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– Vamos, Anya -exclamó entre risas mi madre, tirándome del brazo-. A Boris le van a cortar mal el pelo si sigues distrayendo al barbero. Podría cortarle la oreja, y entonces Olga se enfadaría contigo.

Seguí a mi madre obedientemente, pero antes de doblar la esquina, me volví una vez más hacia la barbería. No podía ver al barbero a causa del reflejo del escaparate, pero me di cuenta de que conocía aquellos ojos: eran redondos, saltones y me resultaban muy familiares.

Cuando regresamos a casa, mi madre me sentó delante de su tocador y me deshizo con reverencia las trenzas infantiles, para cepillarme el cabello y hacerme un elegante moño como el suyo, con la raya a un lado y el pelo recogido en la base de la nuca. Me aplicó un toque de perfume detrás de las orejas y después me mostró una caja aterciopelada que reposaba sobre el tocador. La abrió y pude ver en su interior un collar de oro y jade que mi padre le había obsequiado como regalo de bodas. Lo cogió y lo besó antes de ponérmelo sobre la garganta y abrochar el cierre.

– ¡Mamá! -protesté, ya que sabía cuánto significaba para ella aquel collar.

Ella frunció los labios.

– Ahora quiero dártelo a ti, Anya, porque te estás convirtiendo en una joven muy hermosa. A tu padre le habría gustado verte llevándolo en las ocasiones especiales.

Toqué el collar con dedos temblorosos. Aunque echaba de menos estar con mi padre y hablar con él, sentí que nunca se había alejado de mí. El jade parecía cálido contra mi piel, nada frío.

– Él está con nosotros, mamá -le dije-. Estoy segura.

Ella asintió y contuvo una lágrima.

– Tengo algo más para ti, Anya -me dijo mientras abría uno de los cajones cerca de mi rodilla y sacaba un paquete envuelto en un paño-. Algo que te haga recordar que siempre serás mi niña pequeña.

Le cogí el paquete de las manos y desaté el nudo, emocionada por ver qué había dentro. Era una muñeca matrioska con el rostro sonriente de mi difunta abuela. Me volví para mirar a mi madre, entendiendo que lo había pintado ella. Sonrió y me instó a que la abriera, para ver la siguiente muñeca. Desenrosqué la cintura de la muñeca y descubrí que la segunda muñeca tenía cabello oscuro y ojos color ámbar. Sonreí por la broma de mi madre y supe que la siguiente muñeca tendría cabello rubio rojizo y ojos azules, pero cuando advertí que también tenía un sinnúmero de pecas por todo su divertido rostro, me entró la risa. Abrí esa muñeca para encontrar una más pequeña y volví a mirar a mi madre. «Tu hija, que será mi nieta -me dijo-, y su bebé dentro de ella.»

Volví a cerrar todas las muñecas y las alineé sobre el tocador, contemplando nuestro viaje matriarcal y deseando que mi madre y yo pudiéramos permanecer exactamente donde estábamos en aquel momento.

Después, en la cocina, mi madre colocó un pirog de manzana ante mí. Estaba a punto de cortar el pastelillo cuando oímos cómo se abría la puerta principal. Miré el reloj y supe que era el general. Tardó mucho tiempo en pasar de la entrada al interior de la casa. Cuando finalmente apareció en la cocina, tropezó; su rostro era de un color enfermizo. Mi madre le preguntó si se encontraba mal, pero él no contestó y se desplomó sobre una silla, apoyando la cabeza entre los brazos doblados. Mi madre se puso en pie, horrorizada, y me pidió que fuera a buscar un poco de té caliente y pan. Cuando se los ofrecí al general, levantó la cabeza para mirarme con ojos enrojecidos.

Observó mi pastel de cumpleaños y se me acercó para acariciarme la cabeza torpemente. Podía oler el alcohol en su aliento cuando me dijo:

– Tú eres mi hija.

Se giró hacia mi madre y, con las lágrimas resbalándole por las mejillas, le dijo:

– Y tú eres mi esposa.

Se volvió a sentar en la silla, y se recompuso limpiándose la cara con el dorso de la mano. Mi madre le ofreció el té, y él bebió un sorbo y comió una rebanada de pan. Su rostro se desfiguró por el dolor, pero, tras un momento, se relajó y suspiró como si hubiera tomado una decisión. Se levantó de la mesa y, volviéndose hacia mi madre, escenificó el momento en el que ella le había golpeado con el mango de la pala cuando descubrió su piscina secreta. Entonces se rió, y mi madre le miró atónita durante un instante antes de reírse a su vez.

