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No aparecieron Dorcas ni Jolenta, ni vi soldados apresurados, ni siquiera a quienes habían venido a entretenerse con nosotros. Parecía claro que el tiaso había sido confinado en alguna parte de los dominios, y yo me encontraba lejos de esa parte. Todavía hoy no estoy seguro de la extensión de la Casa Absoluta. Hay planos, pero incompletos y contradictorios. No hay en cambio planos de la Segunda Casa, e incluso el Padre Inire me dice que hace tiempo que ha olvidado muchos de sus misterios. Vagando por esos estrechos pasillos no he encontrado lobos blancos, pero sí escaleras que conducen a cúpulas bajo el río y trampas que se abren sobre lo que parecen bosques vírgenes. (Algunas de esas trampas están marcadas sobre la tierra con estelas de mármol ruinosas y medio invadidas de vegetación y otras, no.) Luego de cerrar esas trampas, y habiendo vuelto de mala gana a una atmósfera artificial, todavía mezclada con olores vegetales y de descomposición, me he preguntado a menudo si no habrá algún pasadizo que llegue a la Ciudadela. El viejo Ultan insinuó en cierta ocasión que los estantes de la biblioteca se extendían hasta la Casa Absoluta. ¿Qué es eso sino decir que la Casa Absoluta se extiende hasta los estantes de la biblioteca? Hay partes de la Segunda Casa que no son distintas a los pasillos ciegos en los que busqué a Triskele; quizá son los mismos pasillos, aunque en ese caso corrí un riesgo mayor del que suponía.

De estas especulaciones que pueden corresponder o no a los hechos, yo no tenía la menor idea en aquella época. Suponía, en mi inocencia, que los márgenes de la Casa Absoluta, que tanto en el espacio como en el tiempo se extendían mucho más allá de lo que pudiera adivinar quien no estuviese avisado, eran límites estrictos; y que me acercaba a ellos, o pronto me estaría acercando, o ya los había dejado atrás. Y así anduve toda esa noche, encaminándome hacia el norte guiado por las estrellas. Y mientras andaba, reexaminé mi vida como muy a menudo he evitado hacerlo mientras esperaba el momento de dormir. De nuevo Drotte, Roche y yo nadábamos bajo el Torreón de la Campana en la fría y húmeda cisterna; de nuevo sustituía el duende de juguete de Josefina con la rana robada; de nuevo extendía el brazo para agarrar la empuñadura del hacha que hubiera acabado con el gran Vodalus y salvado a Thecla, aún no recluida en prisión; de nuevo vi correr la cinta carmesí por debajo de la puerta de Thecla, a Malrubius inclinándose sobre mí, a Jonas desvaneciéndose por el infinito entre las dimensiones. De nuevo jugaba con guijarros en el patio junto a la derribada muralla, mientras Thecla esquivaba los cascos de la guardia montada de mi padre.

Mucho después de haber visto la última balaustrada, seguía temiendo a los soldados del Autarca; pero después de algún tiempo en que ni tan siquiera vislumbré una patrulla distante, los fui despreciando, creyendo que su ineficacia era parte de esa desorganización general que tan a menudo había observado en la Comunidad. Presentía que, con mi ayuda o sin ella, Vodalus destruiría seguramente a tales chapuceros, y que incluso podría hacerlo ya, si tan sólo se decidiera a golpear.

Y, sin embargo, el andrógino de la túnica amarilla, que conocía la contraseña de Vodalus y recibió el mensaje como si lo esperara, era sin duda el Autarca, el señor de esos soldados y de hecho de toda la Comunidad en tanto ésta reconocía a un señor. Thecla lo había visto frecuentemente; esos recuerdos de Thecla eran ya los míos propios, y se trataba de él. Si Vodalus ya había ganado, ¿por qué seguía escondido? ¿O es que Vodalus no era más que una criatura del Autarca? (Y si era así, ¿por qué se refería Vodalus al Autarca como si él fuera un servidor?) Traté de convencerme de que todo lo que había pasado en la sala del cuadro y en el resto de la Segunda Casa había sido un sueño; pero sabía que no, y que ya no tenía el eslabón.

Pensando en Vodalus me acordé de la Garra, que el mismo Autarca me había instado a devolver a la orden de sacerdotisas llamadas las Peregrinas. La saqué de la bota. Ahora la luz era suave; no destellaba como en la mina de los hombres mono, ni estaba apagada como cuando Jonas y yo la examinamos en la antecámara. Aunque la tenía en la palma de la mano, me parecía ahora un gran estanque de aguas azules, más puro que la cisterna, mucho más puro que el Gyoll, en el que podía sumergirme… aunque entonces estaría, de alguna manera incomprensible, sumergiéndome hacia araba. Era a la vez reconfortante e inquietante, así que guardé otra vez la Garra, y seguí caminando.

El amanecer me sorprendió en un estrecho sendero que se perdía en un bosque más suntuoso en su descomposición que incluso el de las afueras de la Muralla de Nessus. Los frescos arcos de helechos faltaban aquí, pero unas enredaderas de dedos carnosos se aferraban como hetairas a las enormes caobas y los árboles de lluvia, convirtiendo las largas ramas en nubes de verde flotante y haciendo caer ricas cortinas salpicadas de flores. Arriba cantaban aves desconocidas para mí, y un mono que, a no ser por sus cuatro manos, podía haber pasado por un hombre de barba roja y cara arrugada, llegó a espiarme desde una horcadura tan alta como la aguja de una torre. Cuando ya no podía seguir caminando, encontré un lugar seco y sombrío entre raíces gruesas como pilares, y me envolví en mi capa.

Con frecuencia he tenido que perseguir el sueño, como si fuese la más esquiva de las quimeras, mitad leyenda y mitad aire. Ahora él saltaba sobre mí. No bien cerré los ojos, volví a encararme con el gigante enloquecido. Esta vez tenía conmigo Terminus Est, pero no parecía más que una varilla. No estábamos en un escenario, sino sobre un estrecho parapeto. A un lado ardían las antorchas de un ejército. Al otro, un abismo se abría sobre un lago extenso que a la vez era y no era el estanque azul de la Garra. Calveros levantó la antorcha terrible y yo, de algún modo, me había convertido en la figura infantil que había visto debajo del mar. Presentía que las mujeres gigantes no podían estar lejos. El mazo descendió golpeando.

Era la mitad de la tarde, y una caravana de hormigas rojas como llamas avanzaba por mi pecho. Después de caminar durante dos o tres guardias entre el pálido follaje de ese bosque noble pero sentenciado, desemboqué en un sendero más ancho, y una guardia más tarde (cuando las sombras se prolongaban) me detuve, husmeé el aire, y descubrí que el olor que había detectado era sin duda de humo. Para entonces estaba muerto de hambre y me adelanté corriendo.

XXVI — La separación

En el lugar donde el sendero se cruzaba con otro había cuatro personas sentadas en el suelo alrededor de una pequeña hoguera. A la primera que reconocí fue a Jolenta, cuya aura de belleza hacía que el claro pareciese un paraíso. Casi en el mismo momento Dorcas me reconoció y vino corriendo a besarme, y columbré la cara de zorro del doctor Talos detrás del voluminoso hombro de Calveros.