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Volví a salir después de desayunar y vi cómo cobraban forma los pensamientos encantados del alcalde. Los campesinos acudían a la villa con frutas y animales y rollos de telas tejidas en casa para vender; había entre ellos unos cuantos autóctonos cargados de pieles y de ristras de pájaros negros y verdes cazados con cerbatana. Ahora deseaba poder tener aún el manto que me había vendido el hermano de Agia, pues mi capa fulígina atraía extrañas miradas. De nuevo iba a volver a entrar en la posada cuando oí el ruido de pies marchando a paso ligero, ruido que me había hecho familiar la instrucción de la guarnición en la Ciudadela y que no había vuelto a oír desde que saliera de allí.

El ganado que yo había contemplado por la mañana había bajado al río para ser transportado en gabarras hasta los mataderos de Nessus. Estos soldados venían desde el río en sentido contrario. No pude saber si eso se debía a que los oficiales pensaban que la marcha los endurecía o porque las barcas que los habían traído se necesitaban en otro lugar o porque estaban destinados a una zona alejada del Gyoll. Oí gritar la orden de que cantaran mientras se aproximaban a la multitud, cada vez más densa, y simultáneamente los golpes de los palos que blandían los veintenos y los aullidos de los desgraciados que los habían recibido.

Se trataba de kelaus, y cada uno iba armado de una honda cuya empuñadura medía dos codos y llevaba una cartuchera de cuero pintado para balas incendiarias. La mayoría de ellos parecían más jóvenes que yo y sus brigantinas doradas, los ricos cinturones y las vainas de sus largas dagas proclamaban que pertenecían al cuerpo de elite de los erentarii. La canción que entonaron no aludía al combate o a las mujeres, como suele ser en el canto militar, y era un verdadero canto de honderos. La que estuve escuchando ese día decía así:

Siendo yo niño, me dijo mi madre: «Seca esas lágrimas, y ve a acostarte; sé que mi hijo muy lejos irá, ya que nació bajo una estrella fugaz».
Años más tarde, me dijo mi padre, tirándome del pelo y golpeándome el cráneo: «Por una cicatriz no ha de llorar quien ha nacido bajo una estrella fugaz».
Me encontré con un mago, y el mago me dijo: «Muchacho, veo sangre en tu porvenir, y fuego y revueltas, incursiones y guerras, oh tú nacido bajo una estrella fugaz».
Me encontré con un pastor, y el pastor me dijo: «Las ovejas vamos a donde nos llevan, a Puerta de Alba, donde esperan los ángeles, siguiendo una estrella fugaz».

Y así continuaba, verso tras verso, algunos de ellos crípticos (o así me lo parecieron), otros sencillamente cómicos y otros pergeñados claramente para satisfacer la rima, y se repetían una y otra vez.

—Hermoso espectáculo, ¿no es así? —Era el posadero, cuya calva cabeza estaba sobre mi hombro. Son del sur: observe cuántos hay rubios y pecosos. Allí están acostumbrados al frío y tendrán que estar en las montañas. Pero su canto despierta el deseo de unirse a ellos. ¿Cuántos cree que son?

Las mulas de carga empezaban a aparecer: portaban raciones y eran azuzadas pinchándolas con espadas.

—Dos mil o dos mil quinientos.

—Gracias, señor. Me gusta llevar la cuenta. Le parecería increíble la cantidad de ellos que he visto venir por este camino y los pocos que han regresado. Bueno, creo que eso es la guerra. Siempre intento convencerme de que siguen allí, quiero decir, donde quiera que vayan, pero usted y yo sabemos que muchos fueron para quedarse. Y sin embargo ese canto despierta el deseo de ir con ellos.

Pregunté si tenía noticias de la guerra.

—Pues sí, sieur. Ya hace años que me intereso por ella, aunque no parece que las batallas que se libran tengan muchas repercusiones, ¿me entiende? Parece que jamás se aproximan o se alejan demasiado de nosotros. Siempre he supuesto que nuestro Autarca y el de ellos fijan un lugar para la lucha, y cuando ésta acaba ambos vuelven a casa. Mi mujer, como buena tonta, no cree que haya guerra alguna.

La multitud se había cerrado tras el último mulero, y se hacía más densa a cada palabra que hablábamos. Los hombres se afanaban en levantar tiendas y pabellones, estrechando la calle y aumentando así la apretura de gente; de suelo parecían brotar como árboles altas estacas de las que colgaban máscaras de pelo hirsuto.

—¿Y adónde piensa su mujer que van los soldados? —pregunté al posadero.

—En busca de Vodalus, eso dice. ¡Como si el Autarca, por cuyas manos corre el oro y a quien sus enemigos besan los talones, fuera a enviar a todo su ejército para atrapar a un bandido!

Apenas oí una palabra más allá de Vodalus.

Daría cuanto poseo para ser como los que os quejáis de que la memoria os abandona. Con la mía no sucede así. Mis recuerdos siempre permanecen, y siempre con la misma nitidez que en la primera impresión, de modo que una vez conjurados me transportan como un hechizo.

Creo que me alejé del posadero y me mezclé con la multitud de rústicos que empujaban y de vendedores charlatanes, pero no los vi, y tampoco lo vi a él. En cambio, sentí bajo mis pies los senderos de necrópolis sembrados de huesos, y a través de la niebla que emanaba del río vi cómo la esbelta figura de Vodalus entregaba la pistola a su amiga y desenvainaba la espada. Ahora (es triste haberse convertido en hombre) ese gesto me parecía extravagante. El que en cien letreros clandestinos decía luchar por las viejas costumbres, por la antigua y gran civilización que Urth había perdido, se despojaba del arma eficaz de esa civilización.

Que mis recuerdos del pasado permanezcan intactos tal vez se deba sólo a que el pasado no existe más que en mi memoria. Sin embargo Vodalus, que —como yo— quería resucitarlo, seguía siendo una criatura del presente. Nuestro pecado imperdonable: sólo somos capaces de ser lo que somos.

De haber sido yo uno de vosotros a quien la memoria le falla, sin duda lo habría rechazado esa mañana en que me abría paso a codazos entre la multitud, y así de algún modo habría escapado a esta muerte en vida que me atenaza incluso mientras escribo estas palabras. O quizá no habría escapado en absoluto. Sí, es más probable que no. Y en todo caso las viejas emociones recordadas eran demasiado intensas. Me atrapaba la admiración de lo que una vez admiré, como una mosca en ámbar sigue siendo prisionera de algún pino que desapareció hace un tiempo.

II — El Hombre en la Oscuridad

La casa del bandido no se distinguía en nada de las demás casas de la villa. Era de piedra de las minas, tenía un solo piso y el tejado era plano y de aspecto sólido, hecho de lajas del mismo material. La puerta y la única ventana que yo veía desde la calle habían sido toscamente tapiadas. Un centenar de asistentes a la feria se encontraba ante la casa, charlando y señalando; pero de dentro no venía ningún ruido, ni de la chimenea salía humo.

—¿Es corriente hacer esto por aquí? —pregunté a Jonas.

—Es tradición. ¿No has oído decir que «una leyenda, una mentira y una probabilidad hacen una tradición»?

—Me parece que sería bastante fácil salir. Podría abrirse paso por la ventana o por la pared misma de noche, o bien cavar un pasadizo. Es claro que si cabía esperar esto (y no hay razón para lo contrario si esto es corriente y si realmente él espiaba para Vodalus) podía haberse procurado herramientas y algo de comer y beber.