Выбрать главу

Esa sencilla observación me intrigó como nada lo había hecho desde que atisbé por primera vez la capilla desprovista de tejado del Patio Roto en nuestra Ciudadela.

—Así, pues, el Sol Nuevo se acerca, como se profetizó —dije—, y en verdad hay una segunda vida para Urth, si lo que tú dices es cierto.

El hombre verde echó hacia atrás la cabeza y rió. Más tarde yo había de oír el ruido que hace el alzabo al recorrer las mesetas de las tierras altas azotadas por la nieve; su carcajada es horrible, pero más terrible era la del hombre verde, y me aparté de él.

—No eres un ser humano —dije—. No ahora, si es que alguna vez lo fuiste.

Volvió a reír.

—Y pensar que tenía esperanzas en ti. Pobre de mí. Creí que me había resignado a morir aquí entre gentes que no son más que polvo andante; pero al destello más tenue, toda mi resignación se me fue. Soy verdaderamente un hombre, amigo. Tú no lo eres, y yo habré muerto en unos meses.

Recordé las criaturas de su especie. Con qué frecuencia había yo contemplado los helados tallos de las flores de estío empujados por el viento contra los laterales de los mausoleos de nuestra necrópolis.

—Te comprendo. Van a llegar los cálidos días de sol, pero cuando se hayan ido tú desaparecerás con ellos. Produce semillas mientras puedas.

Se tranquilizó.

—Tú no me crees, ni siquiera entiendes que soy un hombre como tú, y sin embargo te apiadas de mí. Quizá tengas razón y para nosotros haya llegado un sol nuevo, y por eso lo hemos olvidado. Si consigo regresar a mi propia época hablaré allí de ti.

—Si realmente eres del futuro, ¿por qué no puedes seguir hacia tu hogar y de ese modo huir?

—Porque, como ves, estoy encadenado. —Enseñó la pierna de modo que yo pudiera examinar el grillete que le atenazaba el tobillo. La carne de berilo en torno a él estaba hinchada, como la madera de un árbol que ha crecido a través de un anillo de hierro.

La entrada de lona de la tienda se abrió y el tamborilero asomó la cabeza.

—¿Sigues ahí? Tengo más gente fuera. —Echó una mirada expresiva al hombre verde y se retiró.

—Quiere decir que debo echarte o cerrará la abertura por la que me llega la luz del sol. A quienes pagan para verme los despidos prediciéndoles el futuro, así que te predeciré el tuyo Ahora ere joven y fuerte. Pero antes de que este mundo haya girado otras diez veces en torno al sol serás menos fuerte y nunca volverás a recobrar la fuerza que tienes ahora. Si crías hijos, engendrarás enemigos contra ti mismo. Si…

—¡Basta! —dije—. Lo que me estás diciendo no es más que el destino de todos los hombres. Contéstame verazmente a una pregunta y me iré. Estoy buscando a una mujer llamada Agia. ¿Dónde puedo encontrarla?

Por un instante los ojos le rotaron hacia arriba hasta que sólo un estrecho creciente de verde pálido asomó bajo los párpados. Tuvo un ligero estremecimiento; se incorporó y extendió los brazos, desplegando los dedos como ramitas. Lentamente, dijo: —Sobre tierra.

El estremecimiento cesó y volvió a sentarse, más viejo y pálido que antes.

—Entonces eres un impostor —le dije, y di media vuelta—. Y yo fui un ingenuo al creer en ti, aun tan poco.

—No —susurró el hombre verde—. Escucha. Has venido, y he repasado todo tu futuro. Algunas partes permanecen conmigo, por nebulosas que sean. Sólo te dije la verdad, y si ciertamente eres amigo del alcalde de este sitio, te diré algo más que puedes contarle, algo que he sabido por las preguntas de quienes vienen a hacerme preguntas. Gente armada intenta liberar a un hombre llamado Barnoch.

Cogí de mi esquero la piedra de afilar, la partí sobre la estaca de la cadena y le di la mitad. Por un momento no comprendió lo que tenía en la mano. Después vi que poco a poco lo iba sabiendo, pues pareció ir desplegándose en su gran alegría, como si ya se encontrara tomando el sol a la luz más luminosa de su propio tiempo.

