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En tales momentos el sentido del tiempo enloquece. Recuerdo cómo se abalanzaron y cómo repartí golpes frenéticos, pero en retrospectiva todo pareció haber sucedido en un instante. Cayeron dos, y cinco, y diez, hasta que el agua a mi alrededor estuvo negra de sangre a la luz cadavérica, saturada de moribundos y de muertos; pero seguían viniendo. Recibí un golpe en un hombro que pareció el mazazo del puño de un gigante. Terminus Est cayó de mi mano y el peso de los cuerpos me tumbó y estuve tanteando a ciegas bajo el agua. Los colmillos de mi enemigo me rasgaron el brazo como lo hubieran hecho dos lanzas, pero me pareció que tenía demasiado miedo de ahogarse para pelear como hubiera tenido que hacerlo. Metí con fuerza los dedos en las anchas fosas nasales y le partí el cuello, aunque parecía más fuerte que el de un hombre.

Si hubiera podido contener la respiración hasta que hubiera llegado al túnel, podría haber escapado. Los hombres mono parecían haberme perdido de vista, y avancé un trecho bajo el agua corriente abajo. Pero me estallaban los pulmones; levanté la cara hacia la superficie y se abalanzaron sobre mí.

Sin duda para todo el mundo llega un momento en que por necesidad tiene que morir. Siempre he creído que éste fue mi momento. Todo lo que he vivido desde entonces lo he contado como puro beneficio, como un regalo inmerecido. No tenía ningún arma y mi brazo derecho se encontraba entumecido y desgarrado. Los hombres mono se mostraban osados ahora. Esa osadía me dio otro momento más de vida, puesto que se amontonaron tantos para matarme que se obstruyeron entre ellos. A uno le di una patada en la cara. Un segundo agarró mi bota. Hubo un destello de luz y yo, movido por no sé qué instinto o inspiración, fui a atraparlo con la mano. Cogí la Garra.

Como si reuniera en sí todo el resplandor cadavérico y lo tiñera del color de la vida, arrojó una clara luz azulada que inundó la caverna. En un latido de corazón los hombres mono se detuvieron como obedeciendo a un golpe de gong, y yo levanté la gema sobre mi cabeza; ignoro qué clase de exaltado terror había esperado producir, si es que realmente lo había esperado en absoluto.

Pero lo que sucedió fue muy distinto. Los hombres mono no huyeron con gritos destemplados ni reanudaron su ataque, sino que se retiraron hasta que el más cercano se encontró a unas tres zancadas de distancia, y se agacharon apretando las caras contra el suelo de la mina. Hubo otra vez silencio, como cuando yo entrara en el túnel, y sólo se oía el susurro de la corriente; pero ahora podía verlo todo, desde las pilas de deslustrados lingotes de plata cerca de mí, hasta el extremo mismo de donde los hombres monos habían descendido por una pared en ruinas, habiéndome parecido entonces como manchas de pálida lumbre.

Comencé a retroceder. Entonces los hombres mono alzaron los ojos y tenían rostros de seres humanos. Cuando los vi así, supe de los eones de luchas en la oscuridad que habían engendrado esos colmillos, esos ojos como platos y esas orejas batientes. Dicen los magos que una vez fuimos monos, criaturas felices en bosques devorados por los desiertos hace ya tanto tiempo que carecen de nombre. Los viejos vuelven a ser como niños cuando los años acaban nublándoles las mentes. ¿No es posible que la humanidad, al igual que los ancianos, regrese algún día a la imagen decrépita de lo que fue, si al fin muere el viejo sol y nos quedamos en la oscuridad peleando por unos huesos? Yo vi nuestro futuro, al menos un futuro, y sentí más pena por quienes habían triunfado en las oscuras batallas que por quienes habían derramado su sangre en esa noche eterna.

Como he dicho, retrocedí un paso, y después otro, mas ninguno de los hombres mono se movió para detenerme. Entonces me acordé de Terminus Est. De haber escapado de la más frenética de las batallas, me hubiera despreciado a mí mismo si la hubiera dejado atrás. Irme indemne y sin ella era más de lo que yo podía soportar. Comencé a avanzar de nuevo, buscando el destello del acero a la luz de la Garra.

