Выбрать главу

– Esta casa es exquisita -le confesé a Luba-. La esposa de Serguéi Nikoláievich tiene muy buen gusto.

La mujer hizo una mueca de diversión.

– Querida -me susurró-, su primera esposa era la que tenía un gusto excelente. La casa se construyó en la época en la que Serguéi era comerciante de té.

El modo en el que recalcó «primera esposa» me produjo un escalofrío. Me hizo sentir curiosidad y, al mismo tiempo, temor.

Me preguntaba qué le habría pasado a la mujer que había creado toda aquella belleza y refinamiento que tenía ante mí. ¿Qué habría ocurrido para que Amelia hubiera terminado sustituyéndola? Pero me dio vergüenza preguntar, y Luba parecía más interesada en hablar de otras cosas.

– ¿Sabías que Serguéi era el más famoso de los exportadores de té que proveía a los rusos? Bueno, la Revolución y la guerra han cambiado todas esas cosas. Y aun así, no puede decirse que él no haya luchado. El Moscú-Shanghái es el club nocturno más famoso de la ciudad.

La biblioteca era una acogedora estancia en la parte posterior de la casa. Volúmenes de Gógol, Pushkin y Tolstói encuadernados en piel desbordaban las estanterías que recorrían las paredes, libros que jamás habría imaginado entre las manos de Serguéi Nikoláievich o Amelia. Acaricié con la punta de los dedos los lomos, intentando imaginarme a la primera esposa de Serguéi Nikoláievich. Su misteriosa presencia parecía evidente en todos los colores y texturas que me rodeaban.

Nos sentamos en mullidos sofás de cuero mientras Serguéi Nikoláievich sacaba vasos y una botella de oporto. Dimitri me entregó un vaso y se sentó a mi lado.

– Dime, ¿qué te parece esta alocada y maravillosa ciudad? -me preguntó-, ¿es el París del Este?

– Aún no la he visto demasiado. Apenas he llegado hoy -le contesté.

– Es cierto, perdona… Se me había olvidado -me dijo, y luego sonrió-. Quizás más adelante, cuando te hayas instalado, podré llevarte al jardín de Yuyuan.

Me cambié de asiento, consciente de que estaba tan cerca de mí que nuestras caras casi se tocaban. Sus ojos eran atractivos, profundos y misteriosos, como la espesura de un bosque. Era joven, pero irradiaba desenvoltura. A pesar de sus ropas elegantes y su piel lustrosa, su actitud era una mezcla de fanfarronería y cautela. Era como si no estuviera cómodo en aquel entorno.

Algo cayó entre nosotros y Dimitri lo recogió. Un zapato negro de tacón de aguja. Levantamos la mirada para ver a Amelia apoyada contra una estantería, con un pie desnudo que hacía juego con su hombro descubierto.

– ¿Qué estáis susurrando vosotros dos? -siseó-. ¡Sinvergüenzas! Sólo oigo ruso o susurritos cuando me junto con vosotros.

Su marido y sus acompañantes no prestaron atención a este nuevo arrebato. Serguéi Nikoláievich, Alexéi y Luba estaban reunidos junto a la ventana abierta, absortos en una discusión sobre carreras de caballos. Sólo Dimitri se levantó riendo y le devolvió el zapato. Ella ladeó la cabeza y le miró con ojos de alimaña.

– Simplemente le estaba preguntando a Anya por los comunistas -le aclaró-. Ya sabes, son la razón de que ella esté aquí.

– Ya no tiene nada que temer de los comunistas -intercedió Serguéi Nikoláievich, dando la espalda a sus acompañantes-. Los europeos han convertido Shanghái en una enorme máquina de hacer dinero para China. No van a destruirla por un capricho ideológico. Sobrevivimos a la guerra y sobreviviremos a esto.

Más tarde, esa noche, cuando los invitados ya se habían ido y Amelia se había desmayado en el sofá, le pregunté a Serguéi Nikoláievich si había enviado una nota a Boris y Olga Pomerantsev, para decirles que yo había llegado sin incidentes.

– Pues claro, mi dulce niña -me contestó mientras tapaba a su esposa con una manta y apagaba las luces de la biblioteca-. Boris y Olga te adoran.

La doncella estaba esperándonos al pie de las escaleras y comenzó a apagar las luces cuando nosotros alcanzamos el primer rellano.

– ¿Hay noticias de mi madre? -le pregunté con esperanza-. ¿Les preguntaste si saben algo?

Su mirada se dulcificó por la compasión. -Esperemos lo mejor, Anya -me contestó-, pero sería prudente por tu parte que nos consideraras tu familia a partir de ahora.

