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– Oh, sí, vamos a ocultarle lo que somos en realidad, ¿no es así? Vas a obligarla a pasar el tiempo entre monjas antes de introducirla en el mundo real. Me imagino que ya te ha sorprendido mientras te entregabas a tu hábito favorito. Lo sé por las miradas compasivas que te dedica.

– Ella no es como las chicas de Shanghái, ella es…

No pude oír el resto de la frase de Serguéi, porque el sonido se ahogó por el repiqueteo de los zuecos de Mei Lin subiendo las escaleras con una pila de sábanas limpias entre sus brazos. Me puse el dedo en los labios y le chisté: «¡Shhhh!». Su cara de pajarillo me miró por encima de las sábanas. Cuando se dio cuenta de que estaba escuchando a hurtadillas, repitió el mismo gesto con su propio dedo y le entró la risa tonta. Serguéi se levantó y cerró la puerta principal, así que nunca llegué a escuchar el resto de la conversación de aquella mañana.

Más tarde, Serguéi vino a verme a mi cuarto.

– La próxima vez, le diré a Luba que te lleve de compras -me reconfortó, besándome la coronilla-. No te desilusiones, Anya. Ya habrá tiempo suficiente para que seas la reina del baile.

Mi primer mes en Shanghái transcurrió despacio y sin noticias de mi madre. Escribí dos cartas a los Pomerantsev, describiéndoles Shanghái y a mi guardián favorablemente, para que no se preocuparan. Firmaba como Anya Kirilova, por si los comunistas leían las cartas.

Serguéi me envió a la Escuela de Santa Sofía para niñas en la Concesión Francesa. La escuela estaba dirigida por una congregación de monjas irlandesas, y las estudiantes eran una mezcla de católicas, rusas ortodoxas y algunas niñas chinas e indias de familias acaudaladas. Las monjas eran mujeres bondadosas que sonreían mucho y se enfadaban poco. Creían fervientemente en la educación física y jugaban al béisbol con las niñas mayores todos los viernes por la tarde, mientras las niñas más pequeñas observaban. La primera vez que vi a la profesora de geografía, la hermana Mary, haciendo una carrera entre bases con el hábito arremangado hasta las rodillas, mientras la perseguía la profesora de historia, la hermana Catherine, tuve que contenerme con todas mis fuerzas para no reírme. Aquellas mujeres eran como grullas gigantes tratando de alzar el vuelo. Pero no me reí. De hecho, nadie lo hizo. Porque, si bien las hermanas solían ser amables, también podían ser duras imponiendo castigos. Cuando Luba me llevó a matricularme a la escuela, observamos a la madre superiora paseándose frente a filas de niñas puestas de cara a la pared. Les estaba olfateando el cuello y el cabello. Después de cada inhalación, movía con nerviosismo la nariz y elevaba los ojos al cielo, como si estuviera catando una muestra de buen vino. Más tarde, me enteré de que estaba inspeccionando a las niñas para ver si se habían puesto talco perfumado, tónicos aromáticos en el cabello u otros productos cosméticos para llamar la atención. La madre superiora consideraba que existía una conexión directa entre la vanidad y la corrupción moral. La única culpable a la que había sorprendido aquella mañana había tenido que fregar los baños durante una semana entera.

La hermana Bernardette enseñaba matemáticas. Era una mujer regordeta cuya barbilla formaba una línea recta con su cuello. Su acento del norte era espeso como la mantequilla, y tardé dos días en entender que cierta palabra que repetía todo el tiempo no era otra cosa que «paréntesis».

– ¿Por qué frunce usted el ceño, señorita Anya? -me preguntó-. ¿Hay algún problema con los parrénteciz?

Negué con la cabeza y me percaté de dos niñas que me estaban sonriendo desde el otro lado del pasillo. Después de la clase, se acercaron a mi sitio y se presentaron como Kira y Regina. Regina era una niña muy bajita de cabello oscuro y ojos violáceos. Kira era rubia como el sol.

– Eres de Harbin, ¿verdad? -preguntó Kira.

– Sí.

– Ya lo sabíamos. Nosotras también somos de Harbin, pero vinimos con nuestras familias a Shanghái después de la guerra.

