Llegado a este punto, he de pasar muy rápidamente por encima de los acontecimientos de varios días pues sino mi relato no acabaría nunca. Cabalgando con Jonas, le conté todo lo que Vodalus me había dicho y mucho más. Hicimos alto en los pueblos y ciudades que encontramos, y en ellos practiqué los conocimientos de mi oficio, no porque el dinero que ganaba nos fuera estrictamente necesario (puesto que teníamos las bolsas que nos había asignado la chatelaine Thea, una gran parte de mi paga de Saltus y el dinero que Jonas había obtenido por el oro del hombre mono), sino para borrar toda sospecha.
Al amanecer del cuarto día aún nos apresurábamos hacia el norte. A nuestra derecha, el Gyoll reflejaba el sol como un dragón que avanzara perezoso guardando el camino prohibido que era de hierba en la ribera. El día anterior habíamos visto una patrulla de ulanos, hombres que cabalgaban de manera parecida a nosotros y llevaban lanzas como las que acabaron con los viajeros en la Puerta de la Piedad.
Jonas, que desde que partimos se había mostrado inquieto, murmuró: —Hemos de apresurarnos si queremos acercarnos a la Casa Absoluta esta noche. Ojalá Vodalus te hubiera dado la fecha en que comienza la celebración y algunos indicios de cuánto va a durar.
Yo pregunté: —¿Sigue estando lejos la Casa Absoluta?
Él señaló hacia una isla en el río.
—Me parece que recuerdo esa isla, y dos días más tarde algunos peregrinos me dijeron que la Casa Absoluta estaba cerca. Me previnieron contra los pretorianos y parecían saber de qué hablaban.
Imité a Jonas, y puse al trote mi montura.
—Ibas caminando.
—Montaba a mi petigallo. Supongo que nunca volveré a ver a la pobre bestia. Cuando iba deprisa avanzaba menos que estos animales a paso lento, te lo aseguro. Pero no estoy convencido de que los diestreros sean dos veces más rápidos.
Iba a decirle que no creía que Vodalus nos hubiera despachado entonces si no hubiera pensado que llegaríamos a tiempo a la Casa Absoluta, cuando algo, que al principio me pareció un enorme murciélago, pasó deslizándose a un palmo sobre mi cabeza.
Yo no sabía qué era, pero Jonas sí. Gritó palabras que no entendí y arreó a mi diestrero con los extremos de sus riendas. La bestia dio un salto hacia delante y casi me tumbó, y en un instante nos encontramos galopando como locos. Recuerdo haber pasado como una centella por entre dos árboles sin que sobrara más de un palmo a ambos lados, mientras que veía la silueta de la criatura recortada contra el cielo como una mancha de hollín. Un momento más tarde matraqueaba entre las ramas detrás de nosotros.
Cuando dejamos atrás el margen del bosque y nos adentramos más allá en la seca hondonada, dejé de verla; pero cuando llegamos a la parte baja y comenzamos a subir por el otro lado, emergió de entre los árboles, más desgarrado que nunca.
Durante el lapso de una oración pareció que nos había perdido de vista, remontándose a un costado de nuestro propio camino y volviendo luego sobre nosotros en un vuelo prolongado y horizontal. Desenvainé Terminus Est, y golpeándole el cuello con las riendas, llevé a mi animal entre la cosa voladora y Jonas.
Aunque nuestros diestreros eran rápidos, la criatura era todavía más rápida. Si mi espada hubiera sido puntiaguda, creo que podría haberla ensartado mientras descendía; en ese caso es probable que yo hubiera muerto. Pero le acerté con un mandoble. Fue como cortar el aire, y me pareció que la cosa era demasiado ligera y dura, aun para filo tan mordiente. Un instante más tarde se partió como un trapo. Sentí una breve sensación de calor, como si la puerta de un horno se hubiera abierto y cerrado sin ruido.
Yo hubiera desmontado para examinarlo, pero Jonas gritó y me hizo señas. Habíamos dejado muy atrás los bosques altos que rodean Saltus, y estábamos entrando en un terreno muy accidentado de pronunciadas colinas y ásperos cedros. Había un bosquecillo en lo alto de la cuesta. Nos lanzamos como locos a las enmarañadas ramas, tumbados sobre los cuellos de nuestras monturas. Pronto el follaje fue tan espeso que sólo pudimos avanzar a paso lento. Casi en seguida llegamos a una pared de roca, y nos vimos obligados a detenernos. Cuando dejamos de abrirnos camino entre las ramas, oí otra cosa detrás de nosotros, crujidos secos, como si un pájaro herido aleteara entre las copas de los árboles. La fragancia medicinal de los cedros me oprimía los pulmones.
