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Desde luego, nadie puede encontrarse muy asustado en el momento de un gran peligro inminente, pues el cerebro está demasiado concentrado en la cosa misma y en los actos que son necesarios para enfrentarla o evitarla. El cobarde, pues, es cobarde porque su miedo lo lleva con él; a veces, las personas a quienes creemos cobardes nos sorprenden por su bravura, si no han sido advertidos del peligro que corren.

El maestro Gurloes, de quien cuando yo era niño pensaba que tenía el más impávido valor, era sin duda un cobarde. Durante el período en que Drotte fue capitán de aprendices, Roche y yo solíamos alternar, por turnos, en el servicio del maestro Gurloes y del maestro Palaemón, y una noche, cuando el maestro Gurloes se hubo retirado a su cabina, habiéndome dado instrucciones para que me quedara y le llenase la copa, comenzó a hacerme confidencias.

—Muchacho, ¿conoces a la cliente fa? Es hija de armígero, y bastante guapa.

Como aprendiz, trataba poco con los clientes; así que negué con la cabeza.

—Ha de ser abusada.

No tenía idea de lo que quería decir, así que respondí: —Sí, maestro.

—Se trata de la desgracia más grande que le puede sobrevenir a una mujer, o también a un hombre. Ser abusada por el torturador. —Se tocó el pecho y echó hacia atrás la cabeza para mirarme. La cabeza era notablemente pequeña para un hombre tan enorme; de haber llevado camisa o chaqueta (lo que desde luego nunca hacía), hubiérase creído que la llevaba forrada.

—Sí, maestro.

—¿No te vas a ofrecer a hacerlo en mi lugar? Con lo joven y jugoso que eres. No me digas que aún no tienes pelos.

Por fin comprendí lo que quería decir, y le dije que no me había enterado de que estuviera permitido, porque aún era aprendiz, pero que si él lo ordenaba desde luego, obedecería.

—Sí, imagino que sí. No está mal, ¿sabes? Pero es alta, y no me gustan las altas. Puedes estar seguro de que en esa familia ha habido un bastardo exultante hace una generación o dos. Como dicen, la sangre siempre te traiciona, aunque sólo nosotros sabemos todo lo que eso significa. ¿Quieres hacerlo?

Me alargó la copa y la llené.

—Si lo deseas, maestro… —La verdad era que me excitaba imaginarlo. Nunca había poseído a una mujer.

—Tú no puedes y yo debo. ¿Y si yo fuera interrogado? Pues también estoy obligado a certificarlo y a firmar los papeles. Soy maestro del gremio desde hace veinte años y nunca he falsificado ningún papel. Supongo que crees que no puedo hacerlo.

Eso nunca se me había ocurrido, así como nunca había pensado lo contrario (que todavía pudiera quedarle algo de vigor sexual) del maestro Palaemón, cuyo pelo canoso, espalda encorvada y gafas escrutadoras le daban el aspecto de una persona eternamente decrépita.

—Bien, mira aquí —dijo el maestro Gurloes, y con un movimiento se levantó de la silla.

Era de esos capaces de caminar bien y de hablar con claridad incluso cuando están borrachos, y se dirigió con mucho aplomo hacia un armario y sacó un jarrón de porcelana azul, aunque por un momento pensé que iba a dejarlo caer…

—Esto es una medicina rara y potente. —Quitó la tapadera y me enseñó un polvillo marrón oscuro. No falla nunca. Lo tendrás que utilizar algún día, de manera que debes conocerlo. Pon en la punta de un cuchillo exactamente lo que puedas coger con la uña del dedo, ¿entiendes? Si coges demasiado, no podrás aparecer en público durante un par de días.

Dije:

—Lo recordaré, maestro.

—Por supuesto que es un veneno. Todas las medicinas lo son, y ésta es la mejor. Si te excedes un poco te matará. Y no has de volver a tomarlo hasta que cambie la luna, ¿comprendes?

—Quizá sería mejor hacer que el hermano Corbinian pese la dosis, maestro.

Corbinian era nuestro boticario; me aterrorizaba que el maestro Gurloes fuera a tragarse una cucharada ante mis ojos.

