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Nos abrimos paso por el abarrotado pasillo hacia los aseos. Eran tan caóticos como el guardarropa. No había cola para esperar a entrar en los cubículos. Las mujeres se apiñaban hacia la puerta en grupo y se empujaban para adelantarse cuando un cubículo se quedaba libre. Vera me puso un pañuelo tan rígido como una cartulina en la mano.

– Gracias -le dije, recordando que no había ni rastro de papel en ninguno de los aseos públicos de Moscú. Los inodoros de la Galería Tretyakov ni siquiera tenían asiento.

Una mujer salió de un cubículo frente a nosotras y Vera me empujó hacia delante.

– Después de usted -me dijo-. La esperaré fuera.

Cerré el pestillo de la puerta detrás de mí. El servicio apestaba a orina y a lejía. Miré a través de una rendija de la puerta para ver a Vera entrar en otro cubículo y, tan pronto como lo hizo, tiré de la cadena del inodoro y me apresuré a salir de los aseos al pasillo.

Corrí a toda prisa entre los grupos de gente que charlaba en las escaleras y descendí al primer piso. Había menos aglomeración allí, y examiné el rostro de todas las mujeres en busca de alguien que pudiera parecerse a mi madre. Tendría el pelo canoso, me dije a mí misma, y arrugas. Pero, entre la confusión de rostros, no logré encontrar el que estaba deseando ver. Empujé las pesadas puertas de la entrada y corrí al exterior bajo la columnata, pensando que, por alguna razón, ella me estaría esperando allí fuera. La temperatura había descendido, y el aire me congeló la piel, atravesándome la blusa. Dos soldados estaban de pie en la escalinata, respirando nubes de vaho hacia la negrura de la noche. Había una fila de taxis en el exterior, pero no había nadie más a la vista en la plaza.

Los soldados se volvieron. Uno de ellos arqueó las cejas hacia mí.

– Va usted a coger un resfriado aquí fuera -me dijo.

Su piel era blanca como la leche, y sus ojos, como dos ópalos azules. Volví a retroceder hacia el interior del teatro, sintiendo como el calor de la calefacción central se elevaba en torno a mí. La imagen del soldado se me quedó grabada en la mente como una mancha solar, y rememoré la estación de Harbin el día en el que se llevaron a mi madre. Me recordaba al joven soldado soviético que me había dejado escapar.

Para cuando traté de apiñarme con la multitud para volver a subir las concurridas escaleras, el auditorio se había quedado vacío y el vestíbulo estaba atestado de gente. Logré avanzar palmo a palmo casi hasta arriba del todo y, de repente, localicé a Vera inclinándose sobre la balaustrada. Se volvió y vi que estaba hablando con alguien. No podía ver a la otra persona, porque me bloqueaba la vista un macetero con una planta. No era Iván, porque podía verle en el otro extremo del vestíbulo con Lily arrebujada entre sus brazos, mirando por la ventana hacia la plaza. Estiré el cuello para ver al otro lado del macetero y alcancé a atisbar por un instante a un hombre de pelo blanco con una chaqueta de color granate. La ropa del hombre estaba limpia y planchada, pero la parte de atrás del cuello de su camisa estaba deshilachada y sus pantalones tenían un aspecto desgastado. Estaba de pie, con los brazos cruzados a la altura del pecho y, de vez en cuando, gesticulaba con la barbilla hacia la ventana junto a la que estaba Iván. No podía oír lo que él y Vera estaban discutiendo por encima del alboroto de la muchedumbre. Entonces, el hombre giró sobre sí mismo mostrándome su perfil. Alcancé a ver las bolsas que tenía bajo los ojos. Sabía que había visto antes aquella cara. Era el vendedor de recuerdos del hotel. Me apreté contra la balaustrada y aguce el oído para tratar de escuchar lo que estaban diciendo. Durante un instante, hubo una pausa en las conversaciones circundantes y oí que el hombre decía: «No son simples turistas, camarada Otova. Su ruso es demasiado perfecto. El bebé es una tapadera. Puede que ni siquiera sea suyo. Por eso creo que deberían ser interrogados».

Se me ahogó la respiración en la garganta. Había adivinado que aquel anciano era un espía, pero no se me había ocurrido que pudiera haber sospechado de nosotros. Di un paso atrás para apartarme de la balaustrada, con las piernas temblando. Sólo había creído a medias que Vera trabajaba para la KGB, pero estaba en lo cierto. Nos estaba tendiendo una trampa.