Entonces las caras de aquellos extraños y encorvados hombres parecieron iluminarse, y comprendí lo que esperaban de mí: que yo quisiera quedarme con ellos, de modo que la Garra y la radiación azul fueran suyas para siempre. Cuán terrible parece ahora, cuando escribo estas palabras sobre el papel; sin embargo, creo que no fue así en la realidad. Aunque de apariencia bestial, en la brutalidad de cada cara había una expresión de adoración, de manera que pensé, como ahora lo pienso, que si en muchos aspectos son peores que nosotros, estas gentes de las ciudades escondidas bajo Urth son mejores en otros, habiendo recibido la bendición de una fea inocencia.

Busqué de un lado a otro, de orilla a orilla, pero no vi nada, aunque me pareció que la Garra despedía una luz más y más brillante hasta que al fin cada diente de piedra que colgaba del techo cavernoso echó una sombra de nítidos y acusados contornos negros. Por fin grité a los hombres que se arrastraban: —Mi espada… ¿Dónde está mi espada? ¿La tiene alguno?

Yo no les hubiera hablado de no haberme encontrado medio frenético por el miedo de perderla; pero ellos parecieron entenderme. Comenzaron a murmurar entre ellos, y a hacerme señales, aunque sin levantarse, para indicarme que ya no pelearían, alargándome las cachiporras y lanzas de afilado hueso para que yo las cogiera. Entonces, por encima del murmullo del agua y del farfulleo de los hombres mono, oí un nuevo sonido, y en seguida ellos callaron. Si un ogro fuera a comerse los pilares mismos del mundo, el crujir de sus dientes hubiera hecho exactamente el mismo ruido. El cauce de la corriente, donde yo aún permanecía, tembló bajo mis pies, y el agua, que había estado tan clara, se cargó levemente de sedimento, de modo que pareció como si una cinta de humo avanzara por ella serpenteando. Lejos de las profundidades se oyó un paso que podía haber sido el de una torre en el Día Final, cuando se dice que todas las ciudades de Urth avanzarán para ir al encuentro del amanecer del Sol Nuevo.

A continuación se oyó otro paso.

Los hombres mono se levantaron en seguida, y agachados huyeron hacia el extremo más lejano de la galería, silenciosos ya y rápidos como los murciélagos que cortaban el aire. La luz se fue con ellos, y me pareció, como ya lo había temido, que la Garra había brillado para ellos y no para mí.

Un tercer paso vino de debajo de la tierra, y con él se apagó el último resplandor; pero en ese instante, en ese último resplandor, vi a Terminus Esi en lo más profundo del agua. Me doblé en la oscuridad, metí la Garra de nuevo en mi bota, y cogí mi espada; y al hacerlo, descubrí que el entumecimiento de mi brazo había desaparecido, y que ahora parecía tan fuerte como antes de la pelea.

Sonó un cuarto paso y me volví para huir, tanteando delante de mí con la espada. Creo que ahora sé a qué criatura invocamos desde las raíces del continente; pero entonces no lo sabía, y no sabía si fue el rugir de los hombres mono, o la luz de la Garra o alguna otra causa lo que la despertó. Sólo sabía que muy debajo de nosotros había algo ante lo cual los hombres monos, a pesar de su número y de lo terrorífico de su aspecto, se desperdigaban como chispas al viento.

VII — Los asesinos

Cuando pienso en mi segundo pasaje por el túnel que me llevaba al mundo exterior, creo que duró una guardia o más. Admito que mis nervios nunca han estado perfectamente templados, pues siempre los ha atormentado una memoria incesante, pero entonces se encontraban en extrema tensión, de manera que tres zancadas parecían abarcar toda una vida. Por supuesto que yo estaba asustado. Nunca me han llamado cobarde desde niño, y en determinadas ocasiones algunas personas han comentado mi valentía. He desempeñado sin desmayo mis cometidos como miembro del gremio, me he batido privadamente y en guerras, he escalado peñascos y en varias ocasiones estuve a punto de perecer ahogado. Pero pienso que entre quienes tienen fama de valientes y aquellos de quienes se piensa que son cobardes como gallinas, no hay mucha diferencia: los segundos tienen miedo antes del peligro, y los primeros, después de él.