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—Por aquí, Agia.

Ya había adivinado que se trataba de ella, pero al volverse (más rápida que ninguno de los hombres que estaban con ella) le vi la cara a la luz de la luna. Para mí era una cara terrible (si bien adorable a pesar de toda su modestia), porque contemplarla significaba que Thecla seguramente había muerto.

El hombre más cercano a mí fue bastante estúpido como para tratar de llevarse el arbalesto al hombro antes de apretar el gatillo. Me agaché cercenándole las piernas, mientras el dardo del otro silbaba sobre mi cabeza como un meteoro.

Cuando de nuevo me erguí, el segundo hombre había dejado caer su arbalesto y se estaba llevando la mano al cinto. Agia fue más veloz, hiriéndome en el cuello con un athame antes de que el arma de él estuviera fuera de la vaina. Esquivé el primer golpe de ella y le paré el segundo, aunque la hoja de Terminus Est no estaba hecha para la esgrima. Cuando la ataqué tuvo que retroceder de un salto.

—Ponte detrás —le dijo al segundo arbalestero—. Yo puedo enfrentarme con él.

El hombre no respondió, y la boca se le abrió en una amplia mueca. Antes de darme cuenta de que no era a mí a quien miraba, algo con un resplandor febril saltó a mi lado. Oí el repugnante sonido de un cráneo que se rompe. Agia se volvió con la agilidad de un gato, y hubiera atravesado al hombre mono si de un golpe en la mano yo no le hubiera quitado el cuchillo; el arma envenenada cayó rebotando hasta el remanso del río. Entonces trató de huir, pero la agarré por el cabello y la hice caer.

El hombre mono farfullaba algo sobre el cuerpo del arbalestero que había matado, y nunca he sabido si trataba de quitarle alguna cosa o si simplemente sentía curiosidad por su aspecto. Apreté con el pie el cuello de Agia y el hombre mono se incorporó, volvió la cara hacia mí, y a continuación cayó de hinojos en la postura que yo le habla visto en la mina, y levantó los brazos. Le faltaba una mano. Reconocí el tajo limpio de Terminus Est. El hombre mono farfulló algo que no pude entender. Traté de contestar: —Sí, yo lo hice, lo siento. Ahora estamos en paz.

Me miró con ojos suplicantes y habló de nuevo. Todavía le caía un hilo de sangre del muñón, aunque las gentes de su especie han de tener un mecanismo para cerrar las venas, como el que tienen los tilacodontes, según se dice; sin los cuidados de un cirujano, con esa herida cualquier hombre se hubiera desangrado hasta morir.

—Yo te la hice, pero fue mientras aún peleábamos, antes de que vierais la Garra del Conciliador.

Entonces se me ocurrió que quizá me había seguido para volver a contemplar la gema, dominando el temor a aquella cosa que habíamos despertado debajo de la colina. Me llevé la mano al borde de la bota y saqué la Garra, y en ese momento me di cuenta de lo estúpido que había sido en poner la bota y su preciosa carga tan cerca del alcance de Agia, pues los ojos se le agrandaron de codicia en el momento en que el hombre mono se agachó aún más y alargó el muñón lastimoso.

Por un momento permanecimos los tres en esa postura, y éramos sin duda un extraño grupo en aquella luz irreal. Desde los picos de más arriba, una voz sorprendida gritó mi nombre. Como el sonido de una trompeta que en una representación fantasmagórica disuelve todo lo fingido, ese grito puso fin a nuestra escena. Bajé la Garra y la escondí en la palma de mi mano. De un salto, el hombre mono se lanzó a la cara de la roca, y Agia comenzó a debatirse y a maldecir bajo mi pie.

La calmé golpeándola de plano con mi espada, pero mantuve la bota encima de ella hasta que Jonas me hubo alcanzado y ya fuimos dos para impedir que escapase.

—Pensé que podrías necesitar ayuda. Ya veo que me equivocaba —dijo mientras miraba los cadáveres de los hombres que habían estado con Agia.

Le dije: —No fue ésta la verdadera pelea.

