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FAMILIAR. Tenemos clarete, pero no vino. Y no puedo atrancar la puerta, pues estoy esperando que mi señor regrese.

AUTARCA. (Con más apremio.) Haz lo que digo.

FAMILIAR. (Muy suavemente.) Estás borracho, amigo. Márchate.

AUTARCA. Lo estoy, ¿qué importa? Ha llegado el fin. No soy ni peor ni mejor que tú.

(El pesado paso de Nod se oye a la distancia.)

FAMILIAR. ¡Ha fracasado, lo sé!

MESQUIANA. ¡Lo ha conseguido! No hubiera vuelto tan pronto con las manos vacías. ¡El mundo aún puede salvarse!

AUTARCA. ¿Qué queréis decir?

(Entra NOD. La locura que ha suplicado está en él, pero trae arrastrando a JAHI. EL FAMILIAR corre hacia él con unos grilletes.)

MESQUIANA. Alguien tiene que sujetarla o volverá a escapar como antes.

(El FAMILIAR echa unas cadenas sobre Nod y cierra los candados; después le encadena un brazo cruzándoselo sobre el cuerpo de modo que tenga aferrada JAHI. NOD!a aprieta contra él.)

FAMILIAR. ¡La está matando! ¡Suéltala, pedazo de bruto!

(El FAMILIAR alza la barra con la que ha estado cerrando el potro, y con ella se ocupa de NOD. NOD ruge, trata de agarrarlo y deja que JAHI se deslice inconsciente hasta el suelo. El FAMILIAR la toma por el pie y la arrastra a donde está sentado el AUTARCA.)

FAMILIAR. Ven, tú servirás.

(De un tirón pone en pie al AUTARCA y lo engrilla con tanta rapidez que una mano le queda sujeta a la muñeca de JAHI; después vuelve a torturar a MESQUIANA. Detrás de él, sin ser visto, NOD está quitándose las cadenas.)

XXV — La carga contra los hieródulos

Aunque nos encontrábamos al aire libre, donde tan fácilmente se pierden los sonidos contra la inmensidad del cielo, yo alcanzaba a oír el ruido metálico que producía Calveros mientras fingía luchar con sus ataduras. Entre el público había conversaciones que también podía oír —una sobre la obra, que descubría en ella significaciones que yo nunca había imaginado y que, a mi parecer, el doctor Tales nunca había pretendido; y otra sobre cierto pleito que a alguien que hablaba con la entonación arrastrada de un exultante le parecía seguro que el Autarca juzgaría incorrectamente. Al dar yo la vuelta al tomo del potro, dejando caer el trinquete con un clac satisfactorio, me aventuré a mirar de reojo a los espectadores.

No estaban siendo utilizadas más de diez sillas, aunque detrás y a ambos lados de la zona de asientos había personajes altos de pie. También había unas cuantas mujeres con vestidos de cortesanas muy parecidos a los que yo había visto una vez en la Casa Azur, vestidos con escotes muy bajos y faldas hasta los pies, frecuentemente abiertas o realzadas con paños de encaje. Los tocados eran sencillos, pero adornados con flores, joyas o larvas de luminoso brillo.

La mayoría de los asistentes parecían ser hombres, y por momentos aumentaban en número. Muchos eran tan altos o más que Vodalus. Permanecían de pie envueltos en sus capas, como si tuvieran frío en el tibio aire primaveral. Unos petasos de ala ancha y copa baja les ensombrecían las caras.

Las cadenas de Calveros cayeron ruidosamente, y Dorcas gritó para que yo supiera que se había soltado. Me volví hacia él y di un paso atrás, sacando del soporte de la pared la antorcha más cercana, para que no se acercase. La antorcha goteó y el aceite de su cuenco estuvo a punto de ahoga la llama, que volvió a animarse cuando el azufre y las sales minerales que el doctor Talos había adherido con goma alrededor empezaron a arder.

El gigante fingía la locura que le exigía el papel. El áspero cabello le caía sobre los ojos, y detrás de esa cortina le ardían con tal intensidad que yo llegaba a verlos. La boca le colgaba fláccida, chorreando saliva, y dejaba ver unos dientes amarillos. Unos brazos dos veces más largos que los míos se extendieron hacia mí.

Lo que me asustaba —y admito que estaba asustado, y que en vez de la antorcha metálica hubiera deseado de corazón tener Terminus Esi en las manos— era lo que sólo puedo llamar la expresión debajo de la falta de expresión de la cara, y que estaba allí como el agua negra que a veces vislumbramos moviéndose bajo el hielo cuando el río se congela. Calveros había descubierto que disfrutaba terriblemente de ser como era ahora, y cuando lo encaré advertí por vez primera que no estaba fingiendo locura en el escenario, sino cordura y la apagada humildad que la acompaña. Entonces me pregunté cuánto habría influido en la redacción de la obra, aunque la explicación era tal vez que el doctor Talos había comprendido a su paciente mejor que yo.

