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—Sé muy poco, nada en realidad. He visto supuestos retratos, pero son tan diferentes que es difícil que representen al mismo hombre.

—Hay leyendas.

—La mayoría de las que he oído parecen muy tontas. Ojalá Jonas estuviera aquí; pues cuidaría de Jolenta y tal vez sabría cosas del Conciliador. Jonas fue el hombre que encontramos en la Puerta de la Piedad y que iba montado en un petigallo. Durante algún tiempo fuimos buenos amigos.

—¿Dónde está ahora?

—Eso es lo que el doctor Talos quería saber. Pero no lo sé, y no quiero hablar de eso ahora. Cuéntame algo del Conciliador, si tienes ganas de hablar.

Sin duda era una tontería, pero en cuanto mencioné ese nombre sentí el silencio del bosque como un peso. En algún lugar entre las ramas más altas, el susurro de una brisa podía haber sido el suspiro de un enfermo; el verde pálido de las hojas hambrientas de luz sugería las caras pálidas de unos niños hambrientos.

—Nadie sabe mucho de él —comenzó Dorcas—, y probablemente yo sé menos que tú. Ahora no recuerdo cómo llegué a enterarme de lo que sé. En todo caso, algunos dicen que era poco más que un muchacho. Otros dicen que no era en absoluto un ser humano, ni tampoco un cacógeno, sino el pensamiento, tangible para nosotros, de una vasta inteligencia para la que nuestra factualidad no es más real que los teatros de papel de los vendedores de juguetes. Se dice que una vez tomó a una mujer moribunda de una mano y una estrella con la otra, y desde entonces en adelante tuvo el poder de reconciliar al universo con la humanidad y a la humanidad con el universo, acabando con la antigua ruptura. Le daba por desaparecer, y reaparecer cuando ya todos lo creían muerto; en ocasiones reaparecía después de haber sido enterrado. Se le podía encontrar como un animal que hablaba la lengua de los hombres, y se aparecía a esta o aquella piadosa mujer en forma de rosas.

Recordé mi enmascaramiento.

—Como a la Sacra Katharine, supongo, en el momento de su ejecución.

—También hay leyendas más tenebrosas.

—Cuéntamelas.

—Me asustaban —dijo Dorcas—. Ya ni siquiera las recuerdo. ¿No habla de él ese libro marrón que llevas contigo?

Lo saqué y comprobé que sí, y entonces, puesto que no podía leer bien mientras caminábamos, lo volví a meter en el esquero, resuelto a leer esa parte cuando acampáramos, lo que tendríamos que hacer pronto.

XXVII — Hacia Thrax

Nuestro sendero se prolongó por el bosque malherido mientras duró la luz; una guardia después de oscurecer llegamos a la orilla de un río más pequeño y rápido que el Gyoll, donde a la luz de la luna podíamos ver amplios cañaverales que al otro lado se mecían al viento de la noche. A cierta distancia, Jolenta había venido sollozando de cansancio, y Dorcas y yo convinimos en detenernos. Como jamás hubiera puesto en peligro la afilada hoja de Terminus Est cortando las pesadas ramas de los árboles, no disponíamos de mucha leña, pues las ramas muertas que encontrábamos estaban empapadas de humedad y eran de consistencia esponjosa a causa de la descomposición. En la ribera había abundancia de palos doblados y resecos, duros y livianos.

Ya habíamos partido un buen número de leños, cuando recordé que no llevaba mi hierro acerado, pues se lo había dejado al Autarca que, estaba seguro, tenía que haber sido también el «alto servidor» que había llenado de crisos las manos del doctor Talos. Pero Dorcas contaba en su escaso equipaje con pedernal, eslabón y yesca, y pronto nos reconfortó el calor de una hoguera rugiente. Jolenta tenía miedo de las fieras, aunque me esforcé por explicarle que era muy improbable que los soldados permitieran que unas bestias peligrosas vivieran en un bosque que llegaba hasta los jardines de la Casa Absoluta. Para tranquilizarla quemamos tres teas gruesas por uno de sus extremos, para en caso de necesidad sacarlas del fuego y amenazar a las criaturas que ella temía.

