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– ¡Lina! ¡No! -exclamó Olga-. ¡Precisamente esa gente!

El rostro de mi madre palideció.

– ¿Cómo puedo rechazarle? Si lo hago, perderé la casa. Lo perderé todo. Tengo que pensar en Anya.

– Mejor no tener casa a vivir con esos monstruos -replicó Olga-. Anya y tú podéis venir a vivir aquí.

Boris apretó el hombro de mi madre con su mano de labrador, rosácea y callosa:

– Olga, Lina perderá mucho más que la casa si se niega.

Mi madre levantó la cabeza hacia los Liu, disculpándose con la mirada, y dijo:

– Mis amigos chinos no lo verán con buenos ojos.

La señora Liu bajó la vista, pero su marido dirigió la atención hacia su hermana, que se removía y farfullaba una serie de nombres mientras dormitaba. Eran siempre los mismos nombres, independientemente de que Ying-ying los gritara mientras la señora Liu y sus hijas la sujetaban en la consulta del médico, o los exclamara entre sollozos antes de caer en uno de sus trances comatosos. Había llegado de Nanking con el resto de los refugiados heridos y arruinados que habían huido de la ciudad tras la invasión japonesa. Los nombres que pronunciaba eran los de sus tres niñas, a las que los soldados japoneses habían abierto en canal con sus espadas. Cuando los soldados amontonaron los cuerpos de las niñas junto con los cadáveres de los otros pequeños del mismo edificio, uno de esos hombres sujetó firmemente la cabeza de Ying-ying entre sus manos forzándola a mirar cómo los minúsculos intestinos de sus hijas se derramaban por el suelo y los perros de los guardias acababan peleándose por ellos. Arrastraron a su marido y al resto de los hombres a la calle, los marcaron y los ataron a unos postes; entonces, los generales japoneses ordenaron a los soldados que se entrenaran traspasándoles con sus bayonetas.

Me levanté de la mesa sin que se dieran cuenta y corrí afuera para jugar con el gato que vivía en el jardín de los Pomerantsev. Era un gato callejero con las orejas desgarradas y un ojo ciego, pero estaba poniéndose gordo y satisfecho gracias a las atenciones de Olga. Presioné mi rostro contra su pelaje almizcle y lloré. Historias como la de Ying-ying se rumoreaban por todo Harbin, e incluso yo misma había sido testigo de suficientes muestras de crueldad por parte de los japoneses como para odiarlos.

Los japoneses se anexionaron Manchuria en 1937, aunque, en realidad, la habían invadido seis años antes. A medida que la guerra se fue recrudeciendo, los japoneses publicaron un edicto para que todo el arroz se destinara a su ejército. Los chinos se vieron forzados a alimentarse básicamente de bellotas, que los más jóvenes y los enfermos no podían digerir. Un día, volvía corriendo de la escuela por el serpenteante y frondoso sendero que flanqueaba el río al lado de nuestra casa. El nuevo director japonés nos había dejado salir temprano, y nos había ordenado que volviéramos a casa y les contáramos a nuestros padres las últimas victorias japonesas en Mancharía. Llevaba puesto mi nuevo uniforme blanco, y me entretenía observando los motivos que la luz del sol dibujaba sobre mí al filtrarse entre los árboles bajo los que correteaba. Me crucé con el doctor Chou, el médico del pueblo. El doctor Chou conocía tanto la medicina occidental como la tradicional, y en ese momento llevaba una caja de frascos bajo el brazo. Era conocido por su elegancia en el vestir, y aquel día iba engalanado con un traje entallado y una gabardina al estilo occidental, y con un sombrero panamá. El tiempo suave parecía complacerle a él también, y nos sonreímos mutuamente.

Después de cruzarme con el médico, llegué al recodo del río. Allí el bosque era más oscuro y las plantas trepadoras envolvían los árboles. Me sorprendí al oír un chillido penetrante, y me paré en seco cuando un agricultor chino con el rostro magullado y herido pasó tambaleándose junto a mí. Un grupo de soldados japoneses saltó de entre la vegetación tras él y nos rodeó a ambos, agitando las bayonetas. El jefe sacó su espada y la presionó bajo la barbilla del hombre, dejando una marca en la piel de su cuello. Le obligó a que le mirara directamente a los ojos, pero yo pude percibir en la turbiedad de aquellos ojos y en la flacidez de su boca que la luz se había extinguido en su ser. La chaqueta del agricultor estaba chorreando, y uno de los soldados sacó un cuchillo y rasgó la parte izquierda. Montones de arroz húmedo cayeron al suelo.

