– Shanghái siempre es así -farfulló el comerciante, sacudiendo la cabeza-. Y ahora se está poniendo peor. Sólo hay ladrones y mendigos. Te cortan los dedos para conseguir tus anillos.
Volví a mirar la puerta junto a la que había estado Amelia hasta hacía unos minutos. Pero estaba desierta.
Más tarde, la encontré en una farmacia calle abajo. Estaba comprando un perfume de Dior y un estuche de maquillaje compacto.
– ¿Por qué no me ayudaste? -le grité, mientras unas cálidas lágrimas me recorrían las mejillas hasta acabar goteándome por la barbilla-. ¿Por qué me tratas así?
Amelia me dedicó una mirada indignada. Recogió su paquete y me empujó a la calle. Ya en la acera, me clavó la mirada. Sus ojos furiosos estaban inyectados en sangre.
– Eres una niña tonta -me gritó-, que confía en la amabilidad de los otros. Nada es gratis en esta ciudad. ¿Lo entiendes? ¡Nada! ¡Cualquier gesto atento tiene un precio! ¡Si piensas que la gente va a ayudarte por nada, acabarás tirada en la acera, como el niño mendigo!
Amelia me clavó los dedos en el brazo y me arrastró hasta el bordillo. Llamó a un rickshaw.
– Ahora me voy al club de apuestas para estar con adultos -me dijo-. Vete a casa y busca a Serguéi. Siempre está en casa durante la tarde. Ve y dile lo mala que soy. Ve y laméntate ante él por lo mal que te trato.
El viaje en rickshaw de vuelta a casa fue muy agitado. Las calles y la gente se fundían en una imagen borrosa a través de mis lágrimas. Me llevé un pañuelo a la boca, aterrorizada por las náuseas que sentía. Quería volver a casa y decirle a Serguéi Nikoláievich que no me importaba Tang, que quería volver para quedarme con los Pomerantsev en Harbin.
Cuando alcanzamos la puerta de la verja, llamé a la campana hasta que la anciana doncella la abrió. A pesar de mi evidente angustia, me recibió con el mismo semblante inexpresivo del día anterior. Entré corriendo, pasando a su lado, hasta el interior de la casa. El recibidor estaba oscuro y silencioso, las ventanas y las cortinas estaban cerradas para evitar que entrara el calor sofocante de la tarde. Me paré en el salón durante un momento, sin saber qué hacer. Recorrí el comedor y allí encontré a Mei Lin, dormida: sus minúsculos pies sobresalían por debajo de la mesa, y tenía el dedo gordo de una mano metido en la boca mientras con la otra agarraba un paño de limpieza.
Corrí a través de recibidores y pasillos, con el terror reptándome por las venas. Subí a toda prisa las escaleras hasta el tercer piso y miré en todas las habitaciones hasta que llegué a la última, la estancia al final del pasillo. La puerta estaba entornada y llamé suavemente, pero no recibí respuesta alguna. En el interior, al igual que en el resto de la casa, las cortinas estaban corridas y la habitación estaba sumida en la oscuridad. El aire era espeso por el hedor a sudor humano. Y a causa de otro olor más, dulzón y empalagoso. Cuando los ojos se me acostumbraron a la oscuridad, percibí a Serguéi Nikoláievich desplomado en un sillón, con la cabeza caída sobre el pecho. Detrás de él, la figura misteriosa del sirviente, que mantenía una macabra guardia.
– ¡Serguéi Nikoláievich! -exclamé, con voz quejumbrosa. Me aterrorizaba la idea de que pudiera estar muerto. Sin embargo, tras un instante, Serguéi Nikoláievich levantó la mirada. Una neblina azulada se levantó a su alrededor como un halo y, con ella, un olor pestilente a aire pútrido. Me asustó su semblante, deteriorado y gris, con los ojos tan hundidos que parecían las cavidades de su cráneo. Me alejé lentamente; no estaba preparada para aquella nueva pesadilla.
– Lo siento mucho, Anya -resolló-. Lo siento mucho, muchísimo. Pero estoy perdido, pequeña mía. Estoy perdido.