No apareció ningún animal, nuestra hoguera alejó los mosquitos y nos tumbamos de espaldas y miramos las chispas que subían al cielo. Mucho más arriba, las luces de los objetos voladores pasaban de aquí para allá, llenando el cielo por un momento o dos de una falsa aurora fantasmal mientras los ministros y generales del Autarca volvían a la Casa Absoluta o continuaban su camino hacia la guerra. Dorcas y yo nos preguntábamos qué pensarían cuando, por un breve instante mientras se alejaban, miraran hacia abajo y vieran nuestra estrella escarlata; y convinimos en que así como nosotros nos preguntábamos quiénes eran ellos, también ellos se preguntarían quiénes éramos nosotros, a dónde íbamos y por qué. Dorcas me cantó una canción, una canción de una muchacha que camina entre la arboleda en primavera, y echa de menos a sus amigas del año anterior, las hojas muertas.

Jolenta estaba tendida entre la hoguera y el agua, quizá porque allí se sentía más segura. Dorcas y yo estábamos al otro lado del fuego, no sólo porque queríamos ocultarnos de ella todo lo posible, sino porque Dorcas, según me dijo, aborrecía la contemplación y el sonido de la fría y oscura corriente.

—Es como un gusano —dijo—. Una enorme serpiente de ébano que ahora no tiene hambre, pero sabe que estamos aquí y nos comerá poco a poco. ¿No tienes miedo de las serpientes, Severian?

Thecla sí lo tenía; sentí la sombra de su temor que se estremecía cuando oí la pregunta y asentí con la cabeza.

—He oído que en los cálidos bosques del norte el Autarca de Todas las Serpientes es Uroboros, el hermano de Abaia, y que los cazadores que descubren su guarida creen que han encontrado un túnel bajo el mar, y descendiendo por él entran en la boca de Uroboros, y sin darme cuenta bajan por la garganta, de manera que están muertos cuando todavía se creen vivos; aunque hay otros que dicen que Uroboros no es más que el gran río que allí fluye hacia sus propias fuentes, o el mar mismo, que devora sus propios comienzos.

Dorcas se me arrimó mientras contaba todo esto y yo la rodeé con el brazo, sabiendo que quería que le hiciera el amor, aunque no estábamos seguros de que Jolenta durmiera al otro lado de la hoguera. De hecho, de cuando en cuando se movía, y a causa de las caderas amplias, la cintura estrecha y las ondas del cabello, parecía retorcerse como una serpiente. Dorcas levantó la cara, pequeña y trágicamente limpia; yo la besé y la sentí apretarse contra mí, temblando de deseo.

—Tengo frío —susurró.

Estaba desnuda, aunque yo no había notado que se desvistiera. Cuando le eché mi capa alrededor, le sentí la piel acalorada —como lo estaba la mía— por la irradiación del fuego. Deslizó las manitas bajo mi ropa, acariciándome.

—Qué bueno —dijo—. Qué suave. —Y en seguida (aunque ya habíamos copulado en otra ocasión). ¿No seré demasiado pequeña? —como una chiquilla.

Cuando desperté, la luna (apenas podía creer que fuera la misma luna que me había guiado por los jardines de la Casa Absoluta) casi había sido sobrepasada por el horizonte ascendente. La luz de berilo corría río abajo, dando a cada rizo de agua la sombra negra de una ola.

Me sentí inquieto sin saber por qué. El miedo de Jolenta por las fieras ya no me parecía tan estúpido. Me levanté, y después de comprobar que Dorcas y ella dormían en paz, busqué más leña para nuestro fuego moribundo. Me acordé de los nótulos, que según Jonas eran enviados fuera por la noche, y de la cosa de la antecámara. Sobre nosotros planeaban aves nocturnas, no sólo búhos como los muchos que anidaban en las ruinosas torres de la Ciudadela, aves de cabezas redondas y alas cortas, anchas y silenciosas, sino aves de otras clases, con colas de dos y tres horquillas, aves que descendían para peinar el agua y gorjeaban durante el vuelo. De vez en cuando unas mariposas nocturnas mucho más grandes que cualquiera de las que yo hubiese visto, pasaban de tres en tres. Las alas con figuras eran tan largas como los brazos de un hombre, y hablaban entre ellas como los hombres, pero con voces casi inaudibles, demasiado altas.