Sin embargo, la presencia del general no tardó en hacerse más invasiva, como la de una planta enredadera que se abre camino para acabar conquistando todo el jardín.
El decimocuarto día tras la muerte de mi padre, hicimos una visita a los Pomerantsev. La comida resultó más alegre de lo habitual, aunque sólo estuviéramos los cuatro, ya que los Liu ya no aparecían cuando se les invitaba.
Boris logró comprar vodka, e incluso me dejaron beber un poco para «calentarme». Boris nos entretenía quitándose repentinamente el sombrero y mostrándonos su cortísimo pelo. Mi madre le dio unas afectuosas palmaditas en la cabeza y bromeó:
– Boris, ¿quién te ha podido hacer algo tan cruel? Pareces un gato siamés.
Olga, que nos estaba sirviendo un poco más de vodka mientras se mofaba de mí, disimulando olvidarse de mi vaso varias veces, frunció el ceño y replicó:
– ¡Le pagó a alguien para que le hicieran eso! Un extravagante barbero chino del casco antiguo.
Su marido sonrió mostrando una dentadura amarilla y feliz, y explicó alegremente:
– Está disgustada porque estoy mejor que cuando me lo corta ella.
– Cuando te vi con esa pinta de idiota, por poco le dio algo a mi viejo y débil corazón -replicó su mujer.
Boris cogió la botella de vodka y sirvió otra ronda a todo el mundo menos a su mujer. Cuando ella le miró contrariada, él arqueó las cejas y dijo:
– Cuida ahora un poco de tu viejo y débil corazón, Olga.
Mi madre y yo volvimos a casa a pie, cogidas de la mano y dándoles patadas a los cúmulos de nieve recién caída. Ella me cantó una canción sobre la recogida de champiñones. Siempre que se reía, de la boca le salían flotando pequeñas bocanadas de vapor. Estaba preciosa, a pesar de la pena que se reflejaba en su mirada. Me hubiera gustado parecerme a ella, pero yo había heredado el pelo rubio rojizo, los ojos azules y las pecas de mi padre.
Cuando llegamos a nuestra casa, la mirada de mi madre se endureció al ver un farolillo japonés colgado en la verja. Me introdujo en casa apresuradamente, despojándose de su propio abrigo y botas antes de ayudarme con los míos. Saltó hasta alcanzar la puerta del salón, apremiándome para que me diera prisa y no cogiera un resfriado por pisar descalza las baldosas del suelo de la entrada. Cuando se volvió hacia la habitación, se erizó como un gato aterrorizado. Entré detrás de ella. Amontonados en una esquina estaban nuestros muebles bajo un paño rojo. Junto a ellos, la ventana de la habitación se había convertido en un santuario completo con un pergamino japonés y un arreglo floral de ikebana. Las alfombras habían desaparecido y habían sido sustituidas por alfombrillas de tatami.
Mi madre recorrió furiosa la casa en busca del general, pero no estaba en su habitación ni en el patio. Esperamos hasta el anochecer junto a la estufa de carbón, mientras mi madre ensayaba airadas palabras para dedicárselas al general. Sin embargo, aquella noche, no volvió a casa y mi madre fue cayendo en un estado de silencioso abatimiento. Nos quedamos dormidas, acurrucadas las dos junto a los rescoldos del fuego.
El general no volvió a casa hasta dos días después y, para entonces, el agotamiento prolongado había extenuado la belicosidad de mi madre. Cuando apareció por la puerta, cargado con puñados de té, tela para vestidos e hilo, parecía esperar que nos mostráramos agradecidas. Fue como si en sus ojos satisfechos y traviesos estuviera viendo a mi padre, cuando se deleitaba en ofrecerles tesoros a sus seres queridos.
El general se cambió, se puso un kimono de seda gris y comenzó a cocinar verduras y tofu para todos. Las elegantes sillas antiguas de mi madre estaban guardadas, así que no tuvo más remedio que sentarse con las piernas cruzadas sobre un cojín con la mirada fija en el infinito, los labios fruncidos e indignada, mientras la casa absorbía el aroma del aceite de sésamo y de la salsa de soja. Yo miraba boquiabierta los platos lacados que el general había dispuesto sobre la mesa baja y no podía hablar, pero me sentía agradecida por la pequeña amabilidad que demostraba cocinando para nosotras. Hubiera detestado presenciar la escena si, en su lugar, le hubiera ordenado a mi madre que cocinara para él. Obviamente, no era como los hombres japoneses que había visto en nuestro pueblo, cuyas mujeres tenían que servirles en cuerpo y alma, caminar varios pasos por detrás de ellos y cargar con el peso de cualquier objeto adquirido en el mercado. Mientras, los hombres se pavoneaban más adelante, con las manos vacías y las cabezas bien altas. Una vez, Olga comentó que los japoneses no tenían mujeres, sino burros de carga.
