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No había avanzado cinco zancadas cuando oí algo, lejano pero nítido, por encima del susurro del agua, que ahora fluía mansamente. No había avanzado cinco pasos más cuando vi una luz.

No era el reflejo esmeralda de los fabulados bosques de la luna, ni una luz como la que llevan los guardias, esto es, la llama escarlata de una antorcha, el dorado resplandor de un cirio, o incluso el penetrante rayo blanco que algunas veces había vislumbrado de noche cuando las bengalas del Autarca rasgaban el cielo de la Ciudadela. Más bien se trataba de una niebla luminosa que en ocasiones parecía no tener color y a veces parecía de un impuro verde amarillento. Era imposible saber la distancia a que se encontraba y parecía no tener forma. Por unos instantes tremoló antes mis ojos; y yo, que todavía seguía el curso de la corriente, avancé chapoteando hacia ella. Entonces se le unió otra luz.

Me es difícil concentrarme en lo que ocurrió en los minutos siguientes. Quizá todo el mundo guarda en secreto algunos momentos de horror, como nuestras mazmorras, en sus niveles más bajos y deshabitados, guardaban a aquellos clientes cuyas mentes habían sido destruidas o transformadas tiempo atrás en conciencias que ya no eran humanas. Como ellas, estos recuerdos gritan y golpean las paredes con sus cadenas, pero raramente llegan a emerger a la luz.

Lo que experimenté bajo la colina aún me acompaña, como nos acompañaban aquellos clientes, y es algo que me esfuerzo por arrinconar en lo más recóndito, pero que de cuando en cuando aflora a mi conciencia. (No hace mucho, cuando el Samru aún se encontraba cerca de la desembocadura del Gyoll, miré de noche por la barandilla de popa; cada movimiento de los remos me parecía una mancha de fuego fosforescente, y por un momento imaginé que los de debajo de la colina habían venido por fina buscarme. Ahora soy yo el comandante, pero eso poco me tranquiliza.)

Una segunda luz se unió a la primera, como ya he descrito, y después apareció una tercera, y una cuarta, y yo seguía avanzando. De pronto hubo demasiadas luces para contarlas, pero como yo no sabía qué eran en realidad, me confortaban y estimulaban, imaginando que cada una de ellas era quizás una chispa perteneciente a algún desconocido tipo de antorcha y que algunos de los guardianes mencionados en la carta llevaban consigo. Cuando hube avanzado otra docena de pasos, vi que estas manchas de luz se mezclaban para formar una figura, un dardo o una flecha que apuntaba hacia mí. Entonces oí, muy tenuemente, un rugido como el que salía de la torre llamada del Oso cuando a los animales se les daba la comida. Pienso que incluso entonces hubiera podido escapar si me hubiera girado y echado a correr.

No lo hice. El rugido creció, aunque no se trataba exactamente de un ruido de animales, ni tampoco del griterío de la más frenética de las turbas humanas. Vi que las manchas de luz no eran informes, como yo antes había imaginado. Todas, en realidad, parecían tener la forma que en arte se llama estrella, con cinco puntas desiguales.

Fue entonces, ya demasiado tarde, cuando me detuve.

Para entonces, la luz incierta y desprovista de matiz que arrojaban estas estrellas se había intensificado lo suficiente como para que yo viera las formas de alrededor como sombras acechantes. A ambos lados había masas de lados angulares que eran obra de hombres. Me encontraba al parecer en la ciudad enterrada (que en este punto no se había hundido bajo el peso del suelo que la cubría), donde los mineros de Saltus desenterraban sus tesoros. Entre estas masas había pilares rechonchos de una ordenada irregularidad como la que en ocasiones he observado en los haces de leña, en los que cada rama sobresale pero juntas son partes de un todo. Estas masas producían tenues destellos, devolviendo la cadavérica luz de las móviles estrellas y haciéndola menos siniestra, o al menos más hermosa, que cuando la habían recibido.

