Contemplé al hombre de pelo blanco. Me estaba mirando fijamente, con las manos al pecho, como si estuviera presenciando algo desagradable.
– Éste es el camarada Gorin -me dijo Vera-. ¿Le reconoce usted de su hotel?
– La gripe puede llegar a ser muy grave en Moscú en invierno -me dijo, desplazando los pies de un lado a otro-. Debe usted quedarse en cama y descansar hasta que se encuentre mejor.
Mantenía las extremidades firmes contra su cuerpo, y la manera en la que desplazaba su peso hacia uno de sus pies, más atrasado que el otro, me hubiera parecido cómica en otras circunstancias. Era casi como si yo le asustara. Supuse que debía de ser su odio hacia los extranjeros lo que le hacía adoptar aquella postura.
Iván regresó con nuestros abrigos y me ayudó a ponerme el mío. Vera colocó su bufanda suelta sobre la boca de Lily, como si fuera una máscara. Gorin la contempló, abriendo aún más los ojos. Dio otro paso atrás, alejándose de nosotros y dijo:
– Debo volver a mi asiento o me perderé el siguiente acto.
«Como una araña escondiéndose en su agujero -pensé-, le deja todo el trabajo sucio a Vera.»
– Coge a Lily -le susurré a Iván-. Coge a Lily, por favor.
Iván me miró de reojo, pero hizo lo que le pedía. Cuando vi que levantaba a Lily de los brazos de Vera, y que mi hija volvía a los de su padre, logré pensar con más claridad. Vera simulaba ayudarme a bajar las escaleras, pero, en su lugar, me estaba apretando contra la balaustrada para que no pudiera escabullirme. Procuré seguir hacia delante, mirándome los pies a cada paso. «No se enterarán de nada que yo no les cuente», pensé. Entonces, recordé todas aquellas historias que había oído de que la KGB ponía a niños dentro de tinajas de agua hirviendo para hacer confesar a sus madres, y se me aflojaron las piernas de nuevo.
Los soldados que estaban en el exterior del teatro se habían marchado. Sólo seguía allí la fila de taxis. Iván caminaba delante de nosotras con la cabeza metida hacia el pecho y los brazos envolviendo a Lily. Uno de los taxistas arrojó el cigarrillo que estaba fumando al suelo y lo pisó para apagarlo cuando vio que nos estábamos dirigiendo hacia él. Estaba a punto de subir al interior de su vehículo cuando Vera negó con la cabeza y me empujó hacia un Lada negro que estaba esperando cerca del bordillo. El conductor estaba sentado demasiado bajo en su asiento, con el cuello del abrigo levantado alrededor del rostro. Proferí un grito y clavé las botas en la nieve.
– Esto no es un taxi -traté de decirle a Iván, pero mis palabras brotaron de mi boca como si estuviera borracha.
– Es un taxi privado -murmuró Vera en voz baja.
– Somos australianos -le dije, aferrándome a su hombro-. Puedo llamar a la embajada, ya lo sabe. No puede tocarnos.
– Usted es tan australiana como yo paquistaní -replicó Vera, abriendo la portezuela del coche y dándome un empellón para introducirme en el asiento trasero del automóvil, detrás del conductor. Iván se subió por el otro lado con Lily. Le dediqué a Vera una mirada desafiante, y ella se agachó tan deprisa que me acobardé, pensando que me iba a abofetear. En cambio, me metió el pliegue de mi propio abrigo entre las piernas para que no se quedara atrapado en la puerta. Aquel gesto fue tan maternal que me quedé estupefacta por el asombro. Me abrazó, dejando escapar una risa que parecía una mezcla de júbilo y sufrida paciencia.
– Anna Victorovna Kozlova, nunca te olvidaré -me dijo-. Te pareces a tu madre por los cuatro costados, y os voy a echar de menos a las dos. Es bueno que ese informador de la KGB les tenga un terror mortal a los gérmenes o habría sido difícil que no cayerais en sus garras.
Volvió a echarse a reír y cerró la portezuela de un golpe. El Lada aceleró a toda máquina internándose en la oscuridad de la noche. Me giré para mirar por la ventanilla trasera. Vera se dirigía al teatro con su rígida manera de andar. Me agarré la cabeza con las manos. ¿Qué demonios estaba sucediendo?
Iván se inclinó hacia delante y le dio al conductor el nombre y la dirección de nuestro hotel. El conductor no contestó, y nos dirigimos en dirección contraria a la Prospekt Marksa y hacia la Lubyanka. Iván también debió de darse cuenta de que estábamos yendo por un camino equivocado, porque se pasó los dedos por el pelo y le repitió el nombre del hotel al conductor.
