Выбрать главу

El camino que nos trajo a Saltus a Jonas y a mí discurría entre montones de escombros procedentes de las minas, compuestos en gran parte de piedras y ladrillos rotos. Cuando cabalgué siguiendo las engañosas indicaciones de la carta de Agia, volví a pasar por más escombros, aunque el camino me llevó sobre todo a través del bosque por el lado más cercano a la villa. Ahora avanzábamos entre montones de escoria por donde no había ningún sendero. Los mineros habían descargado en este lugar, además de mucha basura, todo lo que habían extraído del pasado enterrado que pudiera manchar el buen nombre de la villa y su industria. Todo lo que era asqueroso yacía apilado en inestables montones diez veces más altos que el elevado lomo de un baluchiterio: estatuas obscenas, inclinadas y desmoronándose, y huesos humanos que aún tenían adherida carne seca y marañas de cabello. Y con ellos, diez mil hombres y mujeres que, buscando una resurrección privada, eran ahora cadáveres eternamente imperecederos; yacían aquí como borrachos después de una bacanal, rotos los sarcófagos de cristal y las extremidades relajadas en grotesco desarreglo, las ropas podridas o en trance de pudrirse y los ojos fijamente clavados en el cielo.

Al principio Jonas y yo habíamos tratado de interrogar a nuestros captores, pero nos habían hecho callar a golpes. Ahora que el baluchiterio avanzaba entre esta desolación, parecían más relajados y volví a preguntar adónde nos llevaban. El hombre de la cicatriz en la cara respondió: —A la naturaleza silvestre, la patria de los hombres libres y las mujeres adorables.

Pensé en Agia y le pregunté si la servía. Él rió y negó con un movimiento de la cabeza.

—Mi señor es Vodalus del Bosque.

—¡Vodalus!

—De modo que lo conoces, ¿eh? —dijo, y dándole un codazo al hombre de barba negra que venía en el howdah con nosotros añadió—: Sin duda Vodalus te tratará con mucha amabilidad por haberte ofrecido con tanto entusiasmo a martirizar a uno de sus servidores.

—Sí, le conozco —dije, y ya iba a contar al hombre de la cicatriz mi relación con Vodalus, cuya vida había salvado el año antes de convertirme en capitán de aprendices. Pero entonces me pregunté si Vodalus lo recordaría, y sólo dije que si hubiera sabido que Barnoch servía a Vodalus, de ningún modo me habría prestado a ejecutar el suplicio. Por supuesto que mentía, pues yo lo sabía y acepté el encargo remunerado pensando que podría ahorrar algún sufrimiento a Barnoch. Esa mentira no sirvió; los tres reaccionaron con una risa ahogada, incluso el conductor, que cabalgaba sobre el cuello del baluchiterio.

Cuando al fin callaron, pregunté: —Anoche salí de Saltus cabalgando hacia el nordeste. ¿Llevamos el mismo camino ahora?

—¿Así que fue eso? Nuestro señor vino a buscarte y volvió con las manos vacías. —El hombre de la cicatriz en la cara sonrió, y observé que no le desagradaba haber triunfado en la misión en que el propio Vodalus había fracasado.

Jonas susurró: —Vamos hacia el norte, como puedes comprobar por el sol.

—Sí —dijo el hombre de la cicatriz en la cara, que tenía sin duda un oído penetrante—. Hacia el norte, pero no por mucho tiempo. —Y después, para pasar el rato, me describió los medios con que el señor trataba a los prisioneros, la mayoría de los cuales eran en extremo primitivos y más propensos a los efectos dramáticos que a una verdadera agonía.

Como si una mano invisible hubiera corrido una cortina sobre nosotros, las sombras de los árboles cayeron sobre el howdah. Atrás quedó el destello de millones de trozos de cristal y también la fija mirada de los ojos muertos, y penetramos en la frescura y la verde umbría del bosque alto. Al lado de estos troncos poderosos, hasta el baluchiterio, cuya altura era la de tres hombres, no parecía más que un pequeño y escurridizo animalito; y los que íbamos sobre el lomo podíamos haber sido pigmeos de un cuento infantil que se encaminaban al hormiguero: la fortaleza del duende diminuto que ejercía de monarca.

