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—De eso no puedo informaros, sieur. A mí no me han educado como a un carnicero.

Vodalus se rió.

—¡Buena salida! Casi lamento ahora que hayas accedido a servirme. Si te hubieses conformado con ser mi prisionero, hubiéramos intercambiado muchas conversaciones deliciosas mientras te utilizaba, como era mi intención, como moneda de cambio por la vida del infortunado Barnoch. Tal como están las cosas, por la mañana te habrás ido. Sin embargo, creo que tengo una misión para ti que se ajustará a tus inclinaciones.

—Sin duda, sieur, si se trata de una misión vuestra.

—Estás perdiendo el tiempo en el cadalso —sonrió—. Dentro de no mucho te encontraremos un trabajo mejor. Pero si quieres servirme bien, has de comprender algo sobre la posición de las piezas en el tablero y el objetivo del juego en que intervenimos. Llama a ambos bandos blancos y negros, y en honor de tu vestimenta, y para que sepas dónde están tus intereses, nosotros seremos los negros. Sin duda te han contado que los negros no somos más que bandidos y traidores; sin embargo, ¿tienes idea de lo que perseguimos?

—¿Dar jaque mate al Autarca, sieur?

—Eso estaría bien, pero no es más que un paso y no nuestra meta final. Has venido de la Ciudadela (como ves, sé algo de tus viajes e historias), esa gran fortaleza de días periclitados, de manera que debes sentir cierto aprecio por el pasado. ¿Nunca se te ha ocurrido que hace una quilíada la humanidad era mucho más rica y más feliz que ahora?

—Todo el mundo sabe —dije— que hemos decaído mucho desde los hermosos días del pasado.

—Como fue entonces volverá a ser de nuevo: hombres de Urth navegando entre los astros, saltando de galaxia a galaxia, dueños de los hijos del sol.

La chatelaine Thea, que sin duda había estado escuchando a Vodalus aunque no lo parecía, me miró inclinándose y dijo, con voz melosa e insinuante: —¿Sabes, torturador, que nuestro mundo fue rebautizado? Los hombres del alba fueron al rojo Verthandi, que entonces era llamado Guerra. Y como estimaron que esa desagradable denominación disuadiría a los posibles seguidores, le cambiaron el nombre llamándolo Presente. Era un juego de palabras en la lengua de ellos, pues significaba tanto «ahora» como «regalo». Al menos, así nos lo explicó una vez a mi hermana y a mí uno de nuestros tutores, aunque no me imagino ninguna lengua que pudiera soportar tal confusión.

Vodalus la escuchaba como si estuviera impaciente por tomar él la palabra. Aunque sus buenas maneras le impedían interrumpirla.

—Entonces otros, que por sus propias conveniencias hubieran arrastrado a todo un pueblo al más recóndito de los mundos habitables, intervinieron también en el juego y llamaron a ese mundo Skuld o el Mundo del Futuro. De modo que el nuestro se convirtió en Urth, o Mundo del Pasado.

—Me temo que en eso estés equivocada —le dijo Vodalus—. Sé de buena fuente que este mundo en que vivimos se viene llamando así desde lo más remoto de los tiempos. Sin embargo, tu error es tan encantador que preferiría que tú tuvieras razón y yo estuviera equivocado.

Thea le sonrió y Vodalus se volvió y me habló otra vez.

—Aunque la historia de mi querida chatelaine no explica por qué Urth se llama así, acierta en cambio en lo importante. En aquellos tiempos la humanidad viajaba con sus propias naves de un mundo a otro, los dominaba y construía en ellos las ciudades del Hombre. Ésos fueron los grandes días de nuestra raza, cuando los padres de los padres de nuestros padres se esforzaban por ser los dueños del universo.

Hizo una pausa, y como pareció esperar que le hiciera algún comentario, dije: —Sieur, desde entonces hemos caído mucho en sabiduría.