Corrí escaleras arriba, apartando a la gente para abrirme paso y llegar hasta Iván. Pero el gentío parecía estar atascado hombro con hombro. Me rodeó una multitud de trajes confeccionados con tejidos baratos y vestidos que debían de tener veinte años. Todo el mundo parecía apestar a alcanfor o a madreselva, el perfume más común de aquel año.

– Izvinite. Izvinite. Disculpen. Disculpen -decía, tratando de que me dejaran pasar.

Iván se había sentado discretamente junto a la ventana y estaba meciendo a Lily en su regazo, mientras jugaba con sus deditos. Traté de atraer su mirada, pero Lily y él estaban muy absortos en el juego. «Ve a la embajada australiana -me dije a mí misma-, llévate a Iván y a Lily hasta allí.»

Miré a mis espaldas. En ese mismo momento, Vera giró sobre sus talones y sus ojos se encontraron con los míos. Frunció el ceño y miró hacia las escaleras. Pude ver que su mente trabajaba a toda velocidad. Se volvió hacia el hombre y le dijo algo antes de abrirse paso entre la multitud hacia mí.

Empecé a sentir un latido dentro de la cabeza. Todo parecía ir a cámara lenta. Ya me había sentido así en otra ocasión, ¿cuándo fue? Recordé de nuevo el día en la estación de Harbin. Tang avanzando lentamente hacia mí a través de la multitud. Aparté a la gente que tenía cerca y me abrí camino entre ellos. Una campana repicó para indicar que iba a comenzar el siguiente acto y, de repente, la muchedumbre comenzó a aflojarse y a apartarse, como manzanas cayéndose de un saco lleno a reventar. Iván se volvió y me vio. Su rostro empalideció.

– ¡Anya! -gritó.

Mi blusa estaba empapada. Me toqué el rostro, tenía las manos resbaladizas por el sudor.

– Tenemos que salir de aquí -le dije, resollando.

Sentía una sensación de opresión en el pecho tan violenta que pensé que iba a sufrir un ataque al corazón.

– ¿¿Qué dices??

– Tenemos que… -Pero no pude pronunciar las siguientes palabras lo suficientemente deprisa. El temor me había cerrado la garganta.

– Dios mío, Anya -dijo Iván, agarrándome-, ¿qué ha sucedido?

– Señora Nickham -los dedos de Vera se enroscaron alrededor de mi codo como víboras-, debemos llevarla de vuelta al hotel en seguida. Parece que su gripe ha empeorado. Mírese la cara. Tiene usted fiebre.

Cuando me tocó, me sentí enferma. Apenas podía mantenerme erguida. Era todo demasiado surrealista. Estaban a punto de llevarme para ser interrogada por la KGB. Contemplé a la gente que se apresuraba a entrar por las puertas hacia el auditorio y tuve que resistir el impulso de ponerme a gritar. No creía que nadie fuera a acudir a ayudarnos. Estábamos atrapados. Lo mejor que podíamos hacer era cooperar, pero darme cuenta de aquello no me hizo sentir más tranquila. Apreté los dedos de los pies, tratando de prepararme para lo que vendría a continuación.

– ¿Tu gripe? -exclamó Iván. Tocó mi blusa húmeda y se volvió hacia Vera-. Iré a buscar nuestros abrigos. ¿Podrán llamar a un médico desde el hotel?

«De modo que es así como lo hacen -pensé-, así es como hacen las detenciones en público y te secuestran en mitad de todo el mundo.»

– Deme la niña a mí -le dijo Vera a Iván. Su rostro estaba imperturbable. No la conocía bastante bien como para saber lo que era capaz de hacer.

– ¡No! -grité.

– Debería usted pensar en lo que es mejor para la cría -replicó Vera de forma brusca, con un tono de voz que no le había oído hasta ese momento-. La gripe puede ser muy contagiosa.

Iván le pasó Lily a Vera. En el momento en el que vi sus brazos cerrándose en torno a Lily, noté un chasquido en mi interior. Se me ocurrió por un instante, mientras las miraba, que tratando de encontrar a mi madre podría perder a mi hija. «Que pase lo que tenga que pasar -recé-, pero que Lily permanezca sana y salva.»