Le preguntó lentamente en ruso a qué se dedicaba antes de la guerra, si siempre había sido general. Él pareció confundido durante un momento, y después se señaló la nariz con un dedo y preguntó:

– ¿Yo?

Mi madre asintió y repitió la pregunta. Él negó con la cabeza mientras cerraba la puerta a sus espaldas, y murmuró en un ruso tan bien pronunciado que podría haber sido cualquiera de nosotros:

– ¿Antes de esta locura? Yo era actor. Actor de teatro.

A la mañana siguiente, el general se había marchado. En la puerta de la cocina, había prendida una nota escrita en perfecto ruso. Primero la leyó mi madre, estudiando las palabras con ojos asustados varias veces antes de entregármela. El general nos ordenaba que quemáramos todo lo que había dejado en el garaje y que destruyéramos la nota después de haberla leído. Decía que había puesto nuestras vidas en un gran peligro, cuando su único deseo había sido protegernos. Nos indicaba que debíamos desunir cualquier rastro suyo por nuestro propio bien.

Mi madre y yo corrimos a casa de los Pomerantsev. Boris estaba cortando leña, pero se detuvo cuando nos vio, se secó el sudor de su rubicundo rostro y nos condujo al interior de la casa.

Olga estaba junto al horno, retorciendo su labor entre las manos. Saltó de la silla en cuanto nos vio.

– ¿Os habéis enterado? -preguntó, lívida y temblorosa-. Los soviéticos están en camino. Los japoneses se han rendido.

Fue como si aquellas palabras destrozaran a mi madre.

– ¿Los soviéticos o los estadounidenses? -preguntó, con una agitación creciente en su voz.

En mi fuero interno, podía sentir el deseo de que fueran los estadounidenses los que vinieran a liberarnos con sus amplias sonrisas y sus coloridas banderas. Pero Olga negó con la cabeza.

– Los soviéticos -aclaró-. Vienen a ayudar a los comunistas.

Mi madre le entregó la nota del general.

– ¡Dios mío! -exclamó Olga tras leerla. Se desplomó en la silla y le pasó la nota a su marido.

– ¿Hablaba ruso así de bien? -inquirió Boris-. ¿Y no lo sabíais?

Boris comenzó a hablarnos sobre un viejo amigo de Shanghái, una persona que podría ayudarnos. Según nos explicó, los estadounidenses estaban de camino, y mi madre y yo debíamos partir hacia allí inmediatamente. Mi madre preguntó si Boris y Olga vendrían también, pero Boris negó con la cabeza y bromeó:

– Lina, ¿qué van a hacerles a un par de viejos renos como nosotros? La hija de un coronel del Ejército Blanco es un premio mucho más jugoso. Tienes que sacar a Anya de aquí inmediatamente.

Con la madera que Boris cortó para nosotras, hicimos una hoguera y quemamos la carta junto con la ropa de cama del general y sus utensilios de cocina. Observé el semblante de mi madre mientras las llamas se avivaban y sentí la misma soledad que vi reflejada en su rostro. Estábamos incinerando a un compañero, a una persona a la que no habíamos llegado a conocer ni a comprender, pero que considerábamos un compañero, al fin y al cabo. Mi madre estaba cerrando de nuevo las puertas del garaje cuando se percató de la existencia del baúl. Estaba encajado en una esquina y camuflado bajo unos sacos vacíos. Lo arrastramos fuera de su escondite. Era un baúl antiguo y estaba bellamente tallado con la imagen de un anciano de largos bigotes que sostenía un abanico y contemplaba un estanque. Mi madre rompió el candado con un hacha, y levantamos la tapa entre las dos. En su interior, estaba doblado el uniforme del general. Mi madre lo cogió y entonces descubrí la bata bordada en el fondo del baúl. Bajo la bata, encontramos un bigote y una barba falsos, algo de maquillaje, unas gafas de gruesa montura y una copia del Nuevo atlas de bolsillo de China doblado dentro de una antigua hoja de periódico. Confiaba en que si yo era la única que conocía el secreto del general, estaríamos a salvo.