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Más de una vez, mi padre había tratado de comprar un frasco del perfume para que mi madre y yo también pudiéramos revivir aquella remembranza; pero nadie en Harbin había oído hablar de aquella fascinante flor, y todos sus esfuerzos fueron siempre en vano.

– ¿Dónde la ha conseguido? -le preguntó mi madre al general, mientras rozaba con la punta de los dedos los pétalos cubiertos de rocío.

– De un chino llamado Huang -contestó-. Tiene un invernadero en las afueras de la ciudad.

Sin embargo, mi madre apenas escuchó la respuesta, porque su mente estaba a un millón de kilómetros en una noche de San Petersburgo. El general se dio media vuelta para marcharse. Le seguí hasta el pie de las escaleras.

– Perdone, señor -le susurré-. ¿Cómo lo sabía?

Arqueó las cejas y me miró fijamente. El cardenal de su mejilla había adquirido un tono de color ciruela.

– ¿Cómo sabía lo de la flor? -insistí.

Pero el general simplemente suspiró, me tocó el hombro y dijo:

– Buenas noches.

Para cuando empezó la primavera y la nieve comenzó a derretirse, abundaba el rumor por todas partes de que los japoneses iban a perder la guerra. Por la noche, podía oír los aviones y los tiroteos, que, según nos explicó Boris, pertenecían a los soviéticos en lucha contra los japoneses a lo largo de la frontera. «Que Dios nos ayude -decía- si los soviéticos llegan aquí antes que los estadounidenses.»

Decidí descubrir si era verdad que los japoneses estaban perdiendo la guerra, y tramé un plan para seguir a nuestro inquilino hasta su cuartel general. Mis dos primeros intentos de levantarme antes que él fueron infructuosos, porque me dormí incluso hasta más tarde de mi hora habitual de despertarme; pero el tercer día, amanecí soñando con mi padre. Estaba de pie ante mí, sonriendo, y me decía: «No te preocupes. Te dará la impresión de que estás sola, pero no será así. Enviaré a alguien». Su imagen se desvaneció, y yo parpadeé a causa de la luz del alba que se filtraba entre las cortinas. Salté de la cama y noté el aire frío, pero sólo tuve que ponerme el abrigo y el sombrero, ya que me había preparado bien y había dormido totalmente vestida, con las botas puestas. Me deslicé afuera por la puerta de la cocina y por el lateral del garaje, donde tenía escondida la bicicleta. Me puse en cuclillas sobre la nieve fangosa y esperé. Unos minutos más tarde, el coche negro se acercó a la verja. La puerta principal se abrió y salió el general. Cuando el coche se marchó, salté sobre la bicicleta y pedaleé furiosamente para lograr mantener una discreta distancia. El cielo estaba encapotado y el camino, oscuro y embarrado. Cuando llegó al cruce de caminos, el coche se paró, y yo me escondí detrás de un árbol. El conductor retrocedió unos metros y cambió de dirección, apartándose del camino que conducía al pueblo más cercano, donde el general nos había dicho que iba cada día, para tomar la carretera principal rumbo a la ciudad. Me monté en la bicicleta de nuevo, pero cuando llegué al cruce, tropecé contra una piedra y me caí, golpeándome el hombro contra el suelo. Me estremecí por el dolor, y miré hacia donde había caído la bicicleta. Mi bota había doblado los radios de la rueda delantera. Las lágrimas se me escaparon de los ojos mientras cojeaba colina arriba, llevando junto a mí la chirriante bicicleta.

Justo antes de llegar a casa, distinguí a un hombre chino asomándose furtivamente de entre la arboleda junto al camino. Parecía que me estaba esperando, así que crucé al otro lado y comencé a correr con mi desbaratada bicicleta. Pero pronto me alcanzó, saludándome en perfecto ruso. Había algo en sus ojos vidriosos que me daba miedo, y mi respuesta fue el silencio.

– ¿Por qué -preguntó, suspirando como si estuviera hablándole a una hermana traviesa- dejáis que los japoneses se queden con vosotros?

– Nosotras no pudimos hacer nada -le contesté, todavía sin mirarle-. Sencillamente, él vino y no pudimos negarnos.

El chino cogió el manillar de la bicicleta, aparentando que me ayudaba a empujarla, y fue entonces cuando advertí sus guantes. Eran abultados y, por la forma que tenían, parecían contener manzanas en lugar de manos.

