Al entrar por las puertas del teatro, las acomodadoras, vestidas con uniformes rojos, instaban a la gente a que se dirigiera a sus asientos, porque, si había algo en Moscú que comenzara con una puntualidad absoluta, ese algo era el Ballet Bolshoi. Seguimos a Vera escaleras arriba hacia el guardarropa y nos encontramos que había más de un centenar de personas agolpándose contra el mostrador, todas ellas abriéndose paso para dejar sus abrigos. El ruido era más ensordecedor que en un estadio de fútbol, y me quedé boquiabierta al ver a un hombre empujando a una mujer mayor para pasar antes que ella. La respuesta de la mujer fue golpearle con los puños en la espalda al hombre.
– Coge tú a Lily -me dijo Iván-. Yo dejaré vuestros abrigos. Las damas no debéis entrar en ese tumulto.
– Si te metes ahí, vas a salir con un ojo morado -le advertí-. Llevémonoslo todo con nosotros a la sala.
– ¿Cómo? ¿Y quedar como paletos? -me dijo, sonriendo abiertamente y señalando a Lily-. Recuerda que ya vamos a meter a escondidas más de lo que deberíamos.
Iván desapareció entre la masa abarrotada de codos y brazos. Saqué el programa de mi bolso y leí la introducción.
Después de la Revolución de Octubre, la música clásica y la danza han pasado a ser accesibles para millones de trabajadores, y, en este escenario, se han forjado los mejores personajes revolucionarios basados en héroes de nuestra historia.
Más propaganda. Iván regresó veinte minutos después, con el pelo revuelto y la corbata ladeada.
– Tienes el mismo aspecto que en Tubabao -le dije, peinándole el cabello con la mano y poniéndole recta la chaqueta.
Me colocó unos prismáticos de ópera en la palma de la mano.
– No los necesitarán -comentó Vera-. Tienen unos asientos excelentes. En el lado derecho, cerca del escenario.
– Simplemente, los quería por la novedad -le respondí, mintiéndole. Lo que pretendía era mirar mejor al público, no al escenario.
Vera me pasó el brazo por los hombros, pero no era una muestra de cariño, sólo estaba tratando de esconder a Lily mientras me guiaba hacia la zona en donde estaban nuestros asientos. La acomodadora que andaba desgarbadamente por nuestro palco parecía estar esperándonos. Vera deslizó algo en el hueco de su mano, y ella abrió la puerta, dejando escapar hacia el pasillo el alboroto de los violines afinando y el murmullo de la charla del público antes de la función.
– ¡Rápido! ¡Deprisa! ¡Entren ahora! -siseó la acomodadora-. ¡Que no les vea nadie!
Corrimos hacia los asientos cerca de la parte delantera del palco, y yo tumbé a Lily en mi regazo. Iván y Vera se colocaron en las butacas a ambos lados de la mía.
La acomodadora me señaló con el dedo y me advirtió:
– En el momento en el que llore, tendrá que marcharse.
El exterior del teatro me había parecido precioso, pero el interior me dejó sin aliento. Me incliné por la barandilla, tratando de ver todas las tonalidades de oro y rojo de una sola vez. Había cinco pisos de galerías, todas ellas adornadas de dorado, hasta llegar a una lámpara de araña de cristal que colgaba del techo, decorado con frescos bizantinos. Se respiraba en el ambiente una fragancia a madera antigua y a terciopelo. El enorme telón que cubría por completo el escenario estaba formado por una resplandeciente mezcla de hoces y martillos, pergaminos de partituras, estrellas y borlas.
– La acústica de este teatro es la mejor del mundo -nos dijo Vera, alisándose el vestido y sonriendo con tal orgullo que cualquiera nos había perdonado si hubiéramos pensado que ella también había participado en la construcción del teatro.
