– Muy bien -comentó, evaluándome con sus ojos moteados por manchas amarillentas-, no tendrá todas esas cosas en la Unión Soviética.
Mi madre le preguntó a qué se refería, y él le contestó con repugnancia:
– Ella es la hija de un coronel del ejército imperial ruso. Un simpatizante de los zares que amenazó a punta de pistola a su propia gente. Ella lleva su sangre. Y usted -sonrió despectivamente a mi madre- no es de ningún interés para nosotros, pero tiene un gran valor para los chinos. Necesitan ejemplos de lo que se les hace a los traidores. La Unión Soviética solamente pretende llevar a casa a sus trabajadores. Sus trabajadores más jóvenes y capaces.
El semblante de mi madre no cambió de expresión, pero me apretó la mano más aún, cortándome la circulación y magullándome los huesos. Pero no demostré el dolor que sentía, ni lloré. Deseaba que me mantuviera agarrada así para siempre, que no me dejara marchar.
La habitación me daba vueltas, y estuve a punto de desmayarme del dolor por la presión de la mano de mi madre, mientras Tang y el oficial soviético sellaban su pacto con el diablo: nos intercambiarían. El ruso consiguió a su trabajador capaz, y el chino, su venganza.
Me mantuve de puntillas para alcanzar las yemas de los dedos que mi madre extendía a través de la ventanilla del tren. Se había pegado a ella para poder estar cerca de mí. Por el rabillo del ojo veía a Tang junto al oficial soviético al lado del coche. Se paseaba de arriba abajo como un tigre hambriento a la espera de hacerse con su presa. Había mucho revuelo en la estación. Una pareja mayor abrazaba a su hijo. Un soldado soviético los separó, obligando al joven a meterse en el vagón y empujándole como si fuera un saco de patatas y no una persona. Ya en el atestado vagón, el chico trató de volverse para mirar a su madre por última vez, pero estaban empujando a otros hombres detrás de él y perdió su oportunidad.
Mi madre se agarró a los barrotes de la ventana y se incorporó un poco más para que pudiera ver mejor su cara. Estaba demacrada y ojerosa, pero, aun así, seguía estando preciosa. Me relató mis cuentos favoritos y me cantó la canción sobre champiñones una y otra vez para calmar mis lágrimas. Otras personas también sacaban los brazos de las ventanillas para despedirse de sus familias y vecinos, pero los soldados les golpeaban para que retrocedieran. El guardia más próximo era joven, casi un niño, con la piel de porcelana y los ojos cristalinos. Debimos de darle lástima, porque volvió la espalda y ocultó nuestro último momento juntas a la vista de los otros.
El tren emprendió la marcha. Mantuve cogidos los dedos de mi madre todo el tiempo que pude, sorteando a la gente y los obstáculos del andén. Traté de seguir agarrada a ella, pero el tren comenzó a ganar velocidad y tuve que desistir. Estaban alejando a mi madre de mí. Ella se volvió, cubriéndose la boca con el puño porque ya no podía contener su propio dolor. Las lágrimas me escocían en los ojos, pero no podía parpadear. Observé el tren hasta que desapareció de la vista. Me dejé caer contra una farola, debilitada por el vacío que se estaba abriendo en mi interior. Pero una mano invisible me mantuvo erguida. Escuché a mi padre diciéndome: «Te dará la impresión de que estás sola, pero no será así. Enviaré a alguien».
2
Una vez que el tren desapareció, hubo una pausa, como el interludio entre el destello del relámpago y el estruendo del trueno. Temía darme la vuelta y mirar a Tang. Me imaginé que estaría acercándose sigilosamente hacia mí, reptando como una araña que se aproxima a la polilla caída en sus redes. No había necesidad de precipitarse, su víctima estaba atrapada. Podía demorarse y deleitarse en su astucia antes de devorarme. Seguramente, el oficial soviético ya se habría marchado y habría olvidado a mi madre, concentrándose en otros asuntos. Yo era la hija de un coronel del Ejército Blanco, pero mi madre sería un peón de obra mucho más útil. La ideología era simplemente una consigna para él. El pragmatismo era más importante. Pero Tang no era así. Anhelaba que se hiciera su retorcida justicia y llevaría el asunto hasta sus últimas consecuencias. No sabía qué era lo que tenía planeado para mí, pero estaba segura de que sería algo lento y atroz. No se limitaría a dispararme ni a arrojarme desde un tejado. Había sentenciado: «Quiero que vivas diariamente con las consecuencias de lo que tú y tu madre habéis hecho». Quizás mi destino era el de las chicas japonesas de mi barrio, las que no habían podido escapar. Los comunistas les rapaban la cabeza y las vendían a los burdeles chinos que ofrecían sus servicios a lo más bajo de la sociedad: leprosos sin nariz y hombres con terribles enfermedades venéreas que tenían la mitad del cuerpo podrido.