– Los japoneses son muy malos -continuó-. Han hecho cosas terribles. El pueblo chino no olvidará quiénes le ayudaron y quiénes ayudaron a los japoneses.

Su tono era amable y amistoso, pero aquellas palabras me produjeron un escalofrío, y me olvidé del dolor en el hombro. El hombre dejó de empujar la bicicleta y la apartó a un lado. Yo quería correr, pero el miedo me paralizaba. Lenta y deliberadamente elevó un guante a la altura de mis ojos y lo retiró con la elegancia de un mago. Sostenía frente a mí un amasijo destrozado de carne mal cicatrizada, retorcida en un muñón sin dedos. Grité de horror al verlo, pero sabía que no estaba enseñándomelo sólo para impresionarme, sino también a modo de advertencia. Dejé la bicicleta y corrí hacia la verja de mi casa.

– ¡Mi nombre es Tang! -gritó el hombre a mis espaldas-. ¡Recuérdalo!

Me volví cuando alcancé la puerta, pero él ya se había ido. Volé escaleras arriba en dirección al dormitorio de mi madre, con el corazón atronándome en el pecho. Advertí que aún estaba dormida, con su cabello negro extendido por la almohada. Me quité el abrigo, levanté cuidadosamente las mantas y me acosté a su lado. Suspiró y me acarició antes de volver a sumirse en un sueño tan profundo como la muerte.

Agosto era el mes de mi decimotercer cumpleaños y, a pesar de la guerra y de la muerte de mi padre, mi madre estaba decidida a mantener la tradición familiar de ir al casco antiguo a celebrarlo. Boris y Olga nos llevaron a la ciudad ese día; Olga quería comprar especias y Boris iba a cortarse el pelo de nuevo. Harbin era mi ciudad natal y, aunque muchos chinos sostenían que nosotros, los rusos, nunca pertenecimos o tuvimos derecho sobre ella, yo sentía que, de algún modo, formaba parte de mí. Cuando entramos en la ciudad, contemplamos toda una serie de detalles que me eran familiares y que me hacían sentir en casa, como las iglesias con sus cúpulas en forma de cebolla, los edificios de color pastel y los elaborados peristilos. Igual que yo, mi madre también había nacido en Harbin. Era hija de un ingeniero que había perdido su trabajo en el ferrocarril después de la Revolución. De algún modo, era mi padre el que nos había conectado con Rusia y había hecho que nos identificáramos con la arquitectura de los zares.

Boris y Olga nos dejaron en el casco antiguo. Aquel día, hacía un tiempo extrañamente caluroso y húmedo, así que mi madre sugirió que nos tomáramos el dulce típico de la ciudad: el helado de semillas de vainilla. Nuestra cafetería favorita estaba muy concurrida y mucho más animada de lo que la habíamos visto en años. Todo el mundo hablaba sobre el rumor de que los japoneses estaban a punto de rendirse. Mi madre y yo nos sentamos en una mesa cerca de la ventana. Una mujer en la mesa de al lado le comentaba a su acompañante, mayor que ella, que había oído el bombardeo de los estadounidenses la noche anterior y que un oficial japonés había sido asesinado en su barrio. Su acompañante asintió con solemnidad, mesándose la barba grisácea, y declaró:

– Los chinos no se atreverían a hacer algo así si no tuvieran la sensación de estar ganando.

Tras acabarnos el helado, mi madre y yo dimos un paseo por el barrio, fijándonos en las tiendas nuevas y acordándonos de las que habían desaparecido. Un buhonero que vendía muñecas de porcelana trató de atraerme con su mercancía, pero mi madre me sonrió y me dijo:

– No te preocupes, tengo algo para ti en casa.

El poste rojo y blanco de la barbería, con su cartel en chino y ruso, atrajo mi atención.

– ¡Mira, mamá! -exclamé-. ¡Ésa debe de ser la barbería de Boris!

Corrí hasta el escaparate para mirar el interior. Boris estaba sentado en la silla, con su cara cubierta de espuma de afeitar. Unos pocos clientes más esperaban, fumando y riéndose como hombres que no tenían mucho que hacer. Boris me vio reflejada en el espejo, se volvió y me saludó. El barbero, que llevaba una bata bordada, también levantó su cabeza afeitada. Lucía un bigote como el de Confucio y una barba de chivo, y llevaba unas gafas de gruesa montura, que eran muy comunes entre los hombres chinos. Pero cuando vio mi rostro pegado al escaparate, se dio rápidamente la vuelta.