Vera se colocó detrás de mí. ¿Era yo la que me confundía o acababa de cuadrarse?
– Le gustan las obras que muestran femineidad. Y parece tener preferencia por las mujeres de pelo oscuro -comentó-. Venga por aquí, señora Nickham, creo que hay algo en la siguiente sala que le gustará.
La seguí, con los ojos bajos en el suelo, preguntándome si me habría delatado. Esperaba ser capaz de expresar un interés más adecuado la próxima vez que me enseñara otra obra de propaganda soviética.
– Ya hemos llegado -dijo Vera, colocándome frente a un lienzo. Levanté la mirada y me quedé boquiabierta. Me encontré cara a cara con el retrato en primer plano de una madre sosteniendo a su hijo. Lo primero que me llamó la atención fueron sus tonos cálidos y dorados. La delicada frente de la mujer retratada, la manera en la que llevaba arreglado el cabello en un moño bajo y sus facciones cinceladas eran las de mi madre. Tenía un aspecto amable, pero también fuerte y valiente. El bebé en sus brazos tenía el pelo rojizo y estaba haciendo un puchero. Era yo, de pequeña.
Me volví para mirar a Vera a los ojos, con preguntas demasiado obvias para ser pronunciadas. ¿Cuál es el significado de todo esto? ¿Qué estás tratando de decirme?
Si Vera estaba tratando de plantearnos una especie de rompecabezas, las piezas no se estaban colocando en su lugar lo suficientemente deprisa. Me tumbé en la cama del hotel con la espalda ovillada y contemplé el reloj de pared. Las cinco en punto. El dos de febrero casi había terminado, y aún no teníamos ninguna noticia de mi madre o del general. Observé como la luz perdía intensidad hasta convertirse en oscuridad a través de la mugrienta ventana. «Si no veo a mi madre en el ballet esta noche, todo habrá terminado -pensé-, mi última esperanza habrá desaparecido.»
Sentí un hormigueo en la garganta. Alcancé la jarra que estaba en la mesilla de noche y me serví un vaso de agua con sabor metálico. Lily estaba enroscada a mi lado, con los puñitos cerrados a un lado de la cabeza como si se estuviera aferrando a algo invisible. Cuando Vera nos dejó en el hotel después de la visita a la galería, me preguntó si tenía algo para «mantener tranquila a Lily» durante el espectáculo de aquella noche. Le dije que llevaría su chupete y que le daría una dosis de Panadol infantil para ayudarla a dormir, aunque no tenía intención de hacer ninguna de las dos cosas. Le daría de comer, eso era lo único que haría. Si Lily se echaba a llorar, me sentaría en el vestíbulo con ella. El modo en el que Vera insistía sobre la representación de ballet de aquella noche me incomodaba mucho.
Iván estaba sentado junto a la ventana, garabateando en su cuaderno de notas. Abrí el cajón de la mesilla de noche y saqué la carpeta de huéspedes. Un folleto descolorido de un balneario cerca del mar Caspio me cayó sobre el regazo, junto con un arrugado sobre con el logotipo del hotel. Cogí el lápiz unido a la carpeta por un cordel y escribí en el sobre: «Vera ha esperado demasiado para darme noticias sobre mi madre. No tiene corazón si no puede entender por lo que estoy pasando. No creo que esté de nuestro lado».
Me aparté el pelo de la cara, me levanté sobre mis temblorosas piernas y le entregué la nota a Iván. La cogió y, mientras la estaba leyendo, miré de soslayo lo que había estado escribiendo en su cuaderno de notas. «Pensaba que era ruso, pero, en este país, no sé lo que soy. Si hace un día me hubieran preguntado cuáles eran las características típicas de los rusos, habría respondido que su pasión y su buen corazón. Pero no hay sociabilidad ni camaradería en este lugar. Sólo hay gente acobardada y encogida con los ojos llenos de miedo. ¿Quiénes son esos fantasmas que me rodean…?»
Iván escribió bajo mis palabras en el sobre: «Llevo todo el día tratando de comprenderla. Creo que aquel cuadro fue su manera de tratar de decírtelo. Probablemente no puede hablar porque estamos vigilados. Pero no creo que esté colaborando con la KGB».
– ¿Por qué? -musité.
Se señaló el corazón.
– Sí, ya lo sé -respondí-. Sé que tienes una gran capacidad para juzgar el carácter de la gente.
