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—¿Donde está el ganado? Sí. —El té era de mate, especiado y un poco amargo.

—¿Sabe ella que la buscas?

—No lo creo, y aunque me hubiera visto, no me habría reconocido. No… no voy vestido como acostumbro.

La vieja resopló y volvió a meterse bajo el pañuelo de la cabeza un extraviado mechón de cabello canoso.

—¿En la feria de Saltus? Por supuesto que no. En una feria todo el mundo se pone lo mejor, y cualquier muchacha con conocimiento lo sabría. ¿Y junto al agua? Allí donde tienen encadenado al prisionero.

Negué con la cabeza.

—Parece que ha desaparecido.

—Pero tú no desesperas. Es fácil saberlo por el modo con que miras a quienes pasan, en lugar de mirarme a mí. Bueno, mejor para ti. Todavía la encontrarás, aunque cuentan que últimamente están pasando todo tipo de cosas extrañas. Han cogido a un hombre verde, ¿lo sabes? Allí, donde ves la tienda. Dicen que los hombres verdes lo saben todo, si consigues hacerles hablar. Además está lo de la catedral. Supongo que has oído hablar de eso.

—¿La catedral?

—He oído decir que no era lo que la gente de la ciudad llama una verdadera catedral. Ya sé que eres de la ciudad por la manera en que tomas el té, pero es la única catedral que hemos visto los que somos de alrededor de Saltus, y era muy bonita, con lámparas que colgaban y ventanas en los laterales de sedas de colores. Yo, personalmente, no soy creyente, y pienso que si el Pancreador no se preocupa por mí, yo no voy a preocuparme por él, ¿por qué voy a hacerlo? De todas formas, es una vergüenza lo que hicieron, si es lo que dicen. Le prendieron fuego, ¿sabes?

—¿Estás hablando de la Catedral de las Peregrinas?

La vieja movió la cabeza con aire de enterada.

—Eso es, tú lo has dicho. Estás cometiendo el mismo error que ellos. No era la Catedral de las Peregrinas, sino la Catedral de la Garra, por lo que no les correspondía a ellas quemarla.

Dije para mí: —Volvieron a encender el fuego.

—¿Perdón? —La vieja se llevó la mano a la oreja.— No te he oído.

—He dicho que la quemaron. Deben de haber prendido fuego al piso de paja.

—También yo oí eso. Se apartaron y contemplaron cómo ardía. La catedral subió a las Praderas Infinitas del Sol Nuevo, ¿lo sabes?

Al otro lado de la calleja un hombre empezó a tocar el tambor. Cuando paró, dije: —Sé que algunos dicen que la vieron subir por el aire.

—Pues claro que subió. Cuando mi nieto político se enteró, estuvo medio día muy impresionado. Después, con una pasta y papel confeccionó una especie de sombrero, lo sostuvo encima de mi estufa y empezó a subir, y entonces pensó que no era nada que la catedral hubiera subido, ningún milagro. ¿Ves lo que es la estupidez? Nunca se le ocurrió que la razón de que las cosas fueran hechas así fue para que la catedral se levantara exactamente como lo hizo. Es incapaz de percibir la Mano de la naturaleza.

—¿Él no la vio personalmente? —pregunté—. La catedral, quiero decir.

La mujer no entendió.

—Oh, la ha visto una docena de veces cuando estuvieron aquí.

El canto del tamborilero, parecido al que yo había oído de boca del doctor Talos, aunque más tosco y desprovisto de la maliciosa inteligencia del doctor, se interpuso en nuestra charla.

—¡Lo conoce todo y a todos! ¡Verde como la grosella espinosa! ¡Vedlo por vosotros!

(El tambor llamaba con insistencia: ¡BUM, BUM, BUM!)

—¿Crees que el hombre verde sabrá dónde se encuentra Agia?

La vieja sonrió.

—¿De modo que así se llama? Ahora lo sabré si alguien la nombra. Sí, tal vez lo sepa. Tienes dinero. ¿Por qué no pruebas?

—Sí, ¿por qué no? —me pregunté.

—¡Traído de las junglas del Norte! ¡Nunca come! ¡Igual que arbustos y yerbas! — ¡BUM, BUM!— ¡El futuro y el pasado remotos le son conocidos!

