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No quería describir en detalle mi encuentro con el Autarca, de manera que dije: —No hace mucho vi en un libro el dibujo de una criatura que habita en el abismo. Tenía alas. Pero no alas como las de las aves, sino planos, enormes y continuos, de material delgado, pigmentado. Alas que podía batir contra la luz de las estrellas.

Dorcas se mostró interesada.

—¿Está en tu libro marrón?

—No, en otro libro. No lo tengo aquí.

—Es lo mismo, eso me recuerda que íbamos a ver lo que dice del Conciliador tu libro marrón. ¿Lo tienes todavía?

—Sí. —Lo saqué. Se había mojado, de manera que lo abrí y lo puse donde el sol pudiera dar en las páginas, y las brisas que surgieron cuando la cara de Urth volvió a mirar la cara del sol, quisieron jugar con ellas. Luego, las páginas pasaron suavemente mientras hablábamos, de manera que los dibujos de hombres, mujeres y monstruos atrajeron mi mirada, y así quedaron grabados en mi mente, de modo que aún siguen allí. Y a veces también frases e incluso pasajes breves, que brillaban y se apagaban según la luz atrapada, y liberaba luego el brillo de la tinta metálica: «¡Guerreros sin alma!», «amarillo lúcido», «por ahogamiento». Más tarde: «Estos tiempos son los tiempos antiguos, cuando el mundo es antiguo». Y: «El infierno no tiene límites ni está circunscrito; pues donde nosotros estamos está el Infierno, y donde el Infierno está, allí hemos de estar nosotros».

—¿Quieres leerlo ya? —preguntó Dorcas.

—No. Quiero oír lo que le pasó a Jolenta.

—No lo sé. Yo estaba durmiendo y soñando con… con lo de siempre. Entraba en una tienda de juguetes. Había estantes con muñecas a lo largo de la pared, y un pozo en el centro del piso, con muñecas sentadas en el borde. Recuerdo haber pensado que mi bebé era demasiado pequeño para muñecas; pero como eran muy bonitas y yo no había tenido ninguna desde niña, decidí que compraría una y la guardaría para el bebé, y mientras tanto podría sacarla algunas veces para mirarla y quizá ponerla de pie delante del espejo de mi cuarto. Señalé la más hermosa. Estaba sentada en el borde del pozo, y cuando el tendero la agarró para dármela, vi que era Jolenta, y se le escurrió de las manos. La vi caer muy abajo, hacia el agua negra. Entonces desperté. Naturalmente, miré para ver si ella estaba bien…

—¿Y viste que sangraba?

Dorcas asintió, y el pelo dorado le relució a la luz.

—Así que te llamé dos veces, y entonces te vi abajo en el banco de arena, y a esa cosa que salía del agua hacia ti.

—No hay motivo para que te pongas tan pálida. Jolenta fue mordida por un animal. No tengo idea de qué clase, pero a juzgar por la mordedura era uno muy pequeño, y no más temible que cualquier otro animalito de disposición hostil y dientes afilados.

—Severian, recuerdo haber oído que más al norte había murciélagos de sangre. Cuando era niña, alguien se entretenía en asustarme hablándome de ellos. Y cuando fui mayor, una vez un murciélago entró en la casa. Alguien lo mató, y yo le pregunté a mi padre si era un murciélago de sangre, y si realmente existían esas cosas. Dijo que existían, pero que vivían en el norte, en los bosques vaporosos del centro del mundo. Mordían por la noche a la gente dormida y a los animales que estaban paciendo, y tenían una saliva tan venenosa que las heridas de las mordeduras nunca dejaban de sangrar.

Dorcas hizo una pausa, levantando la mirada hacia los árboles.

—Mi padre dijo que la ciudad había ido extendiéndose hacia el norte a lo largo del río, y que había comenzado como villa autóctona donde el Gyoll se une con el mar, y que sería terrible cuando llegara a la región donde los murciélagos de sangre vuelan y anidan en los edificios abandonados. Ya tiene que ser terrible para los habitantes de la Casa Absoluta. No me parece que nos hayamos alejado mucho.

—Me da lástima el Autarca —dije—. Pero pienso que nunca me habías hablado tanto de tu pasado. ¿Recuerdas ya a tu padre y la casa donde mataron al murciélago?

Se puso de pie. Aunque trató de parecer valiente, observé que temblaba.

—Recuerdo más cosas cada mañana, después de mis sueños. Pero, Severian, ahora tenemos que irnos. Jolenta estará débil. Necesita comer y beber agua limpia. No podemos quedamos.

Yo mismo tenía un hambre de lobo. Volví a meter en el esquero el libro marrón y envainé la hoja recién engrasada de Terminus Est. Dorcas empacó las pocas cosas que tenía.

Después partimos, vadeando el río mucho más arriba del banco de arena. Jolenta no podía caminar sola; teníamos que sostenerla entre los dos. Tenía la cara arrugada, y aunque cuando la levantamos había recobrado la conciencia, apenas habló. De cuando en cuando decía una o dos palabras. Por primera vez, me di cuenta de lo delgados que eran sus labios; el inferior ya había perdido su firmeza y le colgaba descubriendo las lívidas encías. Me pareció que todo su cuerpo, tan opulento ayer, se había reblandecido como la cera, de manera que en lugar de ser, como otrora, la mujer frente a la cual Dorcas era una niña, parecía una flor expuesta al viento demasiado tiempo, el final mismo del verano comparado con la primavera de Dorcas.

Mientras así caminábamos por una estrecha y polvorienta vereda bordeada a ambos lados con cañas de azúcar, más altas que mi cabeza, me puse a pensar una y otra vez cómo la había deseado desde el día que la conocí, no hacía mucho tiempo. La memoria, perfecta y vívida, más persuasiva que cualquier opiáceo