni siquiera se molestaba.

En la salida del aeropuerto, había un atasco. Iván le tapó a Lily la nariz y la boca con su chal para que no respirara el humo de la contaminación. El conductor se palpó el bolsillo y salió de un salto del coche. Vi que estaba colocando en su lugar los limpiaparabrisas. Volvió a su asiento de otro salto y cerró la puerta del coche.

– Se me había olvidado que los había quitado -comentó. Miré a Iván, que se encogió de hombros. Sólo se me ocurría que el taxista hubiera quitado los limpiaparabrisas por miedo a que se los robaran.

Un soldado dio unos golpecitos en la ventanilla y le ordenó al conductor que colocara el coche a un lado de la carretera. Me di cuenta de que el resto de los taxis y automóviles estaban haciendo otro tanto. Una limusina negra con las cortinillas corridas se deslizó por la carretera como un siniestro coche fúnebre. Los demás coches arrancaron el motor y siguieron a la limusina. Una palabra flotaba en el aire, pero ninguno de nosotros la pronunció en alto. Nomenklatura. Los privilegiados del partido.

A través de la ventanilla salpicada de gotas de lluvia, veía la carretera bordeada por abedules. Contemplé sus finos troncos blanquecinos y la nieve manteniéndose en equilibrio sobre sus ramas desnudas. Aquellos árboles eran como criaturas sacadas de un cuento de hadas, seres mitológicos de alguna de las historias que mi padre me contaba antes de dormir cuando era pequeña. Aunque era poco después del mediodía, el sol se estaba ocultando y estaba cayendo la oscuridad. Tras unos cuantos kilómetros, los árboles empezaron a dar paso a bloques de apartamentos. Los edificios eran grises, con pequeñas ventanas y sin adornos. Algunos de ellos estaban sin acabar, y las grúas aún se cernían sobre sus tejados. De vez en cuando, pasábamos por delante de algún parque infantil o de algún patio cubierto por la nieve, pero lo más normal era que los edificios estuvieran apretados unos contra otros, con la nieve sucia y endurecida alrededor. Aquellos edificios se erguían durante kilómetros y kilómetros, exhibiendo su aspecto lúgubre y uniforme, y de repente me di cuenta de que, en algún lugar de aquella ciudad de cemento, mi madre me estaba aguardando.

Moscú estaba hecha por capas, su estructura en crecimiento era como la de los anillos del tronco de un árbol. Cada kilómetro nos internaba un poco más en el pasado. En una plaza abierta, vimos una imponente estatua de Lenin, y la gente esperando en una cola en el exterior de un comercio, donde los empleados sumaban los importes de las compras con ábacos. Un tendero estaba sentado junto a sus mercancías, que mantenía bajo una funda de plástico, para que las patatas no se le congelaran por el frío glacial. Una persona, imposible de saber si era hombre o mujer, arrebujada en un abrigo almohadillado y con botas de fieltro, vendía helados. Una anciana con una babushka en la cabeza estaba atascando el tráfico, mientras cruzaba la calle cojeando, cargada de pan y repollos. Un poco más adelante, una madre y su niño, envuelto como una mercancía valiosa en un sombrero y en unos mitones de lana, esperaban para cruzar la calle. Un trolebús pasó haciendo un ruido atronador, con los laterales cubiertos de barro. Contemplé a sus ocupantes, que apenas eran visibles bajo las capas de bufandas y pieles.

«Ésta es mi gente», pensé, y traté de determinar cuánta verdad había en aquella afirmación. Amaba Australia y el sentimiento era mutuo, pero, de algún modo, me sentía atraída por aquellas personas, como si a todos nos hubieran tallado de la misma piedra.

Iván me tocó el brazo y señaló la luna delantera del taxi. Moscú se estaba transformando ante nuestros ojos en una ciudad de avenidas adoquinadas y edificios majestuosos con muros de color pastel, edificios de apartamentos de estilo gótico y farolas art decó. Cubierta por la capa blanca de la nieve, era romance en estado puro. Independientemente de lo que dijeran los soviéticos sobre los zares, los edificios erigidos por la monarquía seguían siendo muy bellos, a pesar del clima y la dejadez, mientras que las construcciones soviéticas que se cernían a su alrededor ya tenían las paredes desconchadas y la mampostería se les estaba astillando.

Traté de borrar el disgusto de mi cara cuando me di cuenta de que el bloque de cristal y cemento al que el taxista había aproximado el coche era nuestro hotel. El monstruoso edificio hacía que todo lo que había a su alrededor pareciera enano y resultaba incongruente con el telón de fondo de las cúpulas doradas de las catedrales del Kremlin. Era como si hubieran tratado de construir deliberadamente algo horroroso. Hubiera preferido pernoctar en el Hotel Metropol, imponente en todo su esplendor imperialista. El agente de viajes había tratado de que cambiáramos de opinión con respecto al hotel que el general nos había dicho que reserváramos, enseñándonos fotografías de los lujosos muebles del Metropol y de su famoso techo de cristal de colores. Sin embargo, también era la guarida favorita de la KGB para espiar a los extranjeros ricos, y nosotros no íbamos a Moscú de vacaciones.

El recibidor del hotel era de imitación de mármol, y el suelo estaba cubierto por una alfombra roja. Apestaba a tabaco barato y a polvo. Habíamos seguido las instrucciones del general al pie de la letra y, aunque llegábamos con un día de antelación, le busqué con la mirada entre todos los rostros de las personas que había en la recepción. Me dije para mis adentros que no debía decepcionarme cuando no lo vi entre los huraños hombres que leían el periódico o merodeaban alrededor del puesto de prensa. Una mujer de aspecto severo levantó los ojos desde el estrecho espacio que ocupaba detrás del mostrador de la recepción. Tenía unas asombrosas cejas repasadas con lápiz y un lunar en mitad de la frente tan grande como una moneda.