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Quedó doblado, y mucho antes de que pudiera enderezarse yo ya estaba de pie con Terminus Est dispuesta.

La contracción de los músculos lo catapultó a una posición erguida, como suele suceder cuando el sujeto no está habituado a arrodillarse; creo que las salpicaduras de la sangre fue la primera indicación que tuvo el conductor (tan rápido había sucedido todo) de que algo iba mal. Se volvió para miramos y pude alcanzarlo muy limpiamente, de un tajo horizontal con una sola mano mientras me inclinaba hacia el exterior de howdah.

La cabeza de mi víctima no había acabado de golpear el suelo cuando el baluchiterio avanzó entre dos enormes árboles tan juntos uno del otro que pareció apretarse entre ellos como un ratón en el resquicio de una pared. Más allá había un claro más abierto que todo lo que yo había visto en el bosque. En él crecía la hierba y el helecho, y sobre este suelo, libre del velo verde, jugueteaba la luz del sol, rica como el oropimente. En este lugar se alzaba el trono de Vodalus, bajo el dosel de un emparrado; y sucedió que ahí estaba sentado con la chatelaine Thea junto a él en el momento en que entramos, juzgando y recompensando a sus seguidores.

Jonas no vio nada de eso, pues aún seguía tendido en el suelo de howdah, donde estaba cortando con la daga la cuerda que le ataba las manos. Lo ayudé a levantarse, pues yo lo veía todo estando de pie, en equilibrio contra la inclinación del lomo del baluchiterio y con la espada erguida, ya roja hasta la empuñadura. Cien rostros se volvieron hacia nosotros, entre ellos el del exultante que ocupaba el trono y la cara en forma de corazón de su consorte; y en sus ojos vi lo que ellos debieron de haber visto en esos momentos: el enorme animal cabalgado por un hombre descabezado, con las patas delanteras teñidas de sangre; yo erguido sobre el lomo de mi espada y la capa fulígina.

Si me hubiera agachado o hubiera intentado huir o azuzar al baluchiterio para que corriera más, hubiera muerto. En lugar de eso, y en virtud de la disposición de ánimo que había adquirido cuando vi los cuerpos tanto tiempo muertos entre los escombros de las minas y los árboles eternos, me quedé como estaba, y el baluchiterio, sin nadie para guiarlo, avanzó con paso uniforme, mientras los seguidores de Vodalus se hacían a un lado para hacerle paso, hasta que tuvo delante de él el estrado sobre el que se levantaba el trono y el dosel. Entonces se detuvo y el cuerpo del hombre muerto se inclinó hacia delante y cayó sobre el estrado a los pies de Vodalus: y yo, inclinándome muy hacia fuera del howdah, golpeé al animal detrás de una y otra pata con la parte plana de mi espada e hice que se arrodillara.

En el rostro de Vodalus se dibujó una tenue sonrisa que sugería muchas cosas, una de ellas (quizá la dominante) la diversión.

—Envié a mis hombres a por el decapitador, y ya veo que han logrado traerlo.

Le saludé con la espada, sosteniendo la empuñadura ante los ojos como se nos enseñó a hacerlo cuando un exultante acudía a presenciar una ejecución en el Patio Grande.

—Sieur, es el antidecapitador a quien os han traído: hace tiempo que vuestra propia cabeza hubiera rodado sobre un suelo recién removido si no hubiera sido por mí.

Entonces me miró más de cerca; me miró la cara en vez de la espada o la capa, y después de unos instantes dijo: —En efecto, tú fuiste aquel joven. ¿Tanto tiempo ha pasado?

—El suficiente, sieur.

—Hablaremos en privado de todo esto, pero ahora me esperan mis funciones públicas. Quédate aquí. —Y señaló al suelo a la izquierda del estrado.