—Eso es, ahora apuntas bien, pero a pesar de toda tu perspicacia, has errado el blanco. No hemos caído en sabiduría. Donde hemos caído es en poder. Los estudios han avanzado sin descanso, pero aunque los hombres han aprendido todo lo que se necesita para alcanzar el poder, la energía del mundo se ha agotado. Ahora existimos de manera precaria sobre las ruinas de quienes nos precedieron. Mientras que algunos surcan el aire en sus máquinas voladoras, recorriendo diez mil leguas al día, nosotros nos arrastramos sobre la piel de Urth incapaces de ir de un horizonte al siguiente antes de que quien está más al oeste se haya levantado para velar el sol. Hace un momento hablaste de dar jaque mate a ese mamarracho del Autarca. Ahora quiero que te hagas a la idea de dos autarcas: dos grandes poderes que luchan por imponerse. El blanco trata de mantener las cosas como están, el negro, de encaminar al Hombre por el sendero de la dominación. Lo llamé negro por casualidad, pero viene a cuento recordar que es de noche cuando vemos claramente los astros; están muy remotos y son casi invisibles a la roja luz del día. De estos dos poderes, ¿a cuál servirías?

El viento se movía en los árboles, y me pareció que en la mesa todo el mundo había callado escuchando a Vodalus y esperando mi respuesta. Dije: —Al negro, sin duda.

—¡Bien! Pero como hombre sensato debes comprender que el camino de la reconquista no puede ser fácil. A aquellos que no desean ningún cambio sus escrúpulos les impedirán moverse. Somos nosotros quienes debemos hacerlo todo. Nosotros quienes debemos aventuramos a todo.

Los demás habían empezado a hablar y a comer de nuevo. Yo bajé la voz hasta que sólo Vodalus pudo oírme.

—Sieur, hay algo que no os he contado. No me atrevo a ocultarlo más tiempo por temor a que penséis que no os soy fiel.

Como dominaba la intriga mejor que yo, antes de contestar se volvió haciendo como que comía.

—¿Qué es? Suéltalo de una vez.

—Sieur, tengo una reliquia: se trata de lo que llaman la Garra del Conciliador.

Mientras le hablaba estaba mordiendo un muslo de tordo. Vi cómo se detenía y sus ojos se volvían para mirarme, aunque su cabeza seguía inmóvil.

—¿Deseáis verla, sieur? Es una gema muy hermosa, y la tengo metida en la bota.

—No —susurró—, bueno, quizá sí, más tarde, pero no aquí… No, mejor no, definitivamente.

—¿A quién entregársela entonces?

Vodalus masticó y tragó.

—Oí decir a unos amigos de Nessus que había desaparecido. ¿Así que la tenías tú? Debes quedártela hasta que puedas librarte de ella. No trates de venderla. En seguida la identificarían. Escóndela en algún lugar. Si es necesario, tírala a un pozo.

—Pero, sieur, sin duda es muy valiosa.

—Está más allá de todo valor, lo que significa que no tiene ninguno. Tú y yo somos hombres de sentido común. —A pesar de lo que decía, noté que hablaba con miedo en la voz.— Pero el populacho la considera sagrada, y cree que obra todo tipo de maravillas. Si la tuviera conmigo, me llamarían sacrílego y enemigo de Teologúmenon. Nuestros señores pensarían que los he traicionado. Tienes que decirme…

En ese mismo momento, un hombre que antes no había visto llegó corriendo hasta la mesa; su mirada indicaba que tenía noticias urgentes. Vodalus se levantó y se alejó unos pasos con él, y juntos me dieron la impresión de un apuesto maestro de escuela con un niño, pues la cabeza del mensajero no llegaba al hombro de Vodalus.

Seguí comiendo, pensando que volvería pronto; pero tras interrogar largo rato al mensajero se fue con él, desapareciendo entre los anchos troncos de los árboles. Uno tras otro, los demás también se fueron levantando hasta que no quedamos más que la hermosa Thea, Jonas y yo, y otro hombre.

—Vais a uniros a nosotros —dijo Thea, con su seductora voz—. Sin embargo, desconocéis nuestras maneras. ¿Necesitáis dinero?

Yo dudé, pero Jonas dijo: —Eso es algo que siempre se agradece, chatelaine, igual que las desgracias de un hermano mayor.