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El soldado me contó que los alemanes le habían hecho prisionero. Tras la guerra, en lugar de acogerles de vuelta a casa, Stalin ordenó que todos los antiguos prisioneros de guerra fueran trasladados a campos de trabajo. Los hombres fueron amontonados en trenes y barcos plagados de ratas y piojos que partieron hacia Siberia. Aquélla era su condena porque a Stalin le aterrorizaba que les contasen a los otros lo que habían visto: que incluso cuando Alemania estaba totalmente devastada por la guerra, sus gentes vivían mejor que los rusos. El soldado escapó cuando el barco en el que estaba prisionero había encallado en el hielo.

– Cuando aquello ocurrió -relató-, sentí como el mundo se abría ante mí y huí por el hielo. Podía oler el fuego y escuchar gritos a mis espaldas. Los guardianes comenzaron a disparar. Varios hombres cayeron abatidos a mi alrededor, boqueando y abriendo los ojos de par en par. Esperaba sentir en cualquier momento como una ardiente bala de metal me desgarraba la piel de la espalda a mí también. Pero seguí corriendo hacia aquella blanca extensión de nada. Poco tiempo después, lo único que podía oír era el aullido del viento, y entonces comprendí que mi destino era sobrevivir.

No desprecié al soldado ni interrumpí su relato, cuando, por el precio de un té caliente y de un poco de pan de centeno, me describió las aldeas calcinadas, las hambrunas y los asesinatos, los juicios manipulados y las deportaciones en masa a Siberia, donde la gente fallecía por las rígidas temperaturas. Sus historias me aterrorizaron tanto que me empezó a palpitar el corazón y rompí a sudar. Pero continué escuchando, porque sabía que él venía de una Rusia reciente. La Rusia de mi madre.

– Hay dos posibilidades -me dijo, mientras ablandaba el pan mojándolo en el té y agarraba el borde de la mesa con fuerza por el dolor que le causaba al tragar-. En la época en la que tu madre llegó a Rusia, puede que no prestaran atención a que era la viuda de un coronel del Ejército Blanco y, simplemente, la metieran en una fábrica como mano de obra barata, poniéndola como ejemplo de mente reformada. O puede que la enviaran a un gulag, en cuyo caso, a menos que tu madre sea una mujer muy fuerte, ya estará muerta.

Una vez que el soldado hubo comido, se le empezaron a cerrar los ojos y se quedó dormido, acurrucando su magullada cabeza entre los brazos, como un pajarillo muerto. Salí a la luz del mediodía. Aunque todavía era verano, se había levantado un viento penetrante que me rozó la cara y las piernas, y me hizo tiritar. Corrí por las calles, con picor en los ojos y los dientes castañeteándome. Las palabras del soldado me pesaban como cadenas.

Me imaginé a mi madre, demacrada y hambrienta, encarcelada en una celda, o tendida sobre la nieve. Recordé el chirrido de las ruedas del tren y su afligido rostro mientras la alejaban de mí. No alcanzaba a comprender un destino tan espantoso para la mujer que era parte de mí y, sin embargo, no tenía ningún indicio, ni la menor idea de lo que le había ocurrido. Por lo menos, pude besar las frías mejillas de mi padre y pude despedirme de él. Pero con mi madre no hubo una despedida final, no hubo ninguna conclusión. Sólo me quedaba una nostalgia solitaria para la que no existía ni el más mínimo consuelo.

Deseaba que todo acabara, que los temores que me atenazaban llegaran a su fin, deseaba poder encontrar un poco de descanso. Traté de evocar algún pensamiento positivo, pero sólo podía escuchar las palabras del soldado y ver su rostro embrutecido: «A menos que tu madre sea una mujer muy fuerte, ya estará muerta».

– ¡Mamá! -grité en alto, cubriéndome la cara con las manos.

Repentinamente, una anciana que llevaba un pañuelo adornado con abalorios apareció junto a mí. Di un traspiés hacia atrás, sobresaltada.

– ¿A quién estás buscando? -me preguntó, agarrándome la manga con sus uñas descascarilladas.

