—¿Quién eres?
—Un amigo.
Aunque estaba débil, el ulano intentó levantarse. Le di la mano y tiré de él hacia arriba. Por un momento se fijó en todo: en mí, en los dos hombres que corrían hacia él y en los árboles. Nuestros diestreros parecían atemorizarlo, incluso el suyo propio, que seguía esperando pacientemente a su jinete.
—¿Qué lugar es éste?
—Sólo un trecho del antiguo camino que corre junto al Gyoll.
Sacudió la cabeza y se la apretó con ambas manos.
Hethor llegó jadeando, como un perro malcriado que corre cuando lo llaman y después espera que lo acaricien. Su compañero, a quien había dejado unos cien pasos atrás, vestía de colores llamativos y tenía el aspecto untuoso de un pequeño comerciante.
—M-m-maestro —dijo Hethor—, no puedes imaginarte c-c-cuántos problemas, c-c- cuántas terribles pérdidas y dificultades hemos tenido para alcanzarte atravesando las montañas, atravesando los anchos mares agitados y las c-c-crujientes llanuras de este bonito mundo. ¿Qué soy yo, t-t-tu esclavo, sino una cáscara abandonada, al capricho de mil olas, arrojada a este solitario lugar porque no p-p-puedo descansar sin ti? ¿C-c- cuántas fatigas creerás, maestro de roja garra, que nos has costado?
—Puesto que os dejé en Saltus a pie y estos últimos días he cabalgado en buena montura, pienso que bastantes.
—Exacto —dijo—, exacto. —Y miró a su compañero con ojos reveladores, como si mi información hubiera confirmado algo que él le había contado antes, y se dejó caer para descansar sobre la tierra.
El ulano dijo lentamente: —Soy Cornet Mineas. ¿Quién eres tú?
Hethor sacudió la cabeza como si hubiera hecho una reverencia. —M-m-mi maestro es el noble Severian, servidor del Autarca, cuyo orín es el vino de sus súbditos, en el Gremio de los Buscadores de la Verdad y la Penitencia. He-hehethor es su humilde servidor. Beuzec es también su humilde servidor. Supongo que el hombre que se alejó a caballo es también su servidor.
Le indiqué que callara.
—No somos más que pobres viajeros, Cornet. Te vimos desmayado en el suelo y tratamos de ayudarte. Hace un rato creíamos que estabas muerto; no podía faltar mucho.
—Pero ¿qué lugar es éste? —volvió a preguntar el ulano.
Hethor contestó de nuevo con avidez: —El camino al norte de Quiesco. M-m-maestro, estuvimos en la noche oscura navegando las anchas aguas del Gyoll sobre un barco. D-d- desembarcamos en Quiesco. El p-p-pasaje lo pagamos Beuzec y yo trabajando sobre cubierta y en las velas. Avanzaba despacio río arriba, mientras los afortunados zumbaban por encima en camino hacia la C-C-Casa Absoluta, pero el barco avanzaba estuviéramos dormidos o d-d-despiertos, y así pudimos alcanzarte.
—¿La Casa Absoluta? —musitó el ulano.
—Creo que no está muy lejos —dije.
—Tendré que vigilar atentamente.
—Estoy seguro de que uno de tus compañeros vendrá pronto. —Me apoyé en mi diestrero y monté.
—M-m-maestro, ¿no irás a dejarnos otra vez? Beuzec sólo te ha visto actuar dos veces.
Me disponía a contestar a Hethor cuando mis ojos captaron un destello blanco entre los árboles al otro lado del camino. Algo enorme se movía allí. En seguida se me ocurrió que quien había enviado los nótulos podía tener otras armas a mano, y hundí mis talones en las ijadas del diestrero negro.
Con un brinco arrancó a galopar. Durante media legua o más corrimos por la estrecha franja de tierra que separaba el camino del río. Cuando por fin vi a Jonas, crucé el camino para avisarle, y dije lo que había visto.
Mientras yo hablaba, Jonas me escuchó con aire reflexivo. Cuando hube acabado, dijo: —No conozco nada como lo que describes, pero puede haber muchas importaciones de las que nada sé.
