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—Estuvimos vigilando al gigante, y así te encontramos. Por desgracia, te perdimos de vista demasiado pronto, cuando te separaste de él. Entonces creías que eras odiado, y no sabías lo mucho que te amábamos. Los mares de todo el mundo se estremecieron con nuestras lamentaciones por ti, y las olas lloraron lágrimas de sal y se arrojaron desesperadas contra las rocas.

—¿Y qué quieres de mí?

—Sólo tu amor. Sólo tu amor.

Mientras hablaba, su mano derecha salió a la superficie y flotó allí, como una balsa de cinco troncos. Aquí estaba realmente la mano del ogro, y en la punta de un dedo guardaba el mapa de sus dominios.

—¿No soy hermosa? ¿Dónde has contemplado una piel más clara que la mía y unos labios más rojos?

—Tu aspecto es impresionante —dije de veras—. ¿Pero puedo preguntarte por qué vigilabas a Calveros cuando me encontré con él? ¿Y por qué no me observabas a mí, aunque parece que lo deseabas?

—Vigilábamos al gigante porque crece. En eso es como nosotros y como nuestro padre-marido, Abaia. Acabará viniendo al agua, cuando la tierra ya no pueda sostenerlo. Pero tú has de venir ya, si quieres. Respirarás (por un don nuestro) con tanta facilidad como respiras el fino y débil viento de aquí, y siempre que lo desees regresarás a tierra y ceñirás tu corona. Este río Cephissus fluye hacia el Gyoll, y el Gyoll hacia el pacífico mar. Allí podrás montar sobre delnes y viajar por campos de corales y perlas barridos por la corriente. Mis hermanas y yo te enseñaremos las antiguas ciudades olvidadas, donde crecieron atrapadas cien generaciones de tu especie y murieron cuando arriba vosotros las olvidasteis.

—No tengo corona alguna que ceñir —dije—. Me confundes con algún otro.

—Todos nosotros seremos tuyos allí, en los parques rojos y blancos donde descansa el león marino.

Mientras la ondina hablaba, elevó lentamente la barbilla, dejando que la cabeza le cayera hacia atrás hasta que la totalidad del plano del rostro estuvo a una misma profundidad, apenas sumergido. Le siguió la garganta blanquecina, y unos pechos con pezones carmesí rompieron la superficie del agua, y unas olas pequeñas le acariciaron los costados. En el agua estallaron mil burbujas. Al cabo de unas cuantas respiraciones ella quedó tendida todo a lo largo sobre la corriente, al menos cuarenta codos desde los pies de alabastro hasta el cabello en ondas.

Tal vez nadie que lea esto comprenda cómo me pude sentir atraído por algo tan monstruoso. Sin embargo, así como quien se está ahogando tiene necesidad de aire, yo quería creerla, huir con ella. Si me hubiera fiado completamente de lo que ella prometía, me hubiese zambullido en el pozo en ese momento, olvidando todo lo demás.

—Tienes una corona, aunque todavía lo desconozcas. ¿Crees que nosotros, que nadamos en tantas aguas, incluso entre las estrellas, estamos confinados a un único instante? Hemos visto lo que llegarás a ser y lo que has sido. Apenas ayer yacías en el hueco de la palma de mi mano, y te levanté por encima de la aglomeración de algas para evitar que murieras en el Gyoll, salvándote para este momento.

—Dame el poder de respirar en el agua —dije— y déjame probarlo en el otro lado del banco de arena. Si veo que me has dicho la verdad, iré contigo.

Vi cómo se le separaban los enormes labios. No puedo decir cómo habló de alto desde el río para que yo pudiera oírla donde estaba, en el aire; pero los peces volvieron a saltar con sus palabras.

—Eso no se hace así como así Has de venir conmigo, confiado, aunque sea sólo un momento. Ven.

Extendió la mano hacia mí, y en el mismo instante oí la voz angustiada de Dorcas que pedía ayuda.

Me volví y corrí hacia ella. Y creo que si la ondina hubiera esperado, yo podría haber vuelto. Pero no lo hizo. El propio río pareció alzarse desde su lecho rugiendo como una rompiente marina. Fue como si me hubieran lanzado un lago a la cabeza, que me golpeó como una piedra y me barrió como un palo. Un momento más tarde, cuando se retiró, me encontré muy arriba del banco, empapado, magullado y sin espada. Cincuenta pasos más lejos, la ondina levantó la mitad de su cuerpo blanco por encima del río. Sin el apoyo del agua la carne le colgaba pesadamente sobre los huesos, como si fuera a quebrarlos, y el lacio cabello le colgaba hasta la arena empapada. Mientras yo estaba mirando, un agua mezclada con sangre le brotó de la nariz.

