Выбрать главу

Aquí he de comunicarte un grave secreto, que en modo alguno has de revelar a los demás. En esta mina el Autarca esconde un tesoro: allí ha amontonado grandes sumas de monedas acuñadas, lingotes y gemas en previsión de que llegue un día en que se vea obligado a huir del Trono Fénix. El tesoro lo guardan ciertos servidores del Padre Inire, pero no debes tenerles miedo. Se les ha dado instrucciones para que me obedezcan y les he hablado de ti ordenándoles que te permitan pasar sin oponer resistencia. Así, pues, cuando entres en la mina sigue el curso de agua hasta que llegues a su fin, allí donde mana de una piedra. Ahí te espero y de ahí te escribo, con la esperanza de que perdones a tu

THECLA

Me siento incapaz de describir la alegría que sentí cuando leí y releí esta carta. Jonas, que miraba mi cara, saltó al principio de la silla, pensando quizá que iba a desmayarme; después se retiró como si huyera de un lunático. Cuando por fin doblé la carta y la metí en el bolsillo de mi cinturón, él no me hizo ninguna pregunta (pues Jonas era un verdadero amigo), aunque me indicó con la mirada que estaba dispuesto a ayudarme.

—Necesito tu animal —le dije—. ¿Me lo puedo llevar?

—Encantado. Pero…

Yo ya estaba abriendo la puerta.

—No puedes venir. Si todo va bien, procuraré devolvértelo.

Cuando bajé corriendo las escaleras y entré en el patio, la carta me hablaba con la voz misma de Thecla; y cuando entré en el establo ya me había convertido en un verdadero lunático. Busqué el petigallo de Jonas, pero en su lugar, ante mí, descubrí un gran corcel, la altura de cuyo lomo rebasaba la de mis ojos. No tenía ni idea de quién podía haberlo montado en esta villa pacífica, y no lo pensé. Sin dudarlo un momento, lo monté de un brinco, desenvainé Terminus Est, y de un tajo cercené las riendas que lo ataban.

Jamás he visto una montura mejor. En un salto estuvo fuera del establo, y en dos, arremetiendo hacia la calle de la villa. Durante el espacio de un aliento temí que tropezara en la cuerda de alguna tienda, pero en su galope tenía la seguridad de una bailarina. La calle corría hacia el este, hacia el río. Tan pronto como hubimos dejado atrás las casas, le hice ir hacia la izquierda. Saltó un muro como si nada, y me encontré atravesando a todo galope un prado donde los toros levantaban los cuernos a la verde luz de la luna.

Ahora no soy un gran jinete y entonces lo era menos. A pesar de lo elevado de la silla de montar, creo que me hubiera caído de un animal más bajo antes de recorrer media legua, pero mi corcel robado se movía, a pesar de toda su velocidad, con la levedad de una sombra. Y, en verdad, una sombra debíamos parecer, él, con su piel negra, yo, con mi capa fulígina. No frenó su carrera hasta que atravesamos chapoteando el arroyo a que se refería la carta. Allí me detuve, en parte agarrando el ronzal, pero más con palabras, a las que él atendía como un hermano. No había sendero ni a uno ni a otro lado del río, y no lo seguimos mucho trecho cuando los árboles ocuparon las riberas. Entonces llevé al animal por el arroyo (aunque él se resistía), donde avanzamos por entre aguas agitadas y espumosas como si subiéramos por peldaños, y nadáramos en remansos profundos.

Durante más de una guardia de tiempo, vadeamos este arroyo pasando por un bosque muy parecido al que Jonas y yo habíamos atravesado cuando nos separamos de Dorcas, el doctor Talos y los demás en la Puerta de la Piedad. Después, las riberas se hicieron más anchas y accidentadas, los árboles más pequeños y retorcidos. En la corriente habían guijarros, de bordes rectos, y supe que habían sido hechos por manos humanas y que nos encontrábamos en la región de las minas, sobre las ruinas de una gran ciudad. Nuestro camino se hizo más empinado, y a pesar de todo su brío, el animal resbaló varias veces sobre las piedras, de modo que me vi obligado a desmontar. Atravesamos así una serie de pequeñas y extrañas oquedades, todas oscuras en los costados sombríos, pero también moteadas aquí y allá de luz verde de luna, todas sonoras con el sonido del agua, pero sólo con él, y por lo demás envueltas en silencio.

