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Dorcas y Jolenta se miraron un momento, y Dorcas dijo: —Me voy a Thrax con Severian, si él va allí.

Jolenta le tendió la mano al doctor, obviamente esperando que la ayudaría a levantarse.

—Calveros y yo viajaremos solos —dijo él— y caminaremos durante toda la noche. Os echaremos de menos a todos, pero la hora de la separación ha llegado. Dorcas, hija, estoy encantado de que hayas encontrado un protector. —Para entonces la mano de Jolenta estaba en el muslo del médico.

—Ven, Calveros, tenemos que irnos.

El gigante se incorporó pesadamente, y aunque no se quejó, vi cuánto sufría. Los vendajes estaban empapados de sudor y sangre. Yo sabía lo que tenía que hacer, y dije: —Calveros y yo debemos hablar a solas un momento. ¿Puedo pediros a los demás que os retiréis unos cien pasos?

Las mujeres empezaron a hacer lo que pedía, alejándose Dorcas por un camino y Jolenta (a quien Dorcas había ayudado a levantarse) por el otro; pero el doctor Talos siguió donde estaba hasta que volví a pedirle que se fuera.

—¿Quieres que yo también me aleje? Es completamente inútil. Calveros me contará todo lo que digas en cuanto volvamos a estar juntos. ¡Jolenta! Ven aquí, querida.

—Se ha marchado a pedido, igual que se lo pedí a usted.

—Sí, pero se va por el mal camino, y eso no lo consiento. ¡Jolenta!

—Doctor, sólo deseo ayudar a su amigo, o esclavo, o lo que sea.

De manera totalmente inesperada, la profunda voz de Calveros surgió de su montón de vendas: —Yo soy su señor.

—Exactamente eso —dijo el doctor mientras recogía la pila de crisos que había apartado hacia Calveros y la metía en el bolsillo del pantalón del gigante.

Jolenta volvió cojeando hacia nosotros con la hermosa cara surcada de lágrimas.

—Doctor, ¿no puedo ir con usted?

—Desde luego que no —dijo él con la misma frialdad que si un niño le hubiera pedido una segunda porción de pastel. Jolenta se derrumbó a los pies del doctor.

Levanté la mirada hacia el gigante.

—Calveros, puedo ayudarte. No hace mucho un amigo mío recibió tantas quemaduras como tú, y yo lo ayudé. Pero no dará resultado mientras miren el doctor Talos y Jolenta. ¿Quieres volver conmigo un trecho por el camino de la Casa Absoluta?

Lentamente, la cabeza del gigante se movió de un lado a otro.

—Conoce el lenitivo que le ofreces —dijo el doctor Talos, riendo—. Él mismo se lo ha aplicado a muchos, pero ama demasiado la vida.

—Lo que le ofrezco es la vida, no la muerte.

—¿De veras? —El doctor levantó una ceja.— ¿Y dónde está tu amigo?

El gigante había alzado las varas de la carretilla.

—Calveros —dije—, ¿sabes quién fue el Conciliador?

—Eso ocurrió hace mucho —respondió Calveros—. No importa ahora. —Comenzó a avanzar por el sendero que no había tomado Dorcas. El doctor Talos siguió un momento, llevando a Jolenta colgada del brazo, y se detuvo.

—Severian, has tenido a tu cargo muchos prisioneros, según me has dicho. Si Calveros te diera otro crisos, ¿sujetarías a esta criatura hasta que estemos bastante lejos?

Todavía me sentía mal pensando en el dolor del gigante y en mi propio fracaso, pero me contuve y dije: —Como miembro del gremio sólo puedo aceptar encargos de las autoridades legalmente constituidas.

—Entonces la mataremos, cuando te hayamos perdido de vista.

—Eso es asunto entre usted y ella —dije, y fui hacia Dorcas.

Apenas la había alcanzado, cuando oímos los llantos de Jolenta. Dorcas se detuvo y me cogió la mano, apretándola más y preguntando qué era ese sonido; le hablé de la amenaza del doctor Talos.

—¿Y dejas que se vaya?

—No creí que hablara en serio.

Mientras lo decía, ya habíamos dado media vuelta y volvíamos atrás. No habíamos dado una docena de pasos cuando los llantos fueron seguidos por un silencio tan profundo que oíamos los crujidos de las hojas moribundas. Apresuramos la marcha, pero para cuando llegamos al cruce yo estaba convencido de que ya era demasiado tarde, de modo que me daba prisa, a decir verdad, sólo porque no quería decepcionar a Dorcas.

Me equivoqué al creer muerta a Jolenta. En una vuelta del camino la vimos venir corriendo hacia nosotros, las rodillas juntas como si los generosos muslos le estorbaran las piernas y los brazos cruzados sobre los pechos para mantenerlos quietos. Tenía el espléndido cabello de oro rojizo caído sobre los ojos, y el fino vestido recto de organza estaba hecho jirones. Se desmayó cuando Dorcas se adelantó a abrazarla.

—Esos demonios le han pegado —dijo Dorcas.

—Hace un momento temíamos que la hubieran matado. —Examiné los cardenales de la espalda de la hermosa mujer.— Creo que son las huellas de la vara del doctor. Tiene suerte de que no azuzó a Calveros contra ella.

—¿Pero qué podemos hacer?

—Podemos probar con esto. —Saqué la Garra de lo alto de mi bota y se la mostré.— ¿Recuerdas aquello que encontramos en mi esquero y que tú dijiste que no era una gema auténtica? Esto es lo que era, y parece que en ocasiones alivia a los heridos. Quise emplearla con Calveros, pero él no me dejó.

Sostuve la Garra sobre la cabeza de Jolenta, y luego se la pasé por las magulladuras de la espalda, pero no brillaba como otras veces, y parecía que Jolenta no mejoraba.

—No está actuando —dije—. Tendré que cargar con ella.

—Échatela al hombro o la agarrarás por donde,más le han pegado.

Dorcas llevó Terminus Est, y yo hice lo que me indicaba, encontrando a jolenta casi tan pesada como un hombre. Durante un buen rato avanzamos trabajosamente bajo el pálido dosel verde de las hojas hasta que Jolenta abrió los ojos. No obstante, tampoco entonces podía caminar ni tenerse en pie sin ayuda, ni tan siquiera echarse hacia atrás ese extraordinario cabello, para que pudiéramos verle mejor el rostro ovalado, humedecido por las lágrimas.

—El doctor no quiere que vaya con él —dijo.

Dorcas asintió.

—Eso parece.— Era como si hablara con alguien mucho más joven que ella.

—Quedaré hecha pedazos.

Le pregunté por qué lo decía, pero se limitó a sacudir la cabeza. Después de un rato dijo: —¿Puedo ir contigo, Severian? No tengo ningún dinero. Calveros me quitó lo que el doctor me había dado. —Miró de soslayo a Dorcas.— Ella también tiene dinero, más del que me dieron a mí. Tanto como te dio el doctor.

—Ya lo sabe —dijo Dorcas—. Y sabe que el dinero que tengo es suyo, si lo necesita.

Cambié de tema.

—Quizá las dos tendríais que saber que no voy a Thrax, o al menos que no voy allí directamente. No, si puedo descubrir el paradero de la orden de las Peregrinas.

Jolenta me miró como si estuviera loco.

—He oído decir que recorren todo el mundo. Además, no aceptan más que a mujeres.

—No quiero unirme a ellas, sólo encontrarlas. Las últimas noticias decían que se encaminaban al norte. Pero si averiguo dónde están, tendré que ir allí, aunque tenga que volver otra vez al sur.

—Iré adonde tú vayas —declaró Dorcas—, y no a Thrax.

—Y yo no voy a ninguna parte —suspiró Jolenta. En cuanto no tuvimos que cargar con Jolenta, Dorcas y yo nos adelantamos un trecho. Al cabo de un rato, me volví a mirarla. Ya no lloraba, pero era difícil reconocer la belleza que una vez había acompañado al doctor Tatos. Entonces levantaba la cabeza con orgullo, incluso con arrogancia. Echaba los hombros hacia atrás y los magníficos ojos le brillaban como esmeraldas. Pero ahora tenía los hombros caídos de cansancio y miraba al suelo.

—¿De qué hablaste con el doctor y el gigante? —me preguntó Dorcas mientras caminábamos.

—Ya te lo he dicho —dije.

—Llegaste a alzar tanto la voz que pude oírte. Decías: «¿Sabes quién fue el Conciliador?» Pero no entendí si tú no lo sabías o si estabas tratando de averiguar si ellos lo sabían.