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—Dicen que es peligroso —dijo la voz embaucadora de Thea— cuando se ha conocido al compartido en vida; cuando se juntan los recuerdos, el cerebro puede desconcertarse. Sin embargo yo, que la quise, correré ese riesgo; y sabiendo por tu mirada cuando hablabas de ella que también lo desearías, no le dije nada a Vodalus.

Vodalus levantó la mano para tocar el brazo de la figura mientras era transportada a través del círculo, esparciendo alrededor un olor dulce e inconfundible. Me acordé de los agutíes que se servían en los banquetes de nuestras mascaradas, con la piel de coco especiado y los ojos de frutas en conserva, y supe que lo que yo veía no era más que una recreación de ese tipo: un ser humano en carne asada.

Creo que en ese momento me hubiera vuelto loco de no haber sido por el alzabo. El alzabo se interponía entre mi percepción y la realidad como un gigante de niebla, que permitía verlo todo sin aprehender nada. También tenía yo otro aliado: se trataba del conocimiento que crecía en mí, de la certidumbre de que si ahora consintiera y devorase alguna parte de la sustancia de Thecla, las huellas de su pensamiento, que de otro modo pronto se perderían en la carne corrupta, penetrarían en mí y perdurarían, aun atenuadas, mientras yo viviera.

Llegó el consentimiento. Lo que estaba a punto de hacer ya no me parecía inmundo ni espantoso. Al revés, me abrí a Thecla y engalané de bienvenida la esencia de mi ser. También llegó el deseo, nacido de la droga, un hambre que ningún otro manjar podía satisfacer, y cuando paseé la mirada por el círculo vi que ese hambre estaba en todos los rostros.

El servidor de la librea, de quien pienso que debió de haber pertenecido a la antigua casa de Vodalus y que se exilió con él, se unió a los seis que habían traído a Thecla al círculo y ayudó a bajar la litera. Durante un momento las espaldas de los hombres me impidieron ver. Cuando se apartaron, ella había desaparecido; no quedaban más que trozos de carne humeante puestos sobre lo que podía haber sido un mantel blanco… Comí y esperé, suplicando el perdón. Ella merecía el sepulcro más suntuoso, un mármol inapreciable de exquisita armonía. En cambio la sepultarían en mi taller de torturador, de suelo cepillado e instrumentos ocultos bajo guirnaldas de flores. El aire de la noche era fresco, pero yo sudaba. Esperé a que ella viniera, sintiendo las gotas que me resbalaban por el pecho desnudo y mirando al suelo porque tenía miedo de verla en las caras de los demás antes de sentirla en mí mismo.

Justo cuando ya desesperaba, ella estaba allí, llenándome como una melodía llena una casa de descanso. Yo me encontraba con ella, corriendo junto al Acis cuando éramos niños. Conocía la antigua villa en medio de un oscuro lago, el paisaje a través de las polvorientas ventanas del belvedere, y el espacio secreto en ese rincón particular entre dos habitaciones donde nos sentábamos al mediodía para leer a la luz de una vela. Yo conocía la vida en la corte del Autarca, donde el veneno esperaba en una taza de diamante. Supe lo que era, para alguien que nunca había visto una celda ni había conocido el látigo, ser prisionero de los torturadores, y lo que significaba la agonía y la muerte.

Supe que para ella yo había sido más de lo que había imaginado, y por último caí en un sueño en el que ella aparecía siempre. No eran sólo recuerdos, que antes había tenido a montones. Tomé sus pobres y frías manos entre las mías, y ya no llevaba los harapos de aprendiz ni la capa fulígina de oficial. Ambos éramos uno, desnudo y feliz y limpio, y sabíamos que ella ya no era y que yo todavía vivía, y no luchábamos contra nada de eso, y con los cabellos entrelazados leíamos de un único libro y hablábamos y cantábamos sobre otras cosas.