Tragué saliva. Otro tren estaba entrando por el andén contrario. «Sería tan sencillo… mucho más sencillo…», pensé, mientras observaba las voluminosas ruedas y las vías de metal. Me temblaron las piernas, avancé unos centímetros, pero el rostro de mi padre se proyectó ante mí y no pude moverme más. Avisté a Tang por el rabillo del ojo. Efectivamente, se deslizaba hacia mí, tomándose su tiempo. Su rostro brillaba de avidez y no de alivio, ahora que mi madre ya no estaba. Venía a por más. «Se acabó -me dije para mis adentros-, todo se ha terminado.»
Un cohete explotó en el cielo y pegué un brinco, sobresaltándome por la explosión. Una multitud de hombres vestidos con el uniforme comunista inundó la estación. Les contemplé, incapaz de asimilar su repentina presencia. Gritaban: «Oora!, Oora!», hacían ondear sus brillantes banderas y batían tambores y timbales. Habían acudido a dar la bienvenida a más comunistas rusos. Y pasaron precisamente entre Tang y yo. Vi como el chino trataba de abrirse camino entre ellos, pero se quedó atrapado en el desfile. La multitud le rodeaba. Él les estaba gritando algo, pero ellos no podían oírle debido a los vítores y la música.
– ¡Vete!
Levanté la mirada. Era el joven soldado soviético de los ojos claros como el cristal.
– ¡Corre! ¡Vete! -exclamó, empujándome con la culata de su rifle. Una mano agarró la mía y me introdujo entre la multitud. No pude ver quién tiraba de mí. Me arrastraron a través de la caótica avalancha de gente. Todo era sudor humano y olor a pólvora y a cohetes. Miré atrás y vi que Tang estaba avanzando entre la muchedumbre. Ganaba terreno, pero los muñones de sus manos le dificultaban el paso. Le era imposible agarrar a la gente para quitársela de en medio. Le gritó unas órdenes al joven soldado soviético, que simuló que emprendía una persecución, pero se enredó intencionadamente en el gentío. Iba chocando y dándome golpes contra esos cuerpos, lastimándome y amoratándome los brazos. Un poco más allá, entre el mar de piernas, se abrió la puerta de un automóvil y me empujaron con fuerza hacia él. Entonces reconocí la mano. Noté los callos y palpé su tamaño. Era la mano de Boris.
Salté al interior del automóvil y Boris ocupó el asiento del conductor. Olga estaba en el asiento del copiloto.
– Oh, querida Anya, ¡mi pequeña Anya! -exclamó. Dejamos atrás la carretera. Miré a través de la ventanilla trasera. La multitud en la estación aumentaba a medida que los soldados soviéticos bajaban del tren. No pude ver a Tang.
– Anya, métete bajo esa manta -me indicó Boris. Hice lo que me dijo y noté como Olga apilaba varias cosas sobre mí.
– ¿Esperabas que estuviera allí esa gente? -le preguntó a su marido.
– No, pretendía llevarme a Anya costara lo que costara -explicó él-. Pero parece que incluso el entusiasmo demente por los comunistas puede llegar a ser útil en ciertas ocasiones.
Poco después, el automóvil se detuvo y escuché unas voces. La puerta se abrió y se cerró de golpe. Oí como Boris hablaba fuera en voz baja. Olga seguía en el asiento delantero, jadeando silenciosamente. Me compadecí de ella y de su viejo y débil corazón. Mi propio corazón latía desbocadamente, y me cerré firmemente la boca con la mano, como si, con ello, fuera a evitar que alguien pudiera oírlo.