Por un momento estos pilares me sorprendieron; entonces volvía mirarlas formas estrelladas y por primera vez pude verlas. ¿Te has abierto paso por la noche hacia lo que parecía ser el ventanuco de una casa de campo y resultó ser la tronera de una gran fortaleza? ¿O has resbalado mientras escalabas, consiguiendo sostenerte, y al mirar hacia abajo has visto que la caída era cien veces mayor de lo que habías pensado? Si es así, te imaginarás lo que sentí. Las estrellas no eran chispas de luz, sino formas como de hombres, y parecían pequeñas sólo porque la caverna donde me encontraban era de una vastedad inconcebible. Y los hombre, que no lo parecían, pues eran más anchos de hombros y más encorvados, se me acercaban apresuradamente. El rugido que yo había oído eran sus voces.

Me volví y cuando comprobé que no podía correr por el agua subí a la ribera donde se encontraban las oscuras estructuras. Para entonces ya estaban casi encima de mí, y algunos se movían a mi derecha y a mi izquierda para cortarme la retirada al mundo exterior.

Eran terribles de un modo que no estoy seguro de poder explicar… Como monos, pues tenían pelos, el cuerpo encorvado, los brazos largos, las piernas cortas y el cuello ancho. Sus dientes eran como garras de esmilodontes, curvados y en perfil de sierra, y sobresalían un dedo por debajo de las imponentes mandíbulas. Sin embargo, lo que me causó horror no fue ninguna de estas cosas, ni la luz noctilucente que desprendían. Era algo en sus caras, quizás en sus enormes ojos de iris pálidos. Ese algo me decía que eran humanos como yo. Así como los ancianos se encuentran aprisionados en cuerpos que se descomponen, así como las mujeres están encerradas en débiles cuerpos que las convierten en presas de los obscenos deseos de miles de hombres, así estaban envueltos estos hombres en su espeluznante apariencia de monos, y lo sabían. Cuando me rodearon, pude ver ese conocimiento, y eso fue lo peor, porque aquellos ojos eran la única parte de ellos que no relumbraba.

Tragué aire para llamar a Thecla una vez más. Entonces caí en la cuenta, cerré la boca, y desenvainé Terminus Est.

Uno de ellos, más grande o al menos más osado que los otros, avanzó hacia mí. Llevaba un mazo cuya asta había sido un fémur. Todavía fuera del alcance de mi espada, me amenazó rugiendo y golpeándose la mano con la cabeza metálica del arma.

Algo removió el agua detrás de mí, y me volví a tiempo de ver que uno de los hombres mono cruzaba el río. Dio un salto atrás para evitar el tajo de mi espada, pero la punta cuadrada de la hoja lo alcanzó bajo la axila. Tan fina era esa hoja, tan magníficamente templada y perfectamente afilada, que cortó hasta el esternón.

Cayó y el agua se llevó su cadáver. Pero antes de golpearlo advertí que le repugnaba cruzar el agua. El agua le había impedido moverse, al menos tanto como a mí. Volviéndome para poder ver a todos mis atacantes, retrocedí y comencé, lentamente, a moverme hacia el sitio donde el agua corría hacia el mundo exterior. Pensaba que si era capaz de llegar al incómodo túnel me encontraría a salvo; pero también sabía que ellos nunca lo permitirían.

Continuaron agrupándose en una masa más densa a mi alrededor; eran ya varios centenares. El resplandor que desprendían me permitió ver entonces que las masas cuadradas que yo había vislumbrado anteriormente eran en realidad edificios, al parecer de los más antiguos, hechos de piedra gris sin junturas y salpicados en todas partes de excrementos de murciélagos.

Los pilares irregulares no eran sino lingotes apilados, cruzados en capas unos sobre otros. Por el color estimé que eran de plata. Había un centenar en cada pila, y seguramente muchos cientos de estas pilas en la ciudad enterrada.

Observé todo esto mientras daba media docena de pasos. Al séptimo vinieron por mí al menos veinte de ellos, y de todas partes. No había tiempo para golpes limpios al cuello. Manejé la espada en molinete, y el siseo de la hoja llenó el mundo subterráneo y resonó en las paredes y el techo de piedra, oyéndose por encima del griterío y de los lamentos.