A la mañana siguiente, mientras estábamos en el restaurante del hotel tomando el desayuno, mi estado de ánimo vacilaba entre la esperanza y la angustia que nos depararía el día. Por su parte, Iván parecía tranquilo mientras reunía con el dedo los restos de cereales que había sobre la mesa. La camarera nos había traído automáticamente huevos revueltos y dos tostadas, aunque el desayuno ruso compuesto por pan negro, pescado seco y queso tenía mejor aspecto. Lily mascaba el cuello de su traje de juego mientras esperábamos a que la camarera le calentara el biberón en un cazo. Cuando volvió, me eché unas gotas en la muñeca. Estaba a la temperatura perfecta y le di las gracias a la camarera. La chica no tuvo miedo de sonreírme y me dijo:
– Los rusos adoramos a los bebés.
Aproximadamente a las nueve, bajamos a la recepción y apilamos nuestros abrigos, guantes y gorros en un asiento. Las razones para aceptar al guía de Intourist eran precarias, pero parecía nuestra mejor posibilidad por el momento. Iván creía que el general había organizado una visita para despistar a la KGB, para hacernos parecer turistas normales y que nos encontraríamos con mi madre en algún lugar a lo largo de la ruta. En cambio, yo no podía evitar preocuparme porque todo aquello fuera una trampa de la KGB para obtener información sobre nosotros.
– ¿El señor y la señora Nickham?
Nos volvimos para ver a una mujer que llevaba un vestido gris y un abrigo de pieles colgado del brazo, y que nos estaba sonriendo.
– Soy Vera Otova, su guía de Intourist -dijo. Tenía el porte erguido de alguien que ha recibido instrucción militar. Era de la edad adecuada como para haber luchado en la última guerra, quizás cuarenta y siete o cuarenta y ocho años. Iván y yo nos levantamos para estrecharle la mano. Me sentí como si la estuviéramos engañando. La mujer olía a perfume de manzana, y sus uñas presentaban una arreglada manicura. Parecía bastante amable, pero no podía estar segura de si se trataba de una amiga o una enemiga. El general nos había dicho que, si nos interrogaban, negáramos toda relación con el plan. «Todas las personas que os envíe sabrán quiénes sois. No es necesario que vosotros digáis nada. Tened cuidado. Podrían tratarse de agentes de la KGB.»
Tendría que ser cosa de Vera Otova si quería hacernos saber de qué lado estaba.
Iván se aclaro la garganta.
– Siento que hayamos pasado por alto la reserva de un guía cuando compramos nuestros pasajes en Sídney -le dijo, quitándole a Vera el abrigo de las manos y ayudándola a ponérselo-. Nuestro agente de viajes debe de haberlo reservado por nosotros.
Una mirada siniestra ensombreció por un instante el rostro de Vera, pero se disipó rápidamente cuando volvió a dedicarnos su sonrisa, a la que le faltaban unos cuantos dientes.
– Sí, deben ustedes tener un guía para visitar Moscú -respondió, encasquetándose una boina de lana-. Les facilitará mucho la vida.
Sabía que aquello era mentira. Los extranjeros necesitaban guías para que no fueran a lugares a los que no debían ir y que el gobierno no quería que vieran. El general nos lo explicó. Las visitas guiadas se organizaban a museos, acontecimientos culturales y monumentos conmemorativos bélicos. Nunca llegaríamos a ver las verdaderas víctimas del corrupto comunismo ruso: alcohólicos crónicos muriéndose en la nieve, ancianas mendigando en el exterior de las estaciones de ferrocarril, familias enteras viviendo en la calle y niños que tendrían que estar en la escuela cavando zanjas en las carreteras. Pero aquella mentira no me desanimó para descartar inmediatamente que Vera fuese nuestro contacto. ¿Qué otra cosa podría habernos dicho en la recepción de un hotel atestada de gente?
Iván me ayudó a ponerme el abrigo y se inclinó hacia el asiento, levantando a Lily, que estaba escondida entre los pliegues de su chaqueta.
– ¿Un bebé? -Vera se volvió hacia mí, con la sonrisa congelada en el rostro-. Nadie me había informado de que ustedes traerían a un bebé.