—Debemos salir de aquí —Donas jadeó—, o al menos seguir avanzando. —El extremo astillado de una rama le había horadado la mejilla, y cuando hablaba le corría un hilo de sangre. Después de mirar en ambas direcciones, escogió la que llevaba al río, por la derecha, y azotó a su montura para obligarla a atravesar lo que parecía una espesura impenetrable.
Dejé que fuera abriéndome camino, pensando que si la cosa oscura nos alcanzaba yo podría oponerle alguna defensa. Pronto la vi entre el follaje gris verdoso; momentos después apareció otra muy parecida a la primera y a muy corta distancia.
El bosque acabó, y de nuevo marchamos al galope. Las aleteantes manchas nocturnas venían detrás de nosotros, pero aunque parecían más rápidas porque eran más pequeñas, volaban más lentamente que la entidad anterior.
—Tenemos que encontrar una hoguera —gritó Jonas por encima del tamborileo de los cascos de los diestreros—, o un animal grande que podamos matar. Si despanzurráramos una de estas bestias, probablemente eso bastaría, pero si no, no podremos huir.
Con un gesto, le indiqué que yo tampoco quería matar a uno de los diestreros, aunque me cruzó por la mente que el mío pronto podía caer exhausto. Donas ya estaba teniendo que frenar el suyo para no distanciarse de mí. Le pregunté: —¿Es sangre lo que quieren?
—No. Calor.
Jonas desvió el diestrero hacia la derecha y le golpeó el flanco con la mano de acero. Tuvo que haber sido un buen golpe, pues el animal, como aguijoneado, brincó hacia delante. Saltamos por encima de un cauce seco, y de costado entre resbalones y tropiezos, descendimos por una cuesta polvorienta hasta un terreno abierto y ondulante, donde los diestreros podían correr a su máxima velocidad.
Detrás de nosotros aleteaban los andrajos negros.
Volaban al doble de la altura de un árbol alto y parecía que los llevaba el viento, aunque la inclinación de la hierba indicaba que volaban contra él.
Delante de nosotros, la disposición del terreno cambió tan sutil y sin embargo tan abruptamente como el paño se altera en las costuras. Una sinuosa franja verde se extendía tan plana como si le hubieran pasado un rodillo, y por ella me adentré con el corcel negro, gritándole en las orejas y golpeándolo de plano con mi espada. El animal estaba empapado de sudor y sangraba por los arañazos de las ramas astilladas de los cedros. Detrás, oía que Jonas me gritaba advertencias, pero no le hice caso.
Torcimos por una curva, y vi el resplandor del río a través de un hueco entre los árboles. Otra curva, y mi montura empezó a desmayar otra vez… Y entonces, a lo lejos, vi lo que había estado esperando. Quizá no debí decirlo, pero entonces levanté mi espada al Cielo, al sol venido a menos con un gusano en el corazón, y grité: —¡Su vida por la mía, Sol Nuevo, por tu ira y mi esperanza!
El ulano (sólo había uno allí) pensó seguramente que yo lo estaba amenazando, y en realidad así era. El flamear azul de la punta de su lanza aumentó mientras corría hacia nosotros.
A pesar del viento, el diestrero negro me obedeció volviéndose como liebre perseguida. Un tirón de riendas, y resbaló y se dio vuelta aplastando las hierbas del camino. Casi en seguida galopábamos hacia las cosas que estaban persiguiéndonos. No sé si Donas entendió mi plan, pero así me pareció, pues lo siguió sin aminorar nunca la marcha.
Una de las criaturas aleteantes descendió sobre nosotros, y todo Urth pareció como un agujero cortado en el universo, pues era una fulígina auténtica, tan desprovista de luz como mi propio atuendo. Creo que iba por Jonas, pero se puso al alcance de mi espada y lo partí como había hecho antes, y volví a sentir aquel tufo de calor. Sabiendo de dónde procedía, me pareció peor que cualquier olor nauseabundo. Sólo con sentirlo en la piel me puse enfermo. Con las riendas desvié al diestrero del río, temiendo en cualquier momento la descarga de la lanza del ulano, que llegó cuando apenas habíamos dejado el camino, abrasando la tierra e incendiando un árbol muerto.