Me alejé lentamente de ella, pero la mujer me siguió, arrastrando los pies y clavándome su oscura mirada. El trazo de lápiz de labios rojo era como una cuchillada chillona sobre su fina boca, y las arrugas de su frente estaban rellenas de maquillaje endurecido.

– Estás buscando a alguien, ¿verdad? -me preguntó, con una voz que me pareció rusa, aunque no podía decirlo con seguridad-. Tráeme algo de ella y te revelaré su paradero.

Me separé de la mujer de un tirón y eché a correr calle abajo. Shanghái estaba plagada de tramposos y estafadores a la caza de la desesperación de los demás. Y, sin embargo, las palabras que gritó a mis espaldas me helaron la respiración:

– ¡Si ella ha dejado algo atrás, volverá a buscarte!

Para cuando llegué a casa, me dolían el cuello y los brazos y se me había instalado en los huesos un escalofrío glacial. Zhung-ying, a quien todo el mundo llamaba la anciana doncella, y Mei Lin estaban en la lavandería cerca del alojamiento de los sirvientes. La lavandería era una plataforma elevada de piedra, con un tejado y unas paredes temporales que se retiraban en verano. La anciana doncella escurría unas toallas y Mei-Lin la ayudaba, el agua salpicaba el suelo formando charcos a sus pies, para después resbalar por el único escalón de la plataforma hasta el césped. Mei Lin estaba cantando algo y la anciana doncella, normalmente tan gruñona, se estaba riendo. La amplia sonrisa de la niña se transformó en un gesto de preocupación cuando me acerqué a ella dando traspiés, y me así al tirador de la caldera en busca de apoyo.

– Por favor, dile a Serguéi que no bajaré a cenar esta noche -le pedí-. He cogido un resfriado y me voy a la cama.

Mei Lin asintió, pero la anciana doncella me dirigió una mirada escrutadora.

Me derrumbé en la cama y las paredes doradas del dormitorio me envolvieron como un escudo. En el exterior, la risa de Mei Lin flotaba a través de la ventana en el aire veraniego. Más allá, en la distancia, podía oír el murmullo del tráfico en la carretera principal. Me cubrí los ojos con el antebrazo, atormentada por la soledad que sentía. No podía hablarle a Serguéi de mi madre. Evitaba el tema, cortaba las conversaciones en seco, acordándose repentinamente de alguna tarea urgente o prestando atención a distracciones que normalmente habría ignorado. El modo en que apartaba la mirada y me daba ligeramente la espalda siempre me desalentaba a hablarle sobre ella. Sabía que era por el dolor que le había provocado la muerte de su primera esposa. Una vez me había llegado a decir que quizás mi añoranza por mi madre pudiera mantenerla viva en mi imaginación, pero que finalmente acabaría volviéndome loca.

Observé las muñecas matrioskas sobre el tocador y pensé en lo que me había dicho la adivina. «Si ella se ha dejado algo atrás, volverá a buscarte.» Me bajé de la cama y abrí el cajón del tocador, levantando el estuche de terciopelo que Serguéi me había dado para el collar de jade. No me lo había puesto desde mi decimotercer cumpleaños. Era un objeto sagrado: siempre que me sentía sola, lo ponía en la cama y lloraba sobre él. Las piedras verdes me recordaban cuánto había significado para mi madre el dármelo a mí. Cerraba los ojos y trataba de visualizar a mi padre de joven. Me imaginaba lo rápido que le debía de latir el corazón el día que caminaba con el collar escondido en el bolsillo de su chaqueta con la intención de regalárselo a mi madre. Abrí el estuche y cogí el collar. Pareció como si las piedras vibraran, rebosantes de amor. Las muñecas matrioskas eran mías, pero de algún modo, el collar seguía siendo de mi madre, aunque me lo hubiera dado a mí.

Ya había descartado a la adivina por farsante, una charlatana a la que daría una moneda para que pudiera contarme lo que yo quería escuchar. «El régimen ruso terminará, y tu madre volverá a Shanghái a buscarte.» O quizás, si era una farsante con imaginación, se inventaría una historia ficticia para consolarme. «Tu madre se casará con un amable cazador, y vivirán felices y comerán perdices en una casa junto a un lago cristalino. Siempre pensará en ti con cariño. Y tú te casarás con un hombre rico y guapo y tendrás muchos hijos.»