Bajé del baluchiterio seguido de Jonas, y dos mozos se llevaron el animal. Allí quedamos esperando y oímos cómo Vodalus impartía órdenes y transmitía planes, recompensaba y castigaba, durante quizás una guardia. Toda la jactanciosa panoplia humana de pilares y arcos no es más que una imitación en piedra estéril de los troncos y las bóvedas que dibujan las ramas del bosque, y aquí me pareció que apenas había diferencia alguna entre ambas cosas, excepto que la una era gris o blanca y la otra marrón, y verde pálido. Entonces creí comprender por qué ni el Autarca con todos sus soldados, ni los exultantes con todas las huestes de sus servidores podían subyugar a Vodalus; porque ocupaba la fortaleza más poderosa de Urth, mucho más grande que nuestra Ciudadela, con la que yo la había parangonado.

Por fin despidió a la multitud, yendo cada cual a su lugar, y bajó del estrado para hablarme, agachándose hacia mí como si yo hubiera sido un niño.

—Ya me serviste en una ocasión —dijo—. Por eso te perdonaré la vida, pase lo que pase, aunque quizá sea necesario que sigas siendo mi huésped durante algún tiempo. Sabiendo que tu vida ya no corre peligro, ¿me servirás otra vez?

El juramento de fidelidad al Autarca que yo había prestado con ocasión de mi ascenso, no tenía la fuerza suficiente para resistir al recuerdo de esa tarde nebulosa con la que he comenzado este relato de mi vida. Los juramentos de fidelidad no son más que meras cuestiones de honor comparados con los beneficios que damos a los otros, que son cosas del espíritu; basta con que salvemos alguna vez a otro, y somos suyos para toda la vida. Se suele decir que la gratitud no se encuentra. Eso no es verdad: quien lo dice es que no ha buscado donde debía. Uno que de verdad hace un beneficio a otro se encuentra por un momento al mismo nivel que el Pancreador, y en gratitud por esa elevación servirá al otro todos sus días; y así se lo dije a Vodalus.

—¡Bien! —dijo, y me dio una palmada en el hombro—. Ven. No lejos de aquí tenemos preparado algo para comer. Si tu amigo y tú os sentáis conmigo a la mesa, os diré lo que debe hacerse.

—Sieur, yo he deshonrado una vez a mi gremio.

Sólo pido no deshonrarlo de nuevo.

—Nada de lo que hagas será conocido —dijo Vodalus, y eso me satisfizo.

X — Thea

Acompañados de una docena de personas, abandonamos el claro a pie, y a media legua de distancia encontramos entre los árboles una mesa puesta. Yo me coloqué a la izquierda de Vodalus, y mientras los demás comían yo simulé hacerlo y deleité mis ojos mirándolo a él y a su señora, a quien tan a menudo había rememorado mientras me encontraba echado en el camastro entre los aprendices de nuestra torre.

Cuando lo salvé, mentalmente al menos todavía era un niño, y a un niño todos los adultos le parecen muy elevados aunque en realidad sean de muy baja estatura. Ahora veía que Vodalus era tan alto o más que Thecla, y que Thea, la hermanastra de Thecla, era tan alta como ella. Entonces supe que ambos tenían verdaderamente sangre exaltada y no eran simples armígeros como lo había sido sieur Racho.

Fue de Thea de quien me enamoré primero, adorándola por pertenecer al hombre que yo había salvado. Al comienzo había amado a Thecla porque me recordaba a Thea. Ahora (cuando muere el otoño y también el invierno y la primavera, y el verano vuelve de nuevo, siendo el final y también el comienzo del año) volvía a amar a Thea una vez más, porque ella me recordaba a Thecla.

Vodalus dijo: —Eres un admirador de las mujeres. —Y yo cerré los ojos.

—Pocas veces he estado entre gente cortés, sieur. Os pido me perdonéis.

—Como comparto tu admiración, no hay nada que perdonarte. Aunque espero que no estuvieras estudiando esa grácil garganta con la idea de cercenarla.

—Jamás, sieur.

—Me alegra mucho saberlo. —Tomó una fuente con tordos, eligió uno y lo puso sobre mi plato. Era una señal de predilección especial.— Y sin embargo, admito que estoy un poco sorprendido. Pues yo hubiera pensado que alguien de tu profesión nos miraría a los pobres humanos como un carnicero mira el ganado.