—No me hace falta pedírselo. —Despectivamente puso de nuevo la tapadera sobre la jarra y de un golpe volvió a colocarla en la estantería del armario. —Eso está bien, maestro.

—Además —dijo guiñándome un ojo—, contaré con esto. —Del bolsillo del cinturón sacó un falo de hierro; medía palmo y medio y en el extremo opuesto a la punta tenía una correa de cuero. Aunque te parezca idiota, lector, por un instante no se me ocurrió para qué podría ser aquello, a pesar del realismo algo exagerado del diseño. Tenía la idea confusa de que el vino lo había vuelto infantil, pues un niño es quien supone que no hay una diferencia esencial entre una montura de madera y un verdadero animal. Me dieron ganas de reír.

—«Abusar», ésa es la palabra. Ahí, ya ves, es donde nos dejan una salida. —Y se golpeaba con el falo de hierro la palma de la mano, el mismo gesto, ahora que lo pienso, que había hecho el hombre mono que me había amenazado con el mazo. Entonces lo comprendí y sentí un asco irreprimible.

Pero ahora ya no sentiría ese sentimiento de asco en una situación parecida. Yo no sentía compasión por la cliente, porque no pensaba en absoluto en ella. Era sólo una especie de repugnancia por el maestro Gurloes, que a pesar de toda su voluminosidad y enorme fortaleza tenía que recurrir al polvillo marrón, y lo que es peor, al falo de hierro, un objeto que quizás habían quitado de una estatua. Sin embargo, en otra ocasión en que el acto tenía que cumplirse inmediatamente por temor a que la orden no pudiera ser ejecutada antes de que la cliente muriera, lo vi actuar en seguida, sin polvillo ni falo ni dificultad alguna.

Así pues, el maestro Gurloes era un cobarde. Y, sin embargo, quizá su cobardía era mejor que el valor que yo hubiera tenido en su lugar, pues el coraje no siempre es una virtud. Yo había actuado con valentía (según se cuentan esas cosas) cuando peleé contra los hombres mono, pero esa valentía no fue más que una mezcla de osadía, sorpresa y desesperación; cuando ya en el túnel no había motivo para tener miedo, yo lo tenía, y casi me reventé los sesos contra el techo bajo; pero no me detuve, ni siquiera aminoré la marcha hasta que no vi enfrente de mí la apertura, que el bendito resplandor de la luz de la luna hacía visible. Entonces fue cuando realmente me detuve; y sintiéndome a salvo, limpié mi espada lo mejor que pude con el borde rasgado de mi capa, y la enfundé.

Hecho esto, me la eché al hombro, y con un balanceo me dejé caer hacia fuera, tanteando con la punta de mis empapadas botas los rebordes que me habían ayudado a subir. Acababa de llegar al tercero de los rebordes, cuando dos dardos inflamados golpearon la roca cerca de mi cabeza. Uno debió quedarse can la punta incrustada en alguna irregularidad de la antigua obra, pues permaneció allí abrasándose en blanco fuego. Me acuerdo de mi sorpresa, y de cómo esperé, en los pocos momentos que mediaron antes de que el siguiente golpeara más cerca todavía y casi me cegara, que los arbalestos no fueran de ésos que ponen en la cuerda un nuevo proyectil cuando se aprieta el gatillo y que son tan rápidos en volver a disparar.

Cuando el tercero estalló contra la piedra, supe que era en verdad un arbalesto de ese tipo, y me dejé caer antes de que los tiradores, que ya habían fallado, pudieran volver a disparar.

Había, como tenía que haberlo sabido, un profundo remanso donde caía el agua que salía de la boca de la mina. Me di una nueva zambullida, pero como ya estaba mojado no me sentó mal e incluso apagó las manchas de fuego que se me habían pegado a la cara y a los brazos.

Ahora ni se planteaba la cuestión de permanecer debajo del agua, que me cogió como si fuera un palo y me hizo subir por donde quiso. Por la más feliz de las casualidades, fui a emerger a cierta distancia de la cara de la roca, y pude contemplar a mis atacantes desde atrás mientras trepaba a la orilla. Ellos y la mujer que los acompañaba, estaban mirando al lugar donde la cascada caía. Desenvainé Terminus Est por última vez en la noche mientras gritaba: