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El gigante, al que tenía que haber reconocido casi en seguida, había cambiado y estaba casi irreconocible. Llevaba la cabeza envuelta en sucios vendajes, y en lugar de la chaqueta amplia y negra de siempre, tenía las espaldas cubiertas por un pegajoso ungüento que parecía barro y olía a agua estancada.

—Feliz encuentro, feliz encuentro —dijo el doctor Talos—. Nos hemos estado preguntando qué habría sido de ti. —Calveros indicó con una leve inclinación de la cabeza que en realidad era Dorcas quien se lo había estado preguntando; creo que yo hubiera podido adivinarlo sin esa insinuación.

—Estuve corriendo —les dije—. Y sé que Dorcas también. Me sorprende que no os mataran a todos vosotros.

—Casi lo hicieron —admitió el doctor asintiendo con un movimiento de cabeza.

Jolenta se encogió de hombros, de modo que este sencillo movimiento pareció una exquisita ceremonia.

—Yo también corrí. —Se sostuvo los pechos con las manos.— Pero mi constitución no es para eso, ¿verdad? En fin, que en la oscuridad choqué contra un exultante que me dijo que no siguiera corriendo, que él me protegería. Pero después llegaron unos spahis (cómo me gustaría atar esos animales a mi carruaje algún día, eran tan hermosos), y con ellos venía un alto oficial de esos que no están interesados en las mujeres. Tuve entonces la esperanza de que me llevaran ante el Autarca, cuyos poros apagan el brillo de las mismísimas estrellas, como casi sucede en la obra. Pero obligaron a irse a mi exultante y de nuevo volví al teatro donde estaban él —hizo un gesto hacia Calveros— y el doctor. El doctor estaba poniéndole una pomada y los soldados iban a matarnos, aunque yo veía que en realidad no querían matarme a mí. Después nos dejaron ir, y aquí estamos.

El doctor Talos añadió: —Encontramos a Dorcas al amanecer. Mejor dicho, ella nos encontró, y desde entonces hemos estado viajando lentamente hacia las montañas. Lentamente, pues a pesar de encontrarse mal, Calveros es el único capaz de cargar con nuestros accesorios, y aunque nos hemos deshecho de muchas cosas, quedan algunas otras que debemos guardar.

Dije que me sorprendía oír que Calveros sólo se encontraba mal, pues estaba convencido de que había muerto.

—El doctor Talos lo detuvo —dijo Dorcas—. ¿No es cierto, doctor? Y así fue como lo capturaron. Es sorprendente que no los mataran a los dos.

—Pues ya veis —dijo sonriendo el doctor Talos que todavía estamos entre los vivos. Y, aunque algo desmejorados, somos gente rica. Enséñale a Severian el dinero, Calveros.

Con gesto doloroso, el gigante cambió de postura y alzó una abultada bolsa de cuero. Miró al doctor como si esperara nuevas instrucciones y después desató las cuerdas y vertió sobre su mano enorme una lluvia de crisos recién acuñados.

El doctor Talos cogió una de las monedas y la alzó a la luz.

—Imagina un hombre de una villa pesquera junto al Lago Diuturna, ¿cuánto tiempo dedicaría a levantar paredes, por esta moneda?

Dije: —Supongo que al menos un año.

—¡Dos! Día a día, invierno y verano, llueva o haga sol, siempre que la cambiemos por piezas de cobre, como haremos un día. Tendremos cincuenta de esos hombres para reconstruir nuestra casa. ¡Espera hasta que la veas!

Calveros añadió con su voz pesada: —Si es que quieren trabajar.

El doctor pelirrojo giró hacia éclass="underline" —¡Trabajarán! He aprendido algo desde la última vez, tenlo por seguro.

Me interpuse.

—Supongo que parte del dinero es mío, y que otra parte corresponde a estas mujeres, ¿no es así?

El doctor Talos se distendió.

—Claro, lo había olvidado. Las mujeres ya han tenido su parte. La mitad de esto es tuyo. Después de todo, sin ti no lo hubiéramos ganado. —Sacó las monedas de la mano del gigante y comenzó a hacer dos pilas en el suelo.

Supuse que sólo quería decir que yo había contribuido al éxito de la obra, que no fue mucho. Pero Dorcas, que notó sin duda que había algo más detrás de ese elogio, preguntó: —¿Por qué lo dice, doctor?

La cara de zorro sonrió.

—Severian tiene amigos bien situados. Admito que llevaba tiempo presintiéndolo, pues eso de que un torturador ande vagando por los caminos era un bocado demasiado grande. Ni siquiera Calveros se lo había tragado, y en cuanto a mí, mi garganta es demasiado estrecha.

—Si tengo esos amigos —dije—, no los conozco.

Las pilas tenían ya la misma altura, y el doctor empujó una hacia mí y la otra hacia el gigante.

—Al principio, cuando te encontré en la cama con Calveros pensé que quizá te enviaban para advertirnos que no representáramos mi obra, pues en algunos aspectos, habrás observado, es una crítica de la autarquía, al menos en apariencia.

—Un poco —susurró Jolenta sarcásticamente.

—Pero ciertamente, enviar desde la Ciudadela a un torturador para meter miedo a un par de saltimbanquis era una reacción absurda y desproporcionada. Entonces me di cuenta de que nosotros, por el hecho mismo de que estábamos escenificando la obra, servíamos para ocultarte. Pocos sospecharían que un servidor del Autarca se uniría a tal empresa. Añadí la parte del Familiar para esconderte mejor, justificando así tu atuendo.

—No sé de qué me habla —dije.

—Por supuesto. No deseo obligarte a violar tu lealtad. Pero mientras ayer montábamos nuestro teatro, un alto servidor de la Casa Absoluta (creo que era un agamita, gente a quien la autoridad siempre presta oídos) vino a preguntar si era en nuestra compañía donde actuabas, y si estabas con nosotros. Jolenta y tú habíais desaparecido, pero respondí que sí. Entonces me preguntó qué parte de lo que hacíamos te correspondía, y cuando se lo dije reveló que tenía instrucciones de pagarnos ya la función de la noche. Lo cual fue una gran suerte, pues a este botarate se le ocurrió cargar contra el público.

Fue una de las pocas veces que vi que Calveros pareció ofenderse por las chanzas del médico. Aunque era evidente que le causaba dolor, balanceó el cuerpo enorme a un lado y a otro, hasta que nos dio la espalda.

Dorcas me había dicho que cuando dormí en la tienda del doctor Talos, yo había estado solo. Ahora notaba que así se sentía el gigante, que para él en el claro estaban sólo él y algunos animalitos, compañías de las que se estaba cansando.

—Ha pagado su impetuosidad —dije—. Parece muy quemado.

El doctor asintió.

—En realidad, Calveros ha tenido suerte. Los hieródulos bajaron la potencia de sus rayos y trataron de que volviera en lugar de matarlo. Ahora vive de la indulgencia de los hieródulos, y se regenerará.

Dorcas murmuró: —¿Quiere decir que se curará? Espero que así sea. Siento compasión por él que no alcanzo a expresar.

—Tu corazón es tierno. Tal vez demasiado tierno. Pero Calveros está creciendo todavía y los niños que crecen tienen gran capacidad de recuperación.

—¿Creciendo aún? —pregunté—. Luce algunas canas.

El doctor se rió.

—Entonces quizá le están creciendo las canas. Pero ahora, queridos amigos —se levantó y se sacudió el polvo de los pantalones—, hemos llegado, como bien dice el poeta, al lugar donde el destino separa a los hombres. Nos habíamos detenido aquí, Severian, no sólo porque estábamos cansados, sino porque es en este punto donde se separan los caminos que llevan a Thrax, donde tú vas, y al Lago Diuturna y nuestro país. Me resistía a dejar atrás este lugar, el último en que tenía esperanzas de verte, sin haber dividido justamente nuestras ganancias, pero eso ya se ha consumado. En caso de que vuelvas a comunicarte con tus benefactores de la Casa Absoluta, ¿les dirás que se te ha tratado con equidad?

La pila de crisos aún seguía en el suelo delante de mí.

—Aquí hay cien veces más de lo que jamás hubiera esperado —dije—. Sí, desde luego. —Recogí las monedas y las metí en el esquero.