IV — El ramo de flores

Al salir de la tienda del vidente levanté la mirada hacia el sol. El horizonte occidental ya había recorrido más de medio camino cielo arriba; en una guardia o menos me tocaría hacer mi aparición. Agia se había ido, y toda esperanza de darle alcance se había desvanecido en el frenético período en que había estado corriendo de un extremo a otro de la feria; sin embargo, me había tranquilizado el vaticinio del hombre verde, que yo interpreté en el sentido de que Agia y yo nos encontraríamos de nuevo antes de morir uno de los dos, y el pensamiento de que, así como ella había venido a ver cómo sacaban a la luz a Barnoch, del mismo modo podría venir a presenciar las ejecuciones de Morwenna y del ladrón de ganado.

Estuve ocupado con estas especulaciones al comenzar mi camino de regreso a la posada. Pero antes de llegar a la habitación que Jonas y yo compartíamos, vinieron a sustituirlas los recuerdos de Thecla y de mi ascenso a oficial, despertados ambos por la necesidad de quitarme mis prendas profanas y vestirme de fulígino, como los de mi gremio. Tal era el poder de asociación que podían ejercer el atuendo, aún colgado en las perchas y fuera de mi vista, y Terminus Est, aún escondida bajo el colchón.

Mientras todavía me ocupaba de Thecla, solía entretenerme en descubrir que era capaz de prever gran parte de su conversación, sobre todo del comienzo, por el tipo de regalo que yo portaba al entrar en la celda. Si era, por ejemplo, un manjar robado de la cocina que a ella le gustaba, provocaría la descripción de una comida en la Casa Absoluta, y el tipo de alimento que yo traía determinaba incluso la clase de comida descrita: si se trataba de carne, una cena deportiva con el griterío y el trompeteo que acompañan a la captura de una pieza y que ascendían del matadero situado por debajo y una prolongada charla sobre podencos, halcones y leopardos de caza; si de dulces, un festín privado que una de las grandes chatelaines ofrece a unos pocos amigos, deliciosamente íntimo y salpicado de chismorreo; si de fruta, una fiesta en la penumbra de un jardín del amplio parque de la Casa Absoluta con la iluminación de mil antorchas y animada por la intervención de malabaristas, actores, bailarines y fuegos artificiales.

Comía lo mismo de pie que sentada, y recorría en tres zancadas la celda de un extremo a otro con el plato en la mano izquierda al tiempo que gesticulaba con la derecha.

—¡Así, Severian, suben todos ellos al cielo lleno de sonidos de campanas, produciendo una lluvia de chispas verdes y magenta, y los cartuchos estallan como truenos!

Pero su pobre mano era incapaz de indicar el ascenso de los cohetes más allá de su cabeza alzada, pues el techo no era mucho más alto que ella.

—Pero creo que te estoy aburriendo. Cuando me trajiste estos melocotones hace un momento parecías muy contento, y ahora no sonríes. Es que me hace bien recordar aquí esas cosas. Cómo las disfrutaré cuando vuelva a verlas.

Claro que no me aburría. Lo que pasaba es que me entristecía verla, tan confinada, joven todavía y de una terrible belleza…

Jonas estaba sacando Terminus Est cuando entré en la habitación. Me eché una copa de vino.

—¿Cómo te sientes? —me preguntó.

—¿Y tú? Después de todo, es tu primera vez.

Se encogió de hombros.

—Lo mío es sólo traer y llevar cosas. ¿Ya lo has hecho antes? Me extrañó por lo joven que pareces.

—Sí, lo he hecho antes, pero nunca a una mujer.

—¿Crees que es inocente?

Me estaba quitando la camisa; cuando tuve los brazos libres me sequé la cara con ella y sacudí la cabeza.

—Estoy seguro de que no. Bajé a hablar con ella anoche. La tienen encadenada al borde del agua, donde las moscas son tan malignas. Ya te lo conté.

Jonas se volvió hacia el vino, y su mano metálica sonó al llegar a la copa.