– El señor y la señora Nickham. Y nuestra hija, Lily -le dijo Iván.
La mujer hizo una mueca, que no era precisamente una sonrisa, mostrando una boca llena de dientes de oro, y nos pidió los pasaportes. Mientras Iván rellenaba el formulario de registro, le pregunté a la mujer del modo más indiferente que pude si había algún mensaje para nosotros. Comprobó el casillero de nuestra habitación y volvió con un sobre en la mano. Comencé a abrirlo, pero me di cuenta de que la mujer me estaba observando. Sin embargo, no podía dejar el sobre medio abierto, porque hubiera resultado extraño. Así que aupé a Lily sobre mi pecho, como si me estuviera resultando muy pesada y me dirigí a una silla. El corazón me latía con fuerza por la anticipación, pero cuando abrí por completo el sobre, lo único que encontré en su interior fue un folleto de un itinerario turístico de Intourist. Me sentí como un niño que desea una bicicleta por Navidad y, en su lugar, le regalan una mochila para el colegio. No tenía ni la menor idea de lo que significaba aquel itinerario. Por el rabillo del ojo, vi que la recepcionista me estaba observando, así que me metí el sobre en el bolso y levanté a Lily en el aire.
– ¿Cómo está mi niña guapa? -le dije, arrullándola-. ¿Cómo está mi niña guapa con su naricita respingona?
Cuando Iván acabó de rellenar el formulario, la recepcionista le entregó la llave y llamó al botones, un anciano de piernas encorvadas. Empujó el carrito con nuestro equipaje de un modo tan errático que comencé a sospechar que estaba bebido, hasta que me percaté de que al carrito le faltaba una rueda. Apretó el botón del ascensor y se inclinó contra la pared, agotado. Había otro hombre, aproximadamente de la misma edad, con bolsas bajo los ojos y las mangas de la chaqueta agujereadas a la altura de los codos, sentado ante una mesa sobre la que exponían polvorientas baratijas y muñecas matrioskas. Olía de un modo extraño, como a ajo mezclado con algún tipo de antiséptico. Nos examinó al milímetro, y también nuestro equipaje, como si tratara de grabar nuestra imagen en su memoria. En cualquier otro país, habría dado por hecho que era un anciano intentando ganar un poco más de dinero para complementar su pensión, pero, después de las historias que el general nos había contado sobre la KGB, la curiosidad de aquel hombre hirsuto me produjo un escalofrío.
Nuestra habitación era pequeña para la costumbre occidental, y hacía un calor abrasador. La pantalla de la lámpara en forma de borla que colgaba del techo producía un resplandor anaranjado sobre la desgastada moqueta. Inspeccioné el aparato de la calefacción y me di cuenta de que era de los que no se podían ajustan Una voz masculina y metálica estaba elogiando la Constitución soviética. Iván rodeó la cama para apagar la radio, pero descubrió que no había botón para desconectarla. Lo único que podía hacer era poner el volumen al mínimo.
– Mira esto -le dije, descorriendo las cortinas de encaje. Nuestra habitación daba al Kremlin. Los muros de ladrillo rosáceo y las iglesias bizantinas brillaban bajo la tenue luz del crepúsculo. El Kremlin era el lugar en el que los zares habían celebrado sus bodas y coronaciones. Recordé la limusina negra que habíamos visto antes en el aeropuerto y pensé en que unos nuevos zares residían allí ahora.