– Es un bebé que se porta bien -puntualizó Iván, haciendo rebotar a Lily entre sus brazos. Lily, que se despertó completamente, se echó a reír y se llevó el sombrero de su padre a la boca para poder mascarlo.
Vera los observó con los ojos entornados. No me imaginaba qué podía estar pensando cuando tocó la mejilla de Lily.
– Un bebé precioso. Qué ojos tan hermosos. Son del color de mi broche -comentó, señalándose el broche de color ámbar con forma de mariposa que llevaba en la solapa-. Pero puede que tengamos que hacer algunas… modificaciones a nuestro programa.
– No deseamos ir a ninguna parte a la que no podamos llevar a Lily -le dije, mientras me ponía los guantes.
Mi respuesta pareció desconcertar a Vera; abrió los ojos como platos y se sonrojó. Pero se recompuso rápidamente.
– Por supuesto -me dijo-. Lo comprendo perfectamente. Estaba pensando en el ballet. No dejan entrar a niños menores de cinco años en el auditorio.
– Quizás yo pueda quedarme con Lily -sugirió Iván-. Y usted puede llevar a Anya. A ella le encantaría ver el ballet.
Vera se mordió el labio. Me di cuenta de que estaba intentando improvisar sobre la marcha.
– No, eso no sería justo -replicó-. No pueden ustedes visitar Moscú y no ver el Ballet Bolshoi. -Jugueteó con su alianza de boda entre los dedos-. Si no les importa, mientras estemos en el Kremlin, les asignaré a un grupo de visita y veré si puedo arreglarlo.
– Hágamelo saber siempre que necesite arreglar las cosas -le respondió Iván, mientras seguíamos a Vera hacia las puertas del hotel.
Vera taconeó sobre las baldosas del suelo a un ritmo sincopado.
– Su agente de viajes me dijo que hablan ustedes un ruso excelente, pero no me importa hablar en inglés -comentó, mientras hacía desaparecer su barbilla, tapándose alrededor del cuello con varias vueltas de su larga bufanda-. Díganme qué idioma prefieren. Pueden practicar ruso, si lo desean.
Iván le tocó el brazo a Vera.
– Yo creo que allá donde fueres, haz lo que vieres.
Vera sonrió. Pero no sabía si era porque estaba encantada con Iván o porque creía haber conseguido una especie de triunfo.
– Esperen aquí -nos dijo-. Pararé un taxi en la puerta.
Contemplé a Vera mientras salía corriendo al exterior y le decía algo al portero. Unos instantes después, un taxi se aproximó a la acera. El conductor se apeó y abrió las puertas de los pasajeros. Vera nos hizo una señal para que saliéramos y nos metiéramos en el coche.
– ¿De qué iba todo eso? -le pregunté a Iván cuando salíamos por la puerta giratoria-. Toda esa historia de «hágamelo saber siempre que necesite arreglar las cosas».
Iván entrelazó su brazo con el mío y susurró:
– De rublos. Creo que la señora Otova estaba hablando de sobornos.
La entrada de la Galería Tretyakov estaba tan silenciosa como un monasterio. Vera le entregó un cupón a la mujer de la taquilla y nos dio nuestras entradas.
– Vamos a dejar nuestras pertenencias en el guardarropa -nos dijo, indicándonos con la mano que la siguiéramos por un tramo descendente de escaleras.
Las encargadas del guardarropa llevaban desgastados chaquetones azules sobre la ropa y pañuelos que les cubrían la cabeza. Andaban atareadas entre las filas de percheros, cargadas con voluminosos abrigos y gorros. Me sorprendió ver lo mayores que eran: no estaba acostumbrada a ver a mujeres rondando los ochenta todavía trabajando. Se volvieron para mirarnos, y asintieron cuando vieron a Vera. Les entregamos nuestros abrigos y gorros. Una de las mujeres vio la carita de Lily entre los pliegues del chal y, en broma, me ofreció una de las fichas con un número para ella.
– Déjela aquí -me dijo-. Yo cuidaré de ella.
Examiné el rostro de la mujer. Aunque su boca se torcía en una mueca con las comisuras hacia abajo, como la de las otras encargadas del guardarropa, la alegría brillaba en sus ojos.