Los soldados obligaron al hombre a arrodillarse, riéndose de él y aullando como lobos. El jefe de la cuadrilla hundió la espada en la otra parte de la chaqueta del hombre y el arroz brotó mezclado con sangre. Un hilo de vómito surgió de los labios del hombre. Escuché un ruido de cristales rotos y me volví para ver de dónde procedía. El doctor Chou estaba detrás de mí, con sus frascos rotos cuyo contenido se derramaba por el sendero pedregoso. El horror quedó grabado en los surcos de su rostro. Di un paso atrás, sin que los soldados se dieran cuenta, hacia sus brazos extendidos.

Los soldados gruñían, excitados por el olor a sangre y miedo. El jefe tiró de la camisa del prisionero, dejando al descubierto su cuello. De un solo mandoble, cortó la cabeza del hombre a la altura de los hombros. La masa de carne sanguinolenta rodó hacia el río, coloreando sus aguas como el vino de sorghum. El cadáver se mantenía erguido, como si estuviera rezando, y de él manaba la sangre a borbotones. Los soldados seguían observándolo tranquilamente, sin un ápice de culpabilidad o de repugnancia. Los charcos de sangre y fluidos se mezclaban a nuestros pies, tiñéndonos los zapatos, y los soldados se echaron a reír. El asesino levantó la espada para observarla a contraluz, y frunció el ceño al ver la sangre mugrienta goteando. Miró a su alrededor buscando algo con lo que limpiarla hasta que posó la mirada en mi vestido. Me agarró, pero el doctor, enfurecido, me empujó bajo su abrigo mientras murmuraba maldiciones contra los soldados. El jefe sonrió, confundiendo las maldiciones del doctor por protestas, y limpió la espada reluciente en el hombro del médico. Esto debió de repugnar al doctor Chou, que acababa de presenciar el asesinato de un compatriota chino, pero él permaneció en silencio para protegerme.

En aquel entonces, mi padre todavía estaba vivo y, esa misma noche, después de acostarme y escuchar mi historia conteniendo la rabia, oí como le decía a mi madre en el rellano:

– Sus propios líderes les tratan de un modo tan cruel que han perdido cualquier parecido con los seres humanos. La culpa es de sus generales.

Al principio, el general no significó un cambio esencial para nuestras vidas y se mantuvo apartado de nosotras. Apareció con un futón, un hornillo de gas y un gran baúl. Sólo nos percatábamos de su existencia cada mañana, justo después del amanecer, cuando el coche negro se acercaba a la verja y las gallinas del patio revoloteaban al pasar el general entre ellas. Y después, por las noches, cuando volvía tarde con el cansancio en los ojos, y dirigía un saludo con la cabeza a mi madre y a mí me sonreía antes de retirarse a su habitación.

El general demostraba unos modales sorprendentemente buenos para ser un miembro del ejército de ocupación. Pagaba el alquiler y todo lo que utilizaba y, al poco tiempo, comenzó a traer a casa objetos que estaban racionados o prohibidos, como por ejemplo, arroz y pastelillos de soja. Colocaba estos manjares envueltos en un paño sobre la mesa del comedor o la encimera de la cocina antes de irse a su cuarto. Mi madre observaba estos paquetes con recelo y nunca los tocaba, pero no impedía que yo aceptara los regalos. El general acabó por entender que la buena voluntad de mi madre no podía comprarse con objetos que se les habían confiscado a los chinos, por lo que pronto comenzó a complementar los regalos con pequeñas reparaciones anónimas. Un buen día, nos encontrábamos con que una ventana que antes estaba atascada había sido reparada; otro día, una puerta que chirriaba había sido engrasada, o una esquina por la que entraba el aire había sido sellada.