Mientras Iván organizaba el equipaje, tumbé a Lily en la cama para quitarle todas las capas de ropa y la cambié, poniéndole un mono de algodón. Saqué nuestras bufandas y gorros de su moisés y lo coloqué entre las almohadas de la cama antes de meterla dentro de él. Parpadeó con ojos soñolientos. Le acaricié la barriguita hasta que se quedó dormida y después me recosté y la contemplé. El estampado de la colcha me llamó la atención: ramas entrelazadas, como enredaderas, con parejas de palomas posadas sobre ellas. Recordé la tumba de Marina en Shanghái, con las dos palomas grabadas en la lápida, una de ellas agonizante y la otra guardando luto lealmente junto a su compañera fallecida. Entonces, volví a pensar en el itinerario turístico. Se me revolvió el estómago. Mi madre había estado a un día de mí en Pekín antes de que Tang desbaratara sus planes. El general había venido a la puerta misma del Moscú-Shanghái antes de que Amelia lo despachara. ¿Qué pasaría si, justo ahora que estaba a punto de volver a ver a mi madre, la KGB se enterara de nuestros planes y la enviara a un campo de trabajo? Y esta vez de verdad…
Miré a Iván.
– Algo ha ido mal. No van a venir -musité.
Negó con la cabeza y se acercó a la cama, subiendo el volumen de la radio una muesca. Saqué el itinerario del bolso y se lo entregué. Lo leyó una vez, y otra vez más, con una mirada de sorpresa en su semblante, como si estuviera tratando de encontrar alguna pista oculta en él. Le hice un gesto para que me siguiera al baño y, una vez que hubimos encendido el grifo, me preguntó quién me lo había dado. No habíamos reservado un guía de Intourist, aunque eran obligatorios para los extranjeros. Le dije que tenía miedo de que aquel itinerario tuviera algo que ver con la KGB.
Iván me frotó los hombros.
– Anya -me dijo-, estás cansada y te estás calentando la cabeza de tanto darle vueltas al asunto. El general dijo que debíamos estar aquí el día dos. Todavía estamos a uno.
Tenía unas marcadas ojeras y entonces recordé que aquella situación también era extremadamente tensa para él. Había pasado días y noches enteros poniendo sus negocios en orden para facilitarle las cosas a su socio mientras estaba fuera y en caso de que no pudiera volver. Iván estaba dispuesto a sacrificarlo todo por mi felicidad.
Sentí como si los meses de espera se me hubieran echado encima. A pocas horas de la fecha de nuestra cita, no era cuestión de perder la esperanza. Y, aun así, cuanto más se aproximaba el momento, más dudas tenía.
– No te merezco -le dije a Iván, con un temblor en la voz-. Ni a Lily tampoco. No soy una buena madre. Lily podría coger una gripe y morirse.
Iván me miró detenidamente. De repente, se le iluminó el rostro con una sonrisa.
– Las mujeres rusas siempre pensáis eso. Eres una madre maravillosa, y Lily es un bebé bien alimentado y sano. Recuerda cuando nació, y Ruselina y tú os fuisteis corriendo al médico porque «no lloraba demasiado y dormía toda la noche de un tirón» y el médico la examinó y dijo: «¡Pues mira qué suerte!».
Sonreí y apoyé la cabeza en su hombro. «Sé fuerte», me dije a mí misma, y repasé de nuevo el plan del general en mi cabeza. Nos dijo que iba a sacarnos a través de Alemania Oriental. La primera vez que lo mencionó, me imaginé a los guardias en sus garitas, a perros sabuesos, túneles y disparos mientras tratábamos de saltar el Muro de Berlín, pero el general negó con la cabeza. «Vishnevski os conseguirá un permiso para cruzar la frontera, pero, aun así, tendréis que tener mucho cuidado con la KGB. Incluso vigilan a la Nomenklatura.» Me preguntaba quién sería el tal Vishnevski, y qué habrían hecho mi madre y el general para trabar amistad con aquel oficial de alto rango. ¿O acaso era posible que todavía existiera algo de compasión a este lado del Telón de Acero?
– Gracias a Dios que me he casado contigo -le dije a Iván.
Apoyó el papel del itinerario sobre la repisa del lavabo y chasqueó los dedos, ensanchando su sonrisa.
– Ese itinerario es un plan -susurró-. ¿No fuiste tú la que me dijiste que estábamos bajo el cuidado de un maestro de los espías? Ten fe, Anya. Ten fe. Es un plan. Y tiene que ser uno muy bueno, conociendo al general.