– ¿Por qué sabíais que yo también soy de Harbin? -inquirí.

Se rieron. Kira me guiñó un ojo y me susurró al oído:

– Porque no necesitas clases de escritura cirílica.

El padre de Kira era médico, y el de Regina, cirujano. Descubrimos que habíamos elegido prácticamente las mismas asignaturas durante aquel trimestre: francés, gramática inglesa, historia, matemáticas y geografía. Sin embargo, para las actividades extraescolares, yo me dirigía al gimnasio para la clase de arte, mientras ellas corrían a sus casas en el extremo lujoso de la avenida Joffre para recibir clases particulares de piano y violín.

Aunque nos sentábamos juntas en casi todas las clases, noté sin necesidad de preguntarlo que los padres de Regina y de Kira no aprobarían que sus hijas vinieran a visitarme a casa de Serguéi, ni tampoco se sentirían cómodos con mi presencia en sus propios hogares. Por eso, nunca invité a las chicas, y ellas nunca me invitaron a mí. De algún modo, me sentía aliviada, porque íntimamente temía que, si las invitaba a venir a casa, Amelia podría tener otro de sus arrebatos alcoholizados, y yo me avergonzaría de que unas niñas tan bien educadas pudieran presenciar su comportamiento. Así que, aunque echaba de menos su compañía, Regina, Kira y yo teníamos que conformarnos con mantener una amistad que comenzaba con las oraciones por la mañana y terminaba cuando sonaba el timbre de la escuela por la tarde.

Cuando no estaba en la escuela, entraba de puntillas en la biblioteca de Serguéi y me deslizaba sigilosamente al jardín con montañas de libros y mi cuaderno de dibujo. Dos días después de mi llegada, descubrí un árbol de gardenias en una zona cubierta del jardín. Se convirtió en mi santuario, y pasaba casi todas las tardes allí, buceando en las obras de Proust y Gorky o dibujando las flores y plantas que me rodeaban. Hacía cualquier cosa con tal de no cruzarme en el camino de Amelia.

A veces, cuando Serguéi volvía pronto a casa por las tardes, se unía a mí en el jardín y charlábamos durante un rato. Pronto descubrí que era más culto de lo que yo había supuesto en un principio, y una vez me trajo las obras de un poeta ruso, Nikolái Gumilev. Me leyó un poema sobre una jirafa en África que el poeta había escrito para animar a su esposa cuando estaba deprimida. La resonante voz de Serguéi hacía que las palabras fluyeran de un modo tan elocuente que podía imaginar al orgulloso animal recorriendo la planicie africana. Aquella imagen me transportó tan lejos de mi tristeza que deseé que el poema no terminara nunca. Pero siempre, después de alrededor de una hora de charla, los dedos de Serguéi comenzaban a temblar y su cuerpo se agitaba compulsivamente, y yo sabía que perdería su agradable compañía a causa de su hábito. Entonces, podía ver cuánto desánimo albergaban sus ojos, y comprendía que, a su manera, él también evitaba a Amelia.

Una tarde, cuando volvía a casa de la escuela, me sorprendí al escuchar voces en el jardín. Eché un vistazo a través de los árboles y divisé a Dimitri y a Amelia sentados en sendas sillas de mimbre junto a la fuente con cabeza de león. Dos mujeres les acompañaban. Vislumbré sus brillantes vestidos y sombreros a través de los helechos. El tintineo de las tazas de té y el sonido de las risas femeninas resonaban por el jardín como un murmullo de fantasmas. Y, por alguna razón, la voz de Dimitri, más alta y profunda que las otras, hizo que el corazón me latiera con fuerza dentro del pecho. Se había ofrecido a llevarme al jardín de Yuyuan y estaba tan aburrida y tan sola que pensé que si me veía, quizás recordaría su promesa.

– ¡Hola! -saludé, irrumpiendo en la pequeña reunión.

Amelia arqueó las cejas y me contempló con desprecio. Pero deseaba tanto ver a Dimitri que no me importaba si ella me regañaba por entrometerme.

– ¡Hola! ¿Cómo estás? -contestó Dimitri, levantándose para traer otra silla para mí.