Agia se incorporó sentándose y se sacudió el cuello y los hombros.

—Éramos cuatro, y hubiéramos dado buena cuenta de ti, pero los cuerpos de esas cosas, esos hombres-tigre luciérnagas, comenzaron a asomar por el agujero y dos de los míos tuvieron miedo y escaparon.

Jonas se rascó la cabeza con su mano de acero: el sonido de un corcel almohazado.

—Así que vi lo que creí ver. Había empezado a preguntármelo.

Le pregunté qué creía haber visto.

—Un ser que resplandecía en un ropaje de piel y que te hacía una reverencia. Y tú sostenías una copa de coñac ardiente, creo. ¿O era incienso? ¿Qué es esto? —Se inclinó y cogió algo del borde de la orilla donde el hombre mono se había puesto de hinojos.

—Una cachiporra.

—Sí, ya lo veo. —En el extremo de la empuñadura de hueso había una tira de cuero y Jonas se la pasó por la muñeca.— ¿Quiénes son estas personas que trataron de matarte?

—Lo hubiéramos conseguido si no hubiera sido por esa capa. Lo vimos salir del agujero, pero la capa lo cubrió cuando empezó a descender, de modo que mis hombres no pudieron ver el blanco, sólo la piel de sus brazos.

Expliqué tan brevemente como pude mis relaciones con Agia y su hermano gemelo, y describí la muerte de Agilus.

—Y ahora ella ha venido a juntarse con él. —Jonas miró primero a ella y luego la longitud carmesí de Terminus Est, y se encogió levemente de hombros. —He dejado arriba mi petigallo, y tendría que ocuparme de él. Así después puedo decir que no vi nada. ¿Fue esta mujer quien envió la carta?

—Tendría que haberlo sabido. Le conté lo de Thecla. Tú no sabes nada de Thecla, pero ella sí. De eso trataba la carta. Le conté todo mientras visitamos el Jardín Botánico en Nessus. En la carta había errores y cosas que Thecla no hubiera dicho, pero cuando la leí no me paré a pensarlo.

Me retiré y volví a poner la Garra en la bota, metiéndola bien adentro.

—Tal vez sea mejor que te ocupes de tu animal, como dices. El mío parece haber escapado, y quizá tengamos que cabalgar en el tuyo por turnos.

Jonas asintió y regresó subiendo por donde había venido.

—Me estabas esperando, ¿no? —le pregunté a Agia—. Oí algo y el diestrero meneó las orejas. Eras tú. ¿Por qué no me mataste entonces?

—Estábamos allí arriba —hizo un gesto indicando las alturas—, y quise que los hombres que pagué tiraran contra ti cuando subías caminando por la corriente. Fueron estúpidos y tozudos como siempre son los hombres, y dijeron que no desperdiciarían sus dardos, que las criaturas de ahí dentro te matarían. Hice caer rodando la piedra más grande que pude mover, pero para entonces ya era demasiado tarde.

—Te habían contado lo de la mina?

Agia encogió los hombros desnudos, que la luz de la luna convirtió en algo más hermoso que la carne.

—Como vas a matarme, ¿qué más me da? Todos los lugareños cuentan historias sobre este sitio. Dicen que esas cosas salen de noche durante las tormentas y se llevan los animales de los establos y a veces entran en las casas por los niños. Y una leyenda dice que dentro guardan un tesoro, así que también lo puse en la carta. Pensé que si no venías por Thecla podrías venir por eso. ¿Puedo volverte la espalda, Severian? Si da lo mismo, no quiero verlo.

Cuando lo dijo, sentí como si se me hubiera quitado un peso del corazón: no estaba seguro de poder golpearla si hubiera tenido que mirarle la cara.

Levanté mi propio falo de hierro y sentí entonces que quería preguntarle otra cosa a Agia, pero no conseguí recordar lo que podía ser.

—Golpea —dijo—. Estoy dispuesta.

Traté de pisar con firmeza y mis dedos tocaron la cabeza de la mujer en la guarda de la espada, la cabeza que marcaba el filo femenino.