– Me he casado contigo -añadió sonriendo.
Arrancó del cuaderno de notas la página que había estado escribiendo y, junto con el sobre, la rompió en trocitos minúsculos que echó por el inodoro. Luego tiró de la cadena.
– Ésta no es manera de vivir -comentó, en parte hacia mí y en parte hacia la cisterna siseante-. No es de extrañar que parezcan tan infelices.
Vera nos estaba esperando en el vestíbulo del hotel. Se puso en pie cuando nos vio salir del ascensor. Tenía el abrigo a un lado, pero se había dejado la bufanda de color rosa sobre la cabeza. Su aroma a manzana había dado paso a una fragancia más fuerte, de lirio del valle, y me percaté de que se había aplicado un toque de pintalabios que le brillaba cuando sonreía. Traté de devolverle la sonrisa, pero sólo conseguí hacerle una mueca molesta. No podía seguir manteniendo aquella farsa. «Esto es ridículo -me dije a mí misma-, si no veo a mi madre en el Bolshoi, me enfrentaré a ella.»
Vera debió de notar que yo estaba irritable porque dejó de mirarme y se dirigió a Iván.
– Creo que usted y la señora Nickham van a disfrutar mucho del espectáculo de esta noche -le dijo-. Es El lago de los cisnes, dirigido por Yuri Grigorovich. Ekaterina Maximova es la primera bailarina. La gente está deseando ver esta actuación, por eso es por lo que tuve que asegurarme de que no se la perdieran. Su agente de viajes estuvo muy acertado al reservarles las entradas con tres meses de antelación.
Una alarma sonó dentro de mi cabeza. Iván y yo no nos miramos, pero hubiera jurado que ambos estábamos pensando lo mismo. «No fuimos a ver al agente de viajes hasta después de recibir los visados. Nos reunimos con él apenas un mes antes de venir y sólo le pedimos que reservara los billetes de avión. El resto, lo organizamos por nuestra cuenta.» ¿El agente de viajes al que Vera se estaba refiriendo era el general? ¿O todo el asunto de la visita ciliada había sido una estratagema para mantenernos alejados de él? Miré a mi alrededor en el vestíbulo en su busca, pero no estaba por ninguna parte entre la gente que charlaba cerca del mostrador de recepción o que esperaba en la zona de asientos. Cuando nos dirigimos al exterior, hacia el taxi que Vera había detenido, sólo tenía un pensamiento en mente: o bien esa noche terminaría cuando yo me encontrara con mi madre, o bien acabaríamos todos entre los muros de la Lubyanka, el cuartel general de la KGB.
Nuestro taxi se detuvo en una plaza frente al Teatro Bolshoi. Cuando salimos del vehículo, me sorprendí al percibir que el aire era fresco en lugar de gélido, una versión suave del invierno ruso. Una nevada ligera, con copos tan frágiles como pétalos, revoloteaba contra mis mejillas. Miré hacia el teatro y contuve la respiración, porque, al tenerlo ante mí, conseguí olvidar toda la fealdad de la arquitectura moscovita que habíamos visto el día anterior. Recorrí con la mirada las gigantescas columnas hasta el Apolo en su cuadriga envuelto en nieve sobre el frontispicio. Bajo la columnata, había grupos dispersos de hombres y mujeres envueltos en abrigos y gorros de piel, charlando y fumando. Algunas mujeres llevaban manguitos de piel. Era como si hubiéramos vuelto atrás en el tiempo, y, cuando Iván me cogió de la mano y nos encaminamos hacia la escalinata, me sentí como si yo fuera mi padre de joven, acompañado por sus elegantes hermanas, corriendo escaleras arriba para llegar a tiempo al ballet. ¿Qué habrían visto entonces? ¿Giselle o Salambó? ¿O incluso, quizás, El lago de los cisnes coreografiado por el tristemente célebre Gorki? Sabía que mi padre había visto bailar a Sofía Fedorova II antes de que se volviera loca, y a Anna Pavlova actuar por última vez antes de que dejara Rusia para siempre, y esta última le había impresionado tanto que me había puesto su nombre. Tenía la sensación de estar elevándome en el aire y se me ocurrió que, quizás durante un momento, podría vislumbrar los tiempos pasados a través de los ojos de mi padre, como un niño que contemplara extasiado el escaparate suntuosamente decorado de una tienda.