Una vez que hubimos quemado todo, removimos el suelo y aplastamos el hollín con el reverso de nuestras palas.
Mi madre y yo acudimos a la delegación oficial del distrito para conseguir un permiso para viajar a Dairen, donde esperábamos poder embarcarnos rumbo a Shanghái. Había docenas de otros rusos esperando en los pasillos y en los rellanos, algunos extranjeros de otras nacionalidades y también chinos. Todos ellos conversaban sobre los soviéticos y sobre cómo algunos de ellos ya habían llegado a Harbin, acorralando a los integrantes de la Rusia blanca. Una anciana que estaba junto a nosotras le contó a mi madre que los miembros de la familia japonesa que vivían en la casa al lado de la suya se habían suicidado, aterrorizados por la venganza de los chinos. Mi madre le preguntó por qué se habían rendido los japoneses, y la mujer se encogió de hombros; pero un joven contestó que había oído rumores sobre que se había lanzado una nueva bomba sobre algunas ciudades japonesas. Salió el ayudante del oficial y nos comunicó que no se emitiría ningún permiso hasta que todos los que lo solicitaban hubieran sido entrevistados por un miembro del partido comunista.
Cuando volvimos a casa, no se veía a nuestros perros por ninguna parte y la puerta estaba entreabierta. Mi madre se detuvo antes de empujarla para abrirla y, del mismo modo que el recuerdo de su rostro el día después del entierro de mi padre permanece en mi memoria, también quedó grabado en mi mente ese momento, como una escena de película repetida una y otra vez: la mano de mi madre en la puerta, la puerta que giraba sobre sus goznes lentamente hasta abrirse, la oscuridad y el silencio del interior y la sensación increíble de saber que alguien estaba allí dentro, esperándonos.
Mi madre dejó caer la mano hacia un lado y buscó la mía. No temblaba tanto como por la muerte de mi padre, sino que se mantenía cálida, firme y decidida. Entramos juntas, sin quitarnos los zapatos en la entrada, como siempre hacíamos, sino que seguimos hasta el salón. Cuando lo distinguí junto a la mesa, con sus manos mutiladas descansando frente a él, no me sorprendí. Fue como si lo hubiera estado esperando todo el tiempo. Mi madre no dijo nada. Su mirada marcada por una expresión vacía se cruzó con la de aquellos ojos vidriosos. Esbozó una amarga sonrisa y, con un gesto, nos invitó a que nos sentáramos con él a la mesa. Fue entonces cuando me percaté de la presencia del otro hombre, que estaba de pie junto a la ventana. Era alto, con brillantes ojos azules y un bigote que cubría sus labios como una estola de visón.
Aunque era verano, aquella noche cayó la oscuridad rápidamente. Recuerdo la sensación de la mano de mi madre apretando la mía firmemente, con la luz atenuada de la tarde retrocediendo por el suelo y el silbido de la tormenta golpeando las ventanas sin postigos. Tang nos entrevistó primero, y su tensa sonrisa aparecía siempre que mi madre contestaba a sus preguntas. Nos dijo que el general no era en absoluto un general, sino un espía que también se disfrazaba de barbero. Hablaba correctamente chino y ruso, y era un maestro del disfraz que utilizaba sus habilidades para reunir información de la resistencia. Debido a que los rusos pensaban que era chino, se sentían bastante cómodos reuniéndose en su barbería, hablando frente a él de sus planes y revelando los de sus homólogos chinos. Me alegré de no haberle contado a mi madre que había comprendido quién era el general tan pronto como descubrí el disfraz en el baúl. Tang tenía la mirada clavada en el rostro de mi madre, y ella parecía estar tan sorprendida que me convencí de que el chino pensaría que no estaba al tanto de las actividades del general.
Pero, aunque era obvio que mi madre no sabía quién era el general, que no habíamos recibido a ningún visitante mientras él había permanecido con nosotras y que no sabíamos que hablaba otros idiomas aparte del japonés, todo ello no podría borrar el odio que Tang sentía por nosotras. Todo su ser parecía enfervorizado por ese odio. Tanta malicia ardía solamente en pos de un objetivo: la venganza.
– Señora Kozlova, ¿ha oído hablar de la Unidad 731? -preguntó, mientras la ira contenida desfiguraba su rostro. Parecía satisfecho cuando mi madre no le dio respuesta-. No, por supuesto que no. Ni tampoco su general Mizutani. Su culto y bien hablado general Mizutani que se bañaba una vez al día y que nunca en su vida ha matado a un hombre con sus propias manos. Sin embargo, parecía bastante satisfecho de mandar a morir a gente allí, así como lo parecía usted de alojar a un hombre cuyos compatriotas han estado masacrándonos. Usted y el general han derramado tanta sangre como cualquier ejército.
Tang levantó un muñón y agitó la infectada masa frente al rostro de mi madre.
– Ustedes los rusos, protegidos por su piel clara y sus modales occidentales, no saben nada de los experimentos con personas que se realizaban en el barrio de al lado. Yo soy el único superviviente. Una de las muchas personas que ellos ataron a un poste en la nieve, de modo que sus amables y limpios médicos pudieran observar los efectos de la congelación y la gangrena y así evitarlas en sus propios soldados. Pero tal vez nosotros fuéramos los más afortunados. Siempre tuvieron la intención de fusilarnos al final. No como a los otros, a los que infectaron con peste para luego abrirles las tripas sin anestesia y observar los efectos. Me pregunto si usted imagina la sensación de que le sierren la cabeza estando todavía viva. O de que un médico la viole y la deje embarazada para poder cortarla por la mitad y estudiar el feto.
El horror atenazó el semblante de mi madre, pero en ningún momento retiró la mirada de la de Tang. Al ver que no había quebrantado su ánimo, esbozó de nuevo su sonrisa cruel y sacó una fotografía de una carpeta que estaba sobre la mesa, ayudándose con el muñón y el codo. Aparentemente, era de alguien atado a una mesa y rodeado de médicos, pero la luz del techo se reflejaba en mitad de la imagen y yo no podía verla con claridad. Le dijo a mi madre que la cogiera; ella la miró y la apartó en seguida.
– ¿Quizás debería mostrársela a su hija? -le dijo-. Son aproximadamente de la misma edad.
Los ojos de mi madre refulgieron y su ira encontró el odio de los de Tang.
– Mi hija es sólo una niña. Ódieme si lo desea, pero ¿qué tiene que ver ella con todo esto?
Volvió a dirigir la mirada hacia la fotografía y las lágrimas aparecieron en sus ojos, pero las contuvo. Tang sonrió, triunfante. Estaba a punto de añadir algo, cuando el otro hombre carraspeó. Casi me había olvidado del ruso, porque se había sentado tranquilamente, mirando por la ventana, y puede que ni siquiera estuviera escuchando la conversación.
Cuando el oficial soviético interrogó a mi madre, fue como si hubieran cambiado el guión y de repente se estuviera representando otro drama. Se mostraba indiferente hacia la sed de venganza de Tang o los detalles sobre el general. Actuaba como si los japoneses no hubieran estado nunca en China. En realidad, había venido a por la cabeza de mi padre y, ya que él no estaba allí, la había tomado con nosotros. Las preguntas que le hizo a mi madre eran todas sobre su entorno familiar y sobre mi padre. Preguntó por el valor de nuestra casa y las pertenencias de mi madre, acompañando cada respuesta con un pequeño resoplido, como si estuviera rellenando un formulario.