Desde donde estábamos sentados, teníamos una buena vista del público en la parte delantera del auditorio, pero no de los palcos que estaban sobre el nuestro o de los que se encontraban en la parte posterior de la sala. Aun así, busqué a mi madre y al general entre la gente que estaba abriéndose paso hacia sus asientos, pero no vi a nadie parecido a ellos en ninguna parte. Por el rabillo del ojo, vi que Vera miraba fijamente algo al otro lado de la sala. Traté de ser sutil y dirigí lentamente la mirada hacia el punto que ella estaba observando en el palco frente al nuestro. En el momento en que las luces comenzaron a atenuarse, alcancé a ver brevemente a un hombre mayor sentado en la primera fila. No era el general, pero, por alguna razón, me resultaba familiar. Resonaron unas toses y unos susurros apresurados antes de que la orquesta entonara la primera nota.
Vera me tocó el brazo.
– ¿Sabe usted cómo va a terminar, señora Nickham? -me susurró-. ¿O va a intentar adivinarlo?
Contuve el aliento. Sus ojos parecían de color rosáceo por el resplandor procedente del escenario, como los de un zorro sorprendido bajo un foco de luz.
– ¿Qué ha dicho?
– ¿Cómo acabará? ¿Bien o mal?
Se me nubló la mente y, un instante después, volví a centrarme. Estaba hablando sobre el ballet. El lago de los cisnes podía tener dos finales. Uno en el que el príncipe era capaz de romper el hechizo que el malvado mago había conjurado y de salvar a la princesa cisne, y el otro en el que no lo conseguía, de manera que los dos amantes sólo podían volverse a encontrar después de la muerte. Apreté el puño con tal fuerza que partí los prismáticos de ópera.
Se abrió el telón para mostrar a seis cornetas con capas rojas. Las bailarinas ataviadas con trajes de fiesta, acompañadas por cazadores, se deslizaron por el escenario, con el príncipe Sigfrido saltando delante de todos ellos. No había visto un ballet en directo desde Harbin, y, por un breve instante, olvidé lo que estaba haciendo en aquel teatro y me quedé extasiada contemplando a los bailarines y las gráciles siluetas que formaban con sus cuerpos y pies. «Esto es Rusia», me dije a mí misma. Lo que llevaba tanto tiempo deseando conocer.
Miré a Lily. Sus ojos brillaban bajo la luz centelleante. Dejé de recibir clases de ballet en cuanto los japoneses llegaron a Harbin. Pero ¿y Lily? Ella era una niña en un país en paz y podía hacer todo lo que quisiera. Nunca se vería forzada a huir de su hogar. Cuando seas mayor, Lily, le dije con los ojos, podrás hacer ballet, piano, canto o cualquier otra cosa que te haga feliz. Quería que tuviera todo lo que a mí me había faltado. Y, más que cualquiera de aquellas cosas, quería que Lily tuviera una abuela.
Oí las primeras notas del tema de los cisnes y volví a prestar atención al escenario. El decorado había cambiado, y ahora se veía una escarpada montaña y un lago azul. El príncipe Sigfrido estaba bailando, y el mago malvado, disfrazado de búho, imitaba los pasos del príncipe tras él. El búho era una sombra aterradora, siempre cerca, merodeando con perversas intenciones, tirando del príncipe cuando él pensaba que estaba avanzando. Miré hacia el hombre al que Vera había estado observando en el palco opuesto. Bajo la luz azulada parecía un ser sobrenatural. La sangre se me heló en las venas y apreté los dientes, convencida por un instante de que estaba contemplando a Tang. Pero el teatro se iluminó de repente, y me di cuenta de que no era posible. Aquel hombre era blanco.
Incluso cuando terminó el segundo acto y volvieron las luces para el intermedio, no pude recuperar los sentidos. Le entregué Lily a Ivan.
– Tengo que ir al lavabo -le dije.
– Iré con usted -dijo Vera, levantándose de su asiento. Asentí, aunque no era mi intención vaciar la vejiga. Quería ir en busca de mi madre.