– Mi esposa está enferma -le rogó-. Tenemos que buscar un médico.
– Me encuentro bien, Iván -le dije. Estaba tan asustada que no lograba reconocer mi propia voz.
Iván me miró fijamente.
– Anya, ¿qué era todo eso que ha sucedido con Vera? ¿Qué está pasando?
La cabeza me daba vueltas. Sentí un cosquilleo donde Vera me había abrazado, pero no había interiorizado aquel gesto porque me había sorprendido demasiado.
– Nos llevan a interrogarnos, pero no lo pueden hacer hasta que nos hayamos puesto en contacto con la embajada.
– Pensé que te estaba llevando a que vieras a tu madre.
Aquella voz proveniente de la oscuridad me produjo un hormigueo por todo el cuerpo. No necesité inclinarme hacia delante para saber quién era el conductor.
– ¡General! -exclamó Iván-. ¡Nos preguntábamos cuándo aparecería usted!
– Probablemente hubiera tardado todavía un día más -contestó-. Pero hemos tenido que cambiar de planes.
– Lily -farfulló Iván-. Lo siento. No pensamos que…
– No -replicó el general, tratando de no echarse a reír-. Fue por Anya. Vera dijo que su comportamiento estaba siendo muy difícil, y que llamaba demasiado la atención.
Me sentí abochornada. Hubiera tenido que avergonzarme de mi estúpida paranoia, pero lo único que pude hacer fue reír y atragantarme con mis propias lágrimas al mismo tiempo.
– ¿Quién es Vera? -preguntó Iván, sacudiendo la cabeza mientras me miraba.
– Vera es la mejor amiga de la madre de Anya -respondió el general-. Haría cualquier cosa para ayudarla. Perdió dos hermanos durante el régimen estalinista.
Me apreté las manos contra los ojos. El mundo estaba dando vueltas a mi alrededor. Yo estaba cambiando, transformándome en otra persona diferente a la que había sido toda mi vida. Un hueco se estaba abriendo en mi interior. Aquel vacío, enterrado por todas las cosas con las que había estado intentando llenarlo, emergió a la superficie. Pero, en lugar de causarme dolor, me estaba desbordando de alegría.
– Esperaba que hubierais podido ver todo el ballet -comentó el general-. Pero no importa.
Las lágrimas me resbalaban por las mejillas.
– Era la versión con el final feliz, ¿verdad? -le dije.
A unos quince minutos de distancia del Teatro Bolshoi, el general aparca el coche fuera de un edificio de apartamentos de cinco pisos. Se me forma un nudo en la garganta, sólido como una piedra. ¿Qué voy a decirle? Después de veintitrés años, ¿cuáles serán nuestras primeras palabras?
– Bajad aquí en media hora -nos dice el general-. Vishnevski ha preparado una escolta y tenéis que iros esta misma noche.
Cerramos las portezuelas del automóvil y vemos como desaparece el Lada por el final de la calle. Me doy cuenta de qué tonto fue por mi parte pensar que el general era un hombre normal y corriente. En realidad, es un ángel de la guarda.
Iván y yo nos dirigimos hacia la arcada, el terreno bajo nuestros pies está empapado por la nieve y nos encontramos en un patio débilmente iluminado.
– Dijo que era el último piso, ¿verdad? -me pregunta Iván, mientras abre una puerta de metal que se cierra con un ruido estridente detrás de nosotros.
Alguien ha clavado una manta alrededor de la jamba de la puerta, en un intento por aislarla. En el vestíbulo hace casi tanto frío como en el exterior y también está igual de oscuro. Hay dos palas apoyadas contra la pared, y el hielo derretido forma dos charcos alrededor de sus extremos. Subimos andando los cinco tramos de escaleras hasta el piso superior porque el ascensor está roto. Los escalones están cubiertos de polvo y el hueco de la escalera huele a arcilla. Nuestros pesados ropajes nos hacen sudar y jadear. Recuerdo que el general me ha dicho que mi madre tiene problemas en las piernas y me estremezco al pensar que no puede abandonar el apartamento sin ayuda. Entrecierro los ojos bajo la pálida luz y veo que las paredes están pintadas de gris, pero que las molduras ornamentadas de los techos y los marcos de las puertas muestran descoloridos relieves de pájaros y flores. Esa decoración sugiere que el edificio era anteriormente una gran mansión. Todos los rellanos de las escaleras tienen una ventana de vidriera en la esquina, pero, en la mayoría de los casos, los vidrios han sido sustituidos por barato cristal esmerilado o pedazos de madera.