Y se me ocurrió que estos troncos apenas habían sido más pequeños cuando todavía yo no había nacido, y que habían seguido como ahora cuando yo jugaba siendo niño entre los cipreses y las pacíficas tumbas de nuestra necrópolis y que permanecerían allí, bebiendo de la última luz del sol moribundo, igual que ahora, cuando yo estuviera muerto tanto tiempo como los que allí descansaban. Vi cuán poco pesaba en la escala de las cosas que yo viviera o muriera, por preciosa que mi vida fuera para mí. Y de esos dos pensamientos forjé una disposición a aferrarme a la vida en cualquier ocasión, pero sin importarme demasiado si conseguía salvarme o no. Creo que gracias a esa disposición conseguí vivir; para mí ha sido una magia tan fiel que desde entonces la llevo conmigo, no siempre con éxito, pero sí a menudo.

—Severian, ¿estás bien?

Era Jonas quien hablaba. Lo miré, creo, un poco sorprendido.

—Sí. ¿Te parecí enfermo?

—Por un momento, sí.

—Sólo estaba reflexionando sobre la familiaridad de este lugar, tratando de comprenderlo. Creo que me recuerda muchos días de verano en la Ciudadela. Estos árboles son casi tan grandes como las torres de allí. Muchas de esas torres están envueltas en yedra, de manera que en los días apacibles de verano la luz tiene entre ellas esta calidad de esmeralda. También éste es un lugar apacible, como aquel…

—¿Qué más?

—Tienes que haber ido en barca muchas veces, Jonas.

—Sí, de vez en cuando.

—Es algo que quise hacer desde hace mucho, y lo hice por vez primera cuando a Agia y a mí nos transportaron a la isla del jardín Botánico, y más tarde cuando atravesamos el Lago de los Pájaros. El movimiento es muy parecido al de este animal, e igual de silencioso, con la salvedad del chapoteo ocasional del remo al entrar en el agua. Ahora siento como si estuviera viajando por el agua a través de la Ciudadela, remando solemnemente.

Al oír eso, Jonas se quedó tan serio que viéndole la cara se me escapó una carcajada, y me puse de pie con la intención, creo, de echar un vistazo por encima del antepecho del howdah y hacer ver, con algún comentario sobre el suelo del bosque, que todo era un juego de mi imaginación.

Sin embargo, no había acabado de levantarme cuando el hombre de la cicatriz también lo hizo, poniéndome la punta del puñal a un lado de mi garganta, y me dijo que volviera a sentarme. Negué despectivamente con la cabeza.

Entonces blandió el arma.

—Siéntate o te abro la barriga.

—¿Y vas a renunciar a la gloria de llevarme prisionero? No lo creo. Espera a que los otros le cuenten a Vodalus que me apuñalaste teniéndome maniatado.

Ahora le tocaba jugar al destino. El hombre de la barba, que tenía a Terminus Est, trató de desenvainarla, pero como no estaba familiarizado con la manera adecuada de desnudar una espada tan larga (que consiste en agarrar la empuñadura con una mano y la garganta de la vaina con la otra y extraer la espada abriendo los brazos a derecha e izquierda), trató de sacarla tirando, como si arrancara cizaña en un campo. En su torpeza, uno de los movimientos del vaivén del baluchiterio lo tomó desprevenido, cayendo contra el hombre de la cicatriz. Los filos de la espada, capaces de partir un cabello, los cortó a los dos. El hombre de la cicatriz se echó hacia atrás y Jonas, apresando con un pie por detrás a este hombre y empujando contra su pierna con la planta del otro, logró hacerlo caer sobre la barandilla del howdah.

Mientras, el hombre de la barba había soltado Terminus Est y se miraba la herida, que era muy larga, pero sin duda poco profunda. Yo conocía esa arma como la palma de mi mano, y en un momento me volví, me agaché y agarré la empuñadura, y teniéndola entre los talones, corté las ataduras de mis muñecas. El hombre de la barba negra sacó entonces una daga y pudo haberme matado si Jonas no le hubiera dado una patada entre las piernas.