Me levanté tarde a la mañana siguiente, acurrucada entre las elegantes sábanas de mi cama. Podía oír las voces de los sirvientes en el jardín, el estrépito de la vajilla chocando en el fregadero y el chirrido de una silla arrastrada por el suelo de la planta baja. La luz moteada del sol que se filtraba a través de las cortinas era bonita, pero no logró levantarme el ánimo. Cada nuevo amanecer me alejaba de mi madre. Y el mero hecho de pensar en que pasaría un día más en compañía de Amelia me deprimía.

– Bueno, parece que has dormido bien -me saludó la estadounidense cuando bajé.

Llevaba un vestido blanco de cintura ceñida. Excepto por una ligera hinchazón bajo los ojos, no mostraba ningún signo de fatiga por la noche anterior.

– No hagas de la tardanza un hábito, Anya -declaró-. No me gusta que me tengan esperando, y además, voy a llevarte de tiendas únicamente para complacer a Serguéi.

Me entregó un monedero lleno de billetes de cien dólares.

– ¿Puedes encargarte del dinero, Anya? ¿Eres buena haciendo cálculos?

Su voz era estridente y hablaba apresuradamente, como si fuera a sufrir un ataque.

– Sí, señora -le contesté-. Soy de confianza para llevar dinero.

Dejó escapar una risa aguda.

– Bueno, ahora lo veremos.

Amelia abrió la puerta principal y emprendió el camino a través del jardín. Corrí tras ella. El sirviente estaba reparando una bisagra de la puerta del jardín, y la sorpresa se reflejó en su mirada cuando nos vio aproximándonos.

– ¡Llama a un rickshaw! ¡Rápido! -le gritó Amelia.

El sirviente observó a Amelia y luego a mí, como evaluando la emergencia de la situación. Amelia lo agarró por el hombro y lo empujó al exterior.

– Ya sabes que debes tener uno preparado para mí. Hoy no es ninguna excepción. Ya llego tarde.

Una vez estuvimos en el rickshaw, Amelia se calmó. Llegó casi a bromear sobre su propia impaciencia.

– Ya sabes -me comentó, mientras se ajustaba el lazo que le sujetaba el sombrero a la cabeza-, lo único de lo que hablaba mi marido esta mañana era sobre ti y lo hermosa que eres. Una verdadera belleza rusa -me puso la mano en la rodilla. Estaba fría, sin pulso, como si perteneciera a un muerto-. Bueno, ¿qué te parece, Anya? ¡Sólo llevas un día en Shanghái y ya has causado sensación en un hombre que no se deja impresionar por nada!

Amelia me asustaba. En ella había algo viperino y oscuro, que era más evidente cuando estábamos solas que en presencia de Serguéi Nikoláievich. Sus ojos sombríos, pequeños y brillantes, y su piel sin vida advertían del veneno que se escondía tras sus melosas palabras. Los ojos me escocían por las lágrimas. Echaba de menos la fortaleza cálida de mi madre, el valor y la seguridad que siempre sentía cuando estaba con ella.

Amelia quitó la mano de mi rodilla y bufó:

– ¡Oh! ¡No seas tan seria, niña! ¡Si te vas a poner tan odiosa, tendré que decírselo a Serguéi!

La atmósfera era festiva en las calles de la Concesión Francesa. El sol estaba cubierto y las mujeres de coloridos atuendos, sandalias y parasoles paseaban por las anchas aceras. Los buhoneros pregonaban sus mercancías desde tenderetes en los que se apilaban telas bordadas, seda y encaje. Los artistas callejeros atraían a la gente para que se gastara unas cuantas monedas sueltas mientras disfrutaba de sus espectáculos. Amelia le pidió al porteador del rickshaw que se detuviera para que pudiéramos contemplar la actuación de un músico y su mono. La criatura, ataviada con un chaleco y un sombrerito rojos, bailaba al son del acordeón del hombre. Hacía piruetas y brincaba más como un experimentado artista circense que como un animal salvaje y, en un breve instante, logró atraer a una numerosa multitud. Cuando la música se detuvo, el mono hizo una reverencia, encandilando al público. Los asistentes aplaudían con entusiasmo mientras la criatura corría entre sus piernas, pasando el sombrero para que le echaran dinero. Casi todo el mundo le dio algo. Repentinamente, el animal se encaramó al rickshaw, sorprendiendo a Amelia y haciéndome gritar. Se sentó entre las dos y observó a mi acompañante con devoción. El público embelesado contemplaba la escena. Amelia aleteó las pestañas, sabiendo que todo el mundo la estaba mirando. Profirió una carcajada y levantó la mano hacia la garganta con un gesto de modestia que yo reconocí como falso. Después, se presionó los lóbulos de las orejas con los dedos, quitándose los pendientes de perla y lanzándolos al interior del sombrero del mono. El público chilló y silbó ante la manifestación de opulento abandono de Amelia. El mono brincó hacia su amo, pero Amelia ya le había arrebatado a su público. Algunos hombres trataron de llamarle la atención para que les dijera su nombre. Pero, como una verdadera actriz, Amelia sabía dejar a su público con ganas de más.