Huí, y cuando llegué a donde estaba Dorcas junto al fuego, la ondina había desaparecido dejando un remolino de cieno que oscurecía el río por debajo del banco de arena.

El rostro de Dorcas estaba casi blanco.

—¿Qué fue eso? —susurró—. ¿Dónde estuviste?

—¿Así que llegaste a verla? Temía que…

—¡Qué horrible! —Dorcas se había arrojado en mis brazos, apretándose contra mí.— Horrible.

—No fue por eso por lo que gritaste, ¿verdad? No pudiste haberla visto desde aquí, a menos que surgiera de la laguna.

Dorcas señaló en silencio hacia el lado más apartado de la hoguera, y vi que el suelo donde yacía Jolenta estaba empapado de sangre.

Tenía dos finos cortes en la muñeca izquierda, largos como mi pulgar; y aunque los toqué con la Garra, parecía que la sangre no llegaba a coagularse. Cuando hubimos empapado varias vendas, sacadas de la poca ropa que tenía Dorcas, herví hilo y aguja en un pequeño recipiente y le cerré la herida cosiéndole los bordes. Mientras tanto, Jolenta parecía apenas consciente; de cuando en cuando abría los ojos, pero volvía a cerrarlos casi en seguida sin dar señales de reconocer a nadie. Sólo habló una vez, diciendo: «Ya ves que aquel a quien tienes por tu divinidad apoyaría y aconsejaría cuanto te he propuesto. Volvamos a empezar antes de que el Sol Nuevo se levante». Entonces no reconocí que se trataba de una de sus intervenciones en la obra.

Cuando la herida dejó de sangrar, y trasladamos a Jolenta a suelo limpio y la lavamos, regresé al sitio donde me habían alcanzado las aguas, y tras buscar durante un rato descubrí a Terminus Est, de la que sólo el pomo y dos dedos de la empuñadura sobresalían de la arena mojada.

Limpié y engrasé la hoja, y Dorcas y yo discutimos sobre lo que debíamos hacer. Le conté mi sueño y le hablé de la noche de antes de conocer a Calveros y al doctor Talos; también le conté que oí la voz de la ondina mientras ella y Jolenta dormían y lo que la ondina me había dicho.

—¿Crees que aún se encuentra allí? Estuviste allí cuando encontraste tu espada. ¿La habrías visto a través del agua si hubiera estado cerca del fondo?

Meneé la cabeza.

—No creo que esté allí. De algún modo se hizo daño cuando trató de dejar el río para detenerme, y no creo que se quedara allí mucho tiempo en aguas más bajas que las del Gyoll, al sol de un día despejado. Tenía la piel demasiado pálida. Pero no, si ella hubiera estado allí no creo que la hubiera visto, pues el agua estaba muy turbia.

Dorcas, que nunca tuvo un aspecto más encantador que en este momento, sentada en el suelo con el mentón apoyado sobre la rodilla, estuvo callada un rato, y pareció contemplarlas nubes del levante, teñidas de cereza y fuego por la esperanza misteriosa y eterna de la aurora. Al fin dijo: —Tuvo que haberte deseado mucho.

—¿Para salir del agua de esa manera? Creo que vivió en tierra antes de haberse hecho tan enorme, y por un momento al menos olvidó que ya no podía hacerlo.

—Pero antes remontó las sucias aguas del Gyoll y subió nadando por este pequeño y estrecho riachuelo. Sin duda esperó alcanzarte mientras cruzábamos, pero vio que no podía llegar más arriba del banco de arena, y entonces te llamó. En resumidas cuentas, no puede haber sido un viaje agradable para quien acostumbra a nadar entre los astros.

—¿Así pues, crees en ella?

—Cuando estuve con el doctor Talos y tú faltabas, él y Jolenta solían decirme lo inocente que yo era creyendo a aquellos con quienes tropezábamos, y las cosas que decía Calveros, y también lo que decían ellos mismos. Es igual, creo que aun las gentes que llamamos mentirosas dicen muchas más verdades que mentiras. ¡Es mucho más fácil! Si esa historia de salvarte no fuera verdad, ¿por qué contarla? Te asustaría cuando la recordases. Y si ella no nada entre los astros, de nada vale decirlo. Pero veo que hay algo que te preocupa. ¿Qué es?