—¡Pero seguramente una cosa así no iría suelta por ahí como una vaca extraviada!
En lugar de responder, Jonas apuntó hacia la tierra a unos pocos pasos.
Un sendero de grava cuya anchura apenas sobrepasaba un codo serpeaba por entre los árboles. Yo nunca había visto tantas flores silvestres creciendo juntas al borde de un sendero, y los guijarros qué lo componían eran de tamaño tan uniforme y de una blancura tan reluciente que seguramente habían sido traídos de alguna playa secreta y remota.
Me acerqué cabalgando y le pregunté a Jonas qué podía significar allí ese sendero.
—Seguramente una cosa: que ya estamos en el recinto de la Casa Absoluta.
De repente, me acordé del lugar.
—Sí —dije—, en cierta ocasión Josefa y yo, con algunas otras mujeres, vinimos a pescar aquí. Cruzamos al lado del roble retorcido…
Jonas me miraba como si yo estuviera loco, y por un momento yo también lo creí. Antes había cabalgado a menudo en monturas de cacería, pero ésta era una bestia de carga. Mis manos subieron como arañas para arrancarme los ojos, y lo hubiera hecho si el hombre harapiento que estaba junto a mí no me las hubiera bajado de un golpe con su mano de acero.
—No eres la chatelaine Thecla. Eres Severian, un oficial de los torturadores que tuvo la desgracia de amarla. Mírate. —Y alzó la mano de acero de modo que yo pudiera ver la cara de un extraño, estrecha, fea y desconcertada, reflejada en la palma pulida.
Recordé entonces nuestra torre, las murallas curvadas de metal liso y oscuro.
—Soy Severian —dije.
—Correcto. La chatelaine Thecla ha muerto.
—Jonas…
—Dime.
—Ahora el ulano está vivo, tú lo viste. La Garra le devolvió la vida. Se la puse sobre la frente, pero quizás él la vio con sus ojos muertos. Se incorporó sentándose, respiró y me habló, Jonas.
—No estaba muerto.
—Tú lo viste —repetí.
—Soy mucho más viejo que tú. Más viejo de lo que crees. Si hay una cosa que he aprendido en mis múltiples viajes, es que los muertos no se levantan ni los años regresan. Lo que ha sido y se fue no vuelve de nuevo.
El rostro de Thecla aún seguía delante de mí, pero un oscuro viento lo arrastró hasta que desapareció ondeando. Dije: —Si sólo la hubiera utilizado, si hubiera invocado el poder de la Garra cuando estábamos en el banquete del muerto…
—El ulano estaba casi asfixiado, pero no muerto del todo. Cuando le extraje los nótulos podía respirar, y después de un tiempo recobró la conciencia. En cuanto a tu Thecla, ningún poder del universo la podría devolver a la vida. Deben de haberla desenterrado mientras todavía te tenían prisionero en la Ciudadela y haberla guardado en una cueva de hielo. Antes de verla nosotros, la habían destripado como a una perdiz y habían asado la carne. —Me agarró del brazo.— ¡Severian, no seas tonto!
En ese momento, sólo deseé morir. Si el nótulo hubiera reaparecido, lo habría abrazado. Lo que asomó entonces al fondo del sendero fue una forma blanca como la que había visto más cerca del río. Me aparté violentamente de Jonas y galopé hacia ella.
XIV — La antecámara
Hay seres —y artefactos— contra cuya comprensión se estrella nuestra inteligencia, y al final hacemos las paces con la realidad limitándonos a decir: —Fue una aparición, algo hermoso y horrible.
En algún lugar entre los torbellinos de mundos qué pronto he de explorar, vive una raza semejante a la humana, y sin embargo diferente. No son más altos que nosotros. Tienen cuerpos como los nuestros, pero perfectos, y las normas por las que se rigen nos son completamente extrañas. Como nosotros, tienen ojos, nariz y boca; pero usan estas facciones (que, como he dicho, son perfectas) para expresar emociones que nunca hemos sentido, de modo que, para nosotros, verles las caras es como contemplar algún antiguo y terrible alfabeto de sentimientos, a la vez sumamente importante y totalmente ininteligible.