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Me cayó una gota de agua en la nariz. Abrí los ojos y comprobé que el cielo se había puesto negro y que estaba cayendo una lluvia tardía. Los bailarines reunieron rápidamente sus cosas y se apresuraron a entrar en la casa. Yo cerré la ventana y mientras lo hacía, me vi reflejada en el espejo del tocador.

«No es joven, sencillamente, está poco desarrollada», había dicho Amelia.

Contemplé mi reflejo con aversión. Era demasiado menuda para mi edad, pues sólo había crecido unos centímetros desde que cumplí once años. Unos meses antes de venir a Shanghái, había observado los primeros brotes de vello de color miel entre las piernas y en las axilas. Pero seguía estando dolorosamente flaca, con el pecho y las nalgas totalmente planos. Nunca me había importado hasta aquella tarde, siempre había sentido indiferencia por mi crecimiento físico. Pero me había quedado impresionada: me había dado cuenta de que Dimitri era un hombre y yo quería ser una mujer.

Hacia el final del verano, la ligera tregua entre el ejército nacionalista y el ejército comunista desembocó en una guerra civil. El correo no salía ni entraba en Manchuria, por lo que no recibí respuesta a las cartas que les había escrito a los Pomerantsev. Me poseyó una necesidad desesperada de mantener algún tipo de conexión con mi madre, y comencé a devorar cualquier detalle sobre Rusia que pudiera encontrar. Estudiaba detenidamente los libros de la biblioteca de Serguéi, buscando cuentos sobre barcos de vapor que zarparan desde Astracán, historias sobre la tundra y la taiga, los montes Urales o las montañas del Cáucaso, el Ártico o el mar Negro. Molestaba a los amigos de Serguéi para que me contaran sus recuerdos sobre dachas estivales, grandes ciudades doradas, estatuas magnificentes que se erguían hacia el cielo azul y desfiles militares. Trataba de componer una imagen de Rusia tal y como mi madre la estaría viendo, pero en su lugar, me perdí en una extensión de terreno demasiado grande de imaginar.

Un día, Amelia me envió a que recogiera las servilletas con el monograma del club. Aunque yo misma las había llevado a la sastrería para que las bordaran apenas una semana antes, mi mente estaba tan ocupada con las noticias de que los soviéticos habían tomado Berlín que caminé distraída por las avenidas de la Concesión sin prestar atención a dónde me dirigía. El grito de un hombre me sacó bruscamente de mis pensamientos. Dos personas discutían delante de una valla. Hablaban chino tan rápido que me era imposible entenderles, pero cuando observé a mi alrededor, me di cuenta de que me había perdido. Estaba en una calle que daba a la parte trasera de una fila de casas abandonadas al estilo europeo. Las contraventanas apenas se sujetaban de sus bisagras y las desconchadas paredes de estuco estaban teñidas por oxidadas manchas de humedad. Un alambre de púas se extendía sobre las vallas y los alféizares de las ventanas como si fuera hiedra, y en los patios abundaban los charcos estancados, aunque no había llovido desde hacía semanas. Traté de volver sobre mis pasos, pero lo único que conseguí fue adentrarme aún más en el laberinto de callejuelas que giraban a la derecha y a la izquierda sin seguir ningún tipo de lógica. El hedor a orina era espeso en el aire ardiente, y mi camino se vio interrumpido por pollos y ocas esqueléticos. Apreté los puños por el pánico.

Doblé una esquina en la que había una pila de armazones de cama oxidados y un frigorífico viejo, y tropecé frente a un café ruso. Las sucias ventanas estaban cubiertas de cortinas de encaje blanco. El Café Moskva estaba embutido entre una verdulería, cuyas zanahorias y hojas de espinacas se marchitaban lentamente en sus cubos, y una pastelería donde las porciones de té helado estaban cubiertas por una capa de polvo. Me alivió encontrar algo ruso y entré en el café con la intención de preguntar cómo volver a casa. Cuando empujé la puerta abatible, sonó una campanilla. Percibí el olor a salchichas especiadas y a vodka tan pronto como accedí al lóbrego interior. Atronaba una música china proveniente de una radio, que se mantenía en equilibrio precario sobre la barra, pero no lograba ahogar el sonido de las moscas revoloteando en el techo metálico. Una anciana, tan arrugada que parecía a punto de descomponerse, me observó con ojos entornados por encima de su mugriento menú. Llevaba un arrugado vestido de terciopelo con encaje alrededor del cuello y las muñecas, su pelo era grisáceo y lucía una tiara a la que le faltaban varias cuentas. Movía los labios, y la expresión de sus ojos era sombría y preocupada.