Por último, entramos en un valle más pequeño y estrecho que los otros, y en el extremo del valle, a una cadena de donde la luz de la luna rebosaba sobre una pronunciada elevación, vi la oscuridad de una abertura. Allí nacía el arroyo, de allí manaba como saliva de los labios de un titán petrificado. Junto al agua encontré una superficie de terreno bastante nivelada como para que mi montura se mantuviera erguida, y conseguí atarla allí, anudando lo que quedaba de las riendas a un árbol achaparrado.

No cabe duda que tiempo atrás se accedió a la mina con ayuda de un caballete de madera, que hacía ya tiempo se había podrido. Aunque a la luz de la luna la escalada parecía imposible, conseguí encontrar unos cuantos puntos de apoyo para los pies en el antiguo muro, y lo escalé por uno de los lados de la cascada de agua.

Ya tenía las manos dentro de la abertura cuando oí, o creí oír, un ruido que venía del arroyo, detrás de mí. Me detuve y volví la cabeza. La tromba de agua habría ahogado cualquier ruido menos perentorio que un toque de corneta o que una explosión; pero sin embargo yo había notado algo, la nota de una piedra que cae sobre otra, quizás, o el ruido de una zambullida.

El arroyo parecía tranquilo y silencioso. Entonces vi que mi corcel cambiaba de posición, y por un momento la orgullosa cabeza y las orejas empinadas hacia delante se irguieron a la luz. Imaginé que lo que había oído no era más que el golpe de las herraduras contra la piedra, y que el animal coceaba descontento por haber sido atado con una rienda corta. Me escurrí dentro del túnel, y más tarde supe que de este modo había salvado mi vida.

Por poco seso que tenga, cualquier hombre que, como yo, sabe que ha de internarse en un lugar semejante, habría llevado una linterna y una cierta cantidad de velas. Pero el pensamiento de que Thecla aún vivía me había arrebatado de tal manera que no disponía de ninguna, así que avancé arrastrándome en la oscuridad, y no hube dado aún doce pasos cuando la luz de la luna del valle desapareció detrás de mí. Mis botas estaban en el agua, así que caminé como cuando había conducido a mi diestrero por la corriente. Llevaba a Terminus Est colgada al hombro izquierdo, y no temía que la punta de la vaina pudiera mojarse en la corriente, ya que el techo del túnel era tan bajo que yo avanzaba inclinado hacia delante. Así continué durante largo rato, siempre temiendo haberme equivocado de camino y que Thecla me esperara en otro lugar, y que me siguiera esperando en vano.

VI — Resplandor azul

Llegué a acostumbrarme tanto al sonido del agua helada que si me lo hubieras preguntado hubiera dicho que caminaba en silencio; pero no era así y cuando, de pronto, el incómodo túnel desembocó en una enorme sala igualmente oscura, lo supe en seguida por el cambio en la música de la corriente. Di un paso más, y otro, y levanté la cabeza. Ya no había piedras escabrosas en qué chocar. Levanté los brazos. Nada. Agarré a Terminus Est por la empuñadura de ónice y moví por el aire la hoja, aún envainada. Nada todavía.

Entonces hice algo que tú, que lees esta crónica, encontrarás ciertamente estúpido, aunque has de recordar que a los guardias que pudiera haber en la mina se les había advertido de mi llegada y se les había dicho que no me hicieran daño. Grité el nombre de Thecla.

Y el eco respondió:

—Thecla… Thecla… Thecla…

Y otra vez el silencio.

Me acordé de que tenía que seguir el curso del agua hasta donde brotaba de una roca, y que no lo había hecho. Posiblemente goteaba por tantas galerías en este lugar debajo de la colina como fuera de ella a través de los valles. De nuevo volvía avanzar por el agua, tanteando el camino a cada paso por temor a caer de cabeza al paso siguiente.