Cuando vio que me acercaba a la puerta de la tienda, el tamborilero cesó de clamar.

—Sólo un aes por verlo, dos por hablar con él y tres por estar a solas con él.

—¿A solas por cuánto tiempo? —le pregunté sacando tres aes de cobre. Una astuta sonrisa se dibujó en el rostro del tamborilero.

—Por el tiempo que tú quieras. —Le di el dinero y entré.

Estaba claro que no creía que mi intención era quedarme mucho tiempo, y yo me preparé para algo hediondo o igualmente desagradable. Pero lo único que había era una ligera fragancia a preparado de heno. En el centro de la tienda, en medio de un haz de luz solar salpicado de motas de polvo que penetraba por una abertura practicada en el techo de lona, se encontraba encadenado un hombre del color del jade pálido. Llevaba una falda de hojas que estaban marchitándose, a su lado había un pote de barro con agua clara hasta el borde.

Estuvimos un momento en silencio. Me quedé mirándolo. Él estaba sentado y observaba el suelo.

—No es ninguna pintura —dije—, ni creo que sea tinte. Y no tienes más pelo que el hombre que vi sacar a rastras de la casa tapiada.

Levantó la vista para mirarme y después volvió a bajarla. Incluso el blanco de sus ojos tenía un matiz verdoso. Intenté hacerle hablar.

—Si eres realmente vegetal, me parece que tu cabello tendría que ser de hierba.

—No. —Tenía una voz suave y sólo porque era grave no parecía enteramente femenina.

—Entonces, ¿eres un vegetal, una planta parlante?

—No eres un hombre del campo.

—Partí de Nessus hace unos días.

—Has recibido cierta educación.

Pensé en el maestro Palaemón y también en el maestro Malrubius y en mi pobre Thecla y me encogí de hombros.

—Sé leer y escribir.

—Pero no sabes de mí. No soy un vegetal parlante, tendrías que darte cuenta. Incluso si una planta siguiera el único de los muchos millones de caminos evolutivos que conducen a la inteligencia, es imposible que reprodujera la forma de un ser humano en madera y hojas.

—Lo mismo podría decirse de las piedras y, sin embargo, existen las estatuas.

Aunque todo él emanaba desconsuelo (y su rostro era con mucho más triste que el de mi amigo Jonas), algo torció hacia arriba las comisuras de sus labios.

—Eso está bien argumentado. No tienes formación científica, pero te han enseñado mejor de lo que crees.

—Al contrario, toda mi formación ha sido científica, aunque no ha tenido nada que ver con estas especulaciones fantásticas. ¿Quién eres?

—Un gran vidente, un gran mentiroso, como todo hombre cuyo pie está en una trampa.

—Si me dices quién eres, me comprometo a ayudarte.

Me miró, y fue como si una hierba alta hubiera abierto los ojos y adquirido un rostro humano.

—Te creo —dijo—. ¿Cómo es que tú, entre los cientos que acuden a esta tienda, conoces la piedad?

—No sé nada de piedad, pero me han enseñado respeto por la justicia y tengo buenas relaciones con el alcalde de esta villa. Un hombre, aunque verde, sigue siendo un hombre, y si es un esclavo, el amo ha de demostrar cómo alcanzó esa condición y cómo llegó a comprarlo.

El hombre verde dijo:

—Quizá cometa una tontería si pongo mi confianza en ti, pero lo haré. Soy un hombre libre y vengo de vuestro propio futuro para explorar vuestra época.

—Eso es imposible.

—El color verde que tanto os intriga no es más que eso que llamáis cieno de charcos. Lo hemos alterado hasta conseguir que pueda vivir en nuestra sangre, y gracias a su intervención hemos podido por fin conseguir la paz en nuestra larga lucha con el sol. Las plantas minúsculas viven y mueren en nosotros y nuestros cuerpos se alimentan de ellas y de sus muertos y no requieren más nutrición. Hemos acabado con el hambre y con todas las labores agrícolas.

—Pero necesitáis la luz del sol.

—Sí —dijo el hombre verde—. Y aquí no tengo bastante. El día brilla más en mi época.