– Dusha-dushi. Dusha-dushi (Sincérate desde el alma. Sincérate desde el alma) -me susurró.

En la mesa contigua, un anciano con una boina estudiaba el menú, pasando frenéticamente las amarillentas páginas como si estuviera leyendo una novela de detectives. Su acompañante lucía unos orgullosos ojos azules y el cabello negro peinado en un apretado moño. Se mordía las uñas mientras garabateaba unas palabras en una servilleta de papel. El propietario se acercó a mí con el menú, con mejillas sonrosadas como la remolacha del borscht y una peluda panza asomándose entre los botones de la camisa. Dos mujeres vestidas de negro y ataviadas con chales del mismo color miraron fijamente mis caros zapatos cuando me senté.

– ¿Qué desea? -me preguntó el propietario.

– Quiero que me hable sobre Rusia -le contesté impulsivamente.

Él se restregó su pecosa mano contra las mejillas y la frente y se dejó caer en la silla frente a mí como un condenado a muerte. Fue como si hubiera estado esperando aquel encuentro, aquel día, aquel momento. Tardó un instante en reunir fuerzas antes de describirme los campos en verano rebosantes de botones de oro, abedules, bosques embriagados por la fragancia de las agujas de pino y el musgo aplastado por las pisadas. Le brillaron los ojos cuando se acordó de cómo, de niño, perseguía a las ardillas, a los zorros y a las comadrejas, y del sabor de las albóndigas recién hechas de su madre, servidas en las glaciales noches de invierno.

Toda la estancia guardó silencio para prestar atención a sus palabras, y cuando el propietario se cansó, los otros se sumaron para rellenar los huecos de su historia. La anciana aulló como el lobo solitario en el bosque; el hombre de la boina cantó las melodías que las enormes campanas de iglesia entonaban en los días festivos; y el poeta describió a los campesinos y campesinas cosechando los campos llenos a reventar de trigo y cebada. Durante ese tiempo, las mujeres enlutadas seguían plañendo, e interrumpían cada anécdota con la letanía: «Sólo después de muertas volveremos a nuestro hogar».

Las horas volaron como si fueran minutos, y no me di cuenta de que había pasado toda la tarde en el café hasta que el sol se puso, y la luz a través de las cortinas se transformó de amarilla en grisácea. Seguramente, Serguéi estaría preocupado por mi paradero, y Amelia se enojaría cuando le dijera que no había recogido las servilletas. Y aun así, no podía marcharme o interrumpir a aquella peculiar gente. Me quede allí sentada, escuchando hasta que las piernas y la espalda me dolieron por la inmovilidad prolongada, asimilando cualquier risotada alegre o cualquier triste mirada. Me fascinaban las historias de un lugar que se estaba desarrollando ante mí como el relato de un viajero.

A la semana siguiente, tal y como el propietario del café había prometido, me esperaba allí un soldado soviético. El rostro de aquel hombre se había deformado como un jarrón de cerámica en el interior del horno. La nariz y las orejas se le habían descompuesto por efecto de la congelación, y había envuelto los orificios en gasa para evitar el contacto con el polvo. El aire le vibraba en la garganta, y encogí los dedos de los pies para evitar estremecerme por el efluvio a bilis que llegaba a mi nariz cada vez que hablaba.

– No te asustes por mi aspecto -me dijo-. Mi destino ha sido afortunado en comparación con el de los otros. Yo he logrado llegar a China.