El general colocó los fideos frente a nosotras y, con nada más que un gruñido de Itadakimasu, empezó a comer. Aparentemente, no notó que mi madre no tocaba el plato o que yo estaba allí sentada, mirando fijamente los jugosos fideos, que me hacían la boca agua. Me sentía dividida entre las punzadas de hambre y la lealtad para con mi madre. Tan pronto como el general acabó de comer, me apresuré a lavar los platos para que no notara que no nos habíamos comido sus viandas. Era lo mejor que podía hacer, porque no quería que el enojo de mi madre pudiera afectarla o causarle ningún daño.
Cuando volví de la cocina, el general estaba alisando un rollo de pergamino japonés. No era blanco y brillante como el papel occidental, ni tampoco era del todo mate. Era luminoso. El general estaba a cuatro patas, mientras mi madre lo observaba con una expresión exasperada en el rostro. La escena me recordó a una fábula que me había leído mi padre sobre la primera recepción de Marco Polo ante Kublai Khan, el soberano de China. Con la intención de demostrar la superioridad europea, los ayudantes de Marco Polo desenrollaron un rollo de seda frente al emperador y a sus cortesanos. El tejido se desplegó en una cascada brillante, que comenzaba desde el punto en que se encontraba Marco Polo y terminaba a los pies del soberano. Después de un breve silencio, él y su corte estallaron en una carcajada. Marco Polo pronto descubrió que era difícil impresionar a quienes habían estado produciendo fina seda durante siglos, incluso antes de que los europeos dejaran de vestirse con pieles de animales.
El general me indicó por señas que me sentara junto a él y sacó un bote de tinta y un pincel de caligrafía. Mojó el pincel y lo aplicó al papel, produciendo femeninas espirales de hiragana japonés. Reconocí las letras de las lecciones que habíamos recibido cuando los japoneses ocuparon la escuela en un primer momento, antes de que decidieran que era mejor no educarnos en absoluto y la cerraron.
– Anya-chan -dijo el general en su torpe ruso-, te enseño símbolos japoneses. Importante que tú aprendas.
Le observé mientras daba hábilmente forma a las sílabas. Ta, chi, tsu, te, to. Sus dedos se movían como si estuviera pintando en lugar de escribiendo, y sus manos me tenían hipnotizada. Su piel era suave y lampiña, y las uñas, tan limpias como pequeños guijarros blanquecinos.
– ¡Debería avergonzarse de usted y de su gente! -gritó mi madre, arrebatándole el papel al general.
Trató de rasgarlo, pero era resistente y flexible. Por eso, lo arrugó hasta hacerlo una bola y lo lanzó a la esquina opuesta de la habitación. El papel cayó al suelo en silencio.
Aguanté la respiración. Ella me miró y se contuvo de añadir nada más. Temblaba por la ira, pero también por el temor de lo que nos costaría aquel arrebato.
El general permanecía sentado con las manos en las rodillas, sin moverse ni lo más mínimo. La expresión de su rostro era neutra. Era imposible saber si estaba enfadado o, simplemente, pensativo. La punta del pincel goteaba tinta en la alfombrilla del tatami, donde se extendía formando una mancha oscura, como una herida. Después de un momento, el general rebuscó en la manga de su kimono, sacó una fotografía y me la dio. Era el retrato de una mujer con un kimono negro y una niña pequeña. La niña llevaba el pelo recogido en un moño alto, y sus ojos eran tan bonitos como los de un ciervo. Parecía tener aproximadamente la misma edad que yo. La mujer miraba ligeramente fuera del encuadre. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, para que no le cayera sobre el rostro. Tenía los labios empolvados de blanco y perfilados para formar un arco estrecho, que no podía ocultar el grosor de su boca. La expresión de su bello rostro era formal, pero algo en la ligera inclinación de su cabeza sugería que estaba sonriéndole a una persona que quedaba fuera del objetivo de la cámara.