XII — Los nótulos

De mis sueños de Thecla pasé directamente a la mañana. En algún instante estuvimos caminando juntos y en silencio, en lo que seguramente tuvo que ser el paraíso que el Sol Nuevo, dicen, abre a quienes en el momento final llaman a él; y aunque los sabios opinan que está cerrado para quienes se autoejecutan, no puedo dejar de pensar que aquel que tanto perdona, en ocasiones también ha de perdonar eso. Al instante siguiente tuve frío y había una luz molesta y aves que piaban.

Me senté. Mi capa estaba empapada de rocío, y rocío tenía sobre la cara, como si fuera sudor. Junto a mí, Jonas había empezado a removerse. A diez pasos de distancia, dos grandes diestreros, uno de color vino blanco y el otro negro sin manchas, tascaban los frenos y pateaban con impaciencia. Del festín y de los festejantes ya no quedaba más rastro que de Thecla, a quien nunca he vuelto a ver de nuevo y a quien ya no espero ver en esta vida.

Terminus Est estaba junto a mí en la hierba, segura en la tosca y bien lubricada vaina. La cogí y caminé colina abajo hasta que encontré una corriente de agua donde intenté refrescarme. Cuando regresé, Jonas estaba despierto. Le indiqué dónde estaba el agua y durante su ausencia dije mi adiós a la muerta Thecla.

Sin embargo, alguna parte de ella todavía queda en mí. En ocasiones yo, el que recuerda, no soy Severian, sino Thecla, como si mi mente fuera un cuadro enmarcado y con cristal, y Thecla estuviera delante de ese cristal y se reflejara en él. Y también desde esa noche, cuando pienso en ella sin pensar a la vez en un momento o lugar determinados, la Thecla que surge de mi imaginación está de pie ante un espejo con una túnica centelleante, blanca como el rocío y que apenas le cubre los pechos, pero que cae en cascadas siempre cambiantes. Por un momento la veo allí de pie; las manos se levantan para tocar nuestra cara.

Después desaparece en los torbellinos de una habitación con paredes y techo y suelo de espejos; no cabe duda de lo que veo en esos espejos: la memoria que ella guarda de su propia imagen, pero tras dar un paso o dos ella se desvanece en la oscuridad y dejo de verla.

Para cuando Jonas hubo regresado yo ya había dominado mi dolor y era capaz de fingir que examinaba nuestras monturas.

—La negra es para ti —dijo— y la baya para mí, obviamente. Aunque las dos parecen valer más que cualquiera de nosotros, como dijo el marinero al cirujano que le amputó las piernas. ¿A dónde nos dirigimos?

—A la Casa Absoluta. —Vi la incredulidad en su cara.— ¿Oíste mi charla de anoche con Vodalus?

—Oí ese nombre, pero no que nos dirigiéramos allí.

Como he dicho antes, no soy jinete, pero puse el pie en el estribo del diestrero negro y monté. En el corcel que robé a Vodalus dos noches antes, la silla de montar estaba alta, y aunque endiabladamente incómoda, era muy difícil caerse de ella; este diestrero negro sólo llevaba una capa de terciopelo acolchado, de aspecto lujoso pero también traicionero. No bien me hube instalado, el diestrero empezó a bailar con ganas.

Tal vez era el peor momento, pero también el único. Pregunté: —¿Cuánto recuerdas?

—¿Sobre la mujer de anoche? Nada. —Jonas esquivó el corcel negro, soltó las riendas del bayo y lo montó.— No comí. Vodalus te estaba observando y ellos, una vez bebida la droga, no se fijaban en mí, y de todos modos he aprendido el arte de aparentar que como sin comer de veras.

Lo miré sorprendido.

—Lo he practicado contigo varias veces; ayer, durante el desayuno, por ejemplo. Mi apetito no es grande, y le encuentro ventajas sociales. —Mientras acosaba a su bayo una cuesta abajo en el bosque, gritó por encima del hombro:— Resulta que conozco el camino bastante bien, por lo menos la mayor parte. ¿Pero te importaría decirme por qué garfios?

—Dorcas y Jolenta estarán allí —dije—. Y tengo un encargo de nuestro señor, Vodalus. —Como era casi seguro que nos vigilaban, no dije que no tenía intención de cumplirlo.