Se desplomó en el asiento, con la cabeza hacia atrás y la boca abierta, boqueando, tratando de conseguir aire, como un moribundo. El opio de la pipa gorgoteó y se enfrió convirtiéndose en ceniza oscura.
Hui de la habitación, mientras el sudor me goteaba por la cara y el cuello. Llegué a mi cuarto de baño justo a tiempo de vomitar la sopa que había comido en el almuerzo con Amelia. Cuando terminé, me limpié la boca con una toalla y me apoyé sobre las frías baldosas, tratando de recuperar la respiración. Las palabras de Amelia resonaron en mi cabeza: «Eres una niña tonta que confía en la amabilidad de los otros. Nada es gratis en esta ciudad. ¿Lo entiendes? ¡Nada!».
En el espejo pude ver reflejada la colección de muñecas matrioskas alineadas sobre el tocador. Cerré los ojos e imaginé una línea dorada entre Shanghái y Moscú. «Mamá, mamá -dije para mis adentros-, cuídate. Si tú sobrevives, yo sobreviviré, hasta que podamos reunirnos de nuevo.»
3
Unos días después, llegaron los paquetes de la señora Woo mientras Serguéi Nikoláievich, Amelia y yo estábamos tomando el desayuno en el patio. Yo bebía té a la manera rusa: solo, salvo por una cucharada de mermelada de grosella negra como acompañamiento para endulzarlo. Únicamente tomaba un té de desayuno, aunque cada mañana, la mesa rebosaba de tortitas con mantequilla y miel, plátanos, mandarinas, peras, cuencos con fresas y uvas, huevos revueltos con queso fundido, salchichas y tostadas triangulares. Me sentía demasiado nerviosa como para tener apetito. Me temblaban las piernas bajo el tablero de cristal de la mesa. Sólo hablaba cuando se dirigían a mí, y no pronunciaba ni una sola palabra más de lo estrictamente necesario. Me aterrorizaba la idea de hacer algo que pudiera provocar el mal humor de Amelia. Sin embargo, ni Serguéi Nikoláievich -que me había dado permiso para llamarle por su primer nombre, Serguéi- ni Amelia parecían percatarse de mi tímido comportamiento. Serguéi me señalaba alegremente los gorriones que visitaban el jardín, y Amelia me ignoraba durante la mayor parte del tiempo.
La campana de la verja repiqueteó, y la doncella trajo dos paquetes envueltos en papel de estraza y atados con cordel, con nuestra dirección garabateada en los laterales en inglés y en chino. «Ábrelos», ordenó Amelia, tensando sus dedos en forma de garras mientras sonreía. Delante de su marido, aparentaba tener una gran complicidad conmigo, pero eso no me engañaba. Me giré hacia Serguéi y le mostré una por una las prendas. Todos los vestidos de día recibieron asentimientos y exclamaciones de aprobación.
– ¡Oh, sí! ¡Ése es el más bonito! -prorrumpió, señalando un vestido de algodón con un cuello de pajarita y una cenefa de girasoles bordada en el escote y el cinturón-. Deberías ponértelo mañana, para nuestro paseo por el parque.
Pero cuando abrí el paquete de los vestidos de noche y le mostré el cheongsam verde, Serguéi arqueó las cejas y sus ojos se oscurecieron. Le lanzó una mirada enfurecida a Amelia y me dijo: «Por favor, Anya, retírate a tu habitación».
El tono con el que Serguéi se dirigió a mí no era de enfado, pero que me enviara a mi habitación me hizo sentir rechazada. Caminé arrastrando los pies por el recibidor y las escaleras, preguntándome cuál sería la razón de su disgusto y qué le iba a decir a Amelia. Esperaba que, fuera lo que fuese, no aumentara el desprecio que aquella mujer sentía por mí.
– Ya te dije que Anya no va a venir con nosotros al club hasta que sea mayor -oí que le decía a su esposa-. Tiene que ir al colegio.
Me detuve en el rellano, tratando de escuchar lo que decían. Amelia replicó con voz burlona: