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»Primero, la última pregunta. Los antiguos autarcas, que no lo eran o no se les llamaba así, utilizaron sin duda soldados humanos, pero los guerreros que crearon humanizando animales, y quizás en secreto animalizando hombres, eran más leales. Tenían que serlo, puesto que el populacho, que odiaba a sus gobernantes, odiaba todavía más a estos servidores inhumanos. Así, a los servidores podía hacérseles soportar cosas que no hubieran tolerado los soldados humanos. A eso puede obedecer el que se les utilizara en la Muralla. O tal vez haya otra explicación completamente diferente.

Jonas hizo una pausa y fue hacia la ventana para mirar no la calle, sino las nubes.

—Ignoro si tus hombres mono son el mismo tipo de híbrido. El que vi me pareció bastante humano exceptuando la piel, así que me siento inclinado a convenir contigo en que son seres humanos cuya naturaleza esencial ha experimentado algún cambio a causa de la vida en las minas y el contacto con las reliquias de la ciudad allí enterradas. Urth es ya muy antiguo. Es muy antiguo, y no cabe duda de que en tiempos periclitados se han enterrado muchos tesoros. El oro y la plata no se alteran, pero sus guardianes pueden sufrir metamorfosis más extrañas que las que cambian la uva en vino y la arena en perlas.

Dije:

—Pero los del exterior aguantamos la oscuridad todas las noches, y se nos traen los tesoros que se sacan de las minas. ¿Por qué no hemos cambiado también?

Jonas no respondió, y recordé mi promesa de no preguntarle nada más. Aunque cuando se volvió a mirarme, en sus ojos había algo que me decía que me estaba comportando como un idiota, que en realidad habíamos cambiado. De nuevo volvió a darme la espalda y a mirar por la ventana hacia arriba.

—De acuerdo —asentí—, no tienes que contestar a eso. Pero ¿y la otra pregunta que prometiste responder? ¿Cómo pueden los soldados humanos resistir a los monstruos de los mares?

—Tenías razón al decir que Erebus y Abaia son grandes como montañas, y admito que me sorprendió que lo supieras. La mayoría de la gente carece de imaginación para concebir algo tan enorme, y piensa que no son más grandes que casas o barcos. Su tamaño real es tan enorme que si bien siguen en este mundo no pueden nunca abandonar el agua, pues su propio peso los aplastaría. No debes imaginártelos golpeando la Muralla con los puños, o lanzando cascotes aquí y allá. Reclutan a sus servidores con el pensamiento y los lanzan contra todas las normas que se oponen a las propias.

Entonces Jonas abrió la puerta de la posada y desapareció en el tumulto de la calle; yo seguí donde estaba, con el codo apoyado en la mesa donde habíamos comido, y me acordé del sueño que había tenido cuando compartí la cama con Calveros. La tierra no podría sostenemos, habían dicho las monstruosas mujeres.

Ahora he llegado a un punto de mi narración donde es inevitable que escriba sobre algo que en gran parte he evitado referir hasta ahora. Tú que lees no habrás dejado de darte cuenta de que no he tenido escrúpulos en volver a contar con gran detalle cosas que sucedieron hace años y en transcribir las palabras mismas de aquellos que me hablaron y las palabras mismas con que yo repliqué; y quizás hayas creído que no se trata más que de un recurso convencional que he adoptado para hacer que mi narración sea más fluida. La verdad es que me cuento entre los tocados por la maldición de tener lo que se llama una memoria perfecta. No podemos, como se dice sin más, acordamos de todo. Soy incapaz de retener el orden en que estaban colocados los libros en la biblioteca del maestro Ultan, pero recuerdo cosas que casi todo el mundo olvida: la posición que ocupada cada uno de los objetos sobre una mesa por la que pasé cuando era niño, o incluso que anteriormente me acordé de algo y cómo ese incidente recordado era distinto del recuerdo que de él guardo ahora.

Esta capacidad de retener fue lo que me convirtió en el alumno preferido del maestro Palaemón, así que a ella puede atribuírsele la existencia de este relato, pues si él no me hubiera favorecido, no habría sido enviado a Thrax con la espada.

Hay quien dice que esta capacidad está unida a la falta de juicio; no soy yo quien puede saberlo. Pero en ella hay otro peligro, con el que he tropezado muchas veces. Cuando vuelvo el pensamiento hacia el pasado, como estoy haciendo ahora y como hice cuando traté de recordar mi sueño, el recuerdo es tan nítido que parece que me moviera de nuevo en el día que ya murió, un nuevo viejo día, inalterado cada vez que lo saco a la superficie de mi mente, siendo sus eidólones tan reales como yo. Ahora mismo soy capaz de cerrar los ojos y penetrar en la celda de Thecla como lo hice una tarde de invierno; y en seguida mis dedos notan el calor de su vestido y mi nariz se llena del perfume de su persona, un perfume como de cálidas azucenas delante del fuego. Le levanto el vestido y abrazo su cuerpo de marfil, sintiendo sus pechos contra mi cara…

¿Lo ves? Es muy fácil malgastar horas y días con tales recuerdos, y en ocasiones me sumerjo tanto en ellos que me embriagan y me ahogan. Eso fue lo que acababa de ocurrir. Los pasos que oí en la caverna de los hombres monos todavía resonaban en mi mente. Buscando alguna explicación volví a mi sueño, seguro ahora de que sabía de dónde procedía y esperando que hubiera revelado más de lo que yo mismo había aprehendido.

De nuevo me encuentro subido sobre la mitrada montura de alas de piel. Los pelícanos vuelan bajo nosotros batiendo las alas rígidas y formalmente, y las gaviotas se lamentan volando en círculos.

De nuevo vuelvo a caer por el abismo del aire, avanzo silbando hacia el mar, pero permanezco suspendido por unos momentos entre olas y nubes. Me doblo para ponerme de cabeza, dejo que las piernas me sigan detrás como bandera al viento y de esta manera atravieso el agua y veo flotando en el claro azul la cabeza con cabellos de serpiente y el animal de múltiples cabezas, y después el jardín de arena, que se mueve en torbellinos mucho más abajo. La gigantesca figura femenina levanta unos brazos como troncos de sicómoro, y en la punta de los dedos tiene garras de amaranto y entonces, de súbito, yo, hasta entonces ciego, comprendí por qué Abaia me había enviado este sueño y había tratado de reclutarme para la gran guerra final de Urth.

Mas ahora la tiranía de la memoria agobiaba mi voluntad. Aunque veía las titánicas odaliscas y su jardín y sabía que no eran más que trozos recordados de un sueño, no podía escapar a fascinación de esas mujeres y a la memoria del sueño. Unas manos me agarraron como si fuera un muñeco, y mientras era así zarandeado entre las meretrices de Abaia, fui levantado de mi ancho sillón de la posada de Saltus; y, sin embargo, durante quizás un centenar de latidos más, no pude librar mi mente del mar y de sus mujeres de cabellos verdes.

—Está durmiendo.

—Tiene los ojos abiertos.

—¿Nos llevamos la espada? —dijo una tercera voz.

—Tráela. Quizás haya trabajo para ella.

Las titanes se esfumaron. Hombres con piel de antílope y tosca lana impedían que me moviera, y otro con un corte en la cara apoyaba la punta de un puñal contra mi garganta. El hombre de mi derecha blandía Terminus Est con la mano libre. Se trataba del voluntario de barba negra que había ayudado a tirar el muro de la casa tapiada.

—Alguien viene.

El hombre de la cicatriz en la cara se hizo a un lado. Oí un ruido metálico en la puerta y la exclamación que lanzó Jonas al ser empujado hacia dentro.

—Este es tu señor, ¿no? Bueno, amigo, no te muevas ni grites. Vamos a mataros.

IX — El señor del follaje

Nos obligaron a permanecer de cara a la pared mientras nos maniataban. Después nos ataron las capas por encima del hombro para ocultar las ataduras y para que pareciera que caminábamos con las manos unidas por detrás, y nos condujeron al patio, donde un enorme baluchiterio se mecía de una a otra pata bajo un sencillo howdah de hierro y cuerno. El hombre que me aferraba el brazo izquierdo golpeó por encima de nosotros con un palo la corva del animal para hacer que se arrodillara, tras lo cual nos hicieron subir a lomos de la bestia.