Por supuesto que no teníamos que aterrorizar a los cortesanos del Autarca como habíamos aterrorizado a los campesinos. Calveros me arrebataría la antorcha, fingiría quebrarme la espalda, y pondría fin a la escena. Pero no lo hizo. No sé si estaba tan loco como pretendía o si verdaderamente estaba furioso contra nuestro público, cada vez más numeroso. Quizá las dos explicaciones sean correctas.

Sea lo que fuere, me arrancó la antorcha y se volvió hacia el público, blandiéndola de modo que el aceite ardiente voló alrededor en una lluvia de fuego. La espada con que poco antes había amenazado el cuello de Dorcas estaba a mis pies, e instintivamente me agaché a cogerla. Cuando volví a enderezarme, Calveros estaba en medio del público. La antorcha se había apagado y la agitaba como un mazo.

Alguien disparó una pistola. Aunque el proyectil le quemó el vestido, pareció que no había dado en el cuerpo. Varios exultantes habían desenvainado sus espadas y alguno — no veía quién— tenía esa arma que era la más rara de todas, un sueño. Se movía como el humo de los tirios, pero mucho más rápido, y en un momento envolvió al gigante. Pareció entonces que todo el pasado y mucho de lo que nunca había sido se cerraban alrededor de Calveros: una mujer canosa brotó junto a él, un bote pesquero quedó flotando justo encima de su cabeza, y un viento frío azotó las llamas que lo envolvían.

Pero esas visiones, que según se dice dejan a los soldados aturdidos e inermes, una carga para la causa, no parecieron afectar a Calveros, que siguió avanzando y abriéndose paso con la antorcha.

Entonces, en el instante siguiente en que estuve mirando (pues pronto me recobré lo suficiente como para huir de esa descabellada refriega) vi que varias figuras echaron a un lado las capas y —según me pareció— también las caras. Debajo de esas caras, que cuando ya no las llevaban puestas parecían de un tejido tan insustancial como los nótulos, había tales monstruosidades que yo nunca hubiera imaginado que pudieran tener existencia: una boca circular bordeada de dientes como agujas, ojos que eran mil ojos, imbricados como las escamas de una piña, mandíbulas como tenazas. Estas cosas quedaron en mi memoria como queda todo lo demás, y las he visto otra vez ante mí en las oscuras guardias de la noche. Cuando al fin me levanto y me vuelvo hacia las estrellas y las nubes empapadas de luna, me alegro mucho de haber visto sólo aquellas más próximas a nuestras candilejas.

Ya he dicho que huí. Pero el rato en que me demoré recogiendo Terminus Est y observando la descabellada carga de Calveros, estuvo a punto de costarme caro; cuando me volví para poner a salvo a Dorcas, ella había desaparecido.

Huí entonces, no tanto de la furia de Calveros, o de los cacógenos que había entre el público, o de los pretorianos del Autarca (presentía que acudirían pronto), sino para buscar a Dorcas. Corría y la llamaba, pero no encontraba más que las arboledas, fuentes y pozos abruptos de aquel interminable jardín; y por último, encorvado y con las piernas doloridas, aminoré el paso.

Me resulta imposible reflejar en el papel toda la amargura que sentí entonces. Encontrar a Dorcas y perderla tan pronto me parecía más de lo que podía soportar. Las mujeres creen —o al menos fingen que creen— que toda la ternura que sentimos por ellas viene del deseo; que las amamos cuando llevamos algún tiempo sin gozarlas, y que las despreciamos cuando estamos saciados, o para decirlo con más precisión, exhaustos. Una idea equivocada, aunque se la pueda presentar como verdadera. Cuando el deseo nos vuelve rígidos tendemos a fingir una gran ternura esperando satisfacer ese deseo; pero de hecho en ningún otro momento somos tan proclives a tratar brutalmente a las mujeres, ni es tan improbable que sintamos alguna emoción profunda excepto una. Mientras erré por los jardines anochecidos no sentí ninguna necesidad física de Dorcas (aunque no la había gozado desde que durmiéramos en la fortaleza de los dimarchi, más allá del Campo Sanguinario), porque había vaciado mi virilidad una y otra vez en Jolenta en el bote nenúfar. Pero si hubiera encontrado a Dorcas la hubiera cubierto de besos; y por Jolenta, que había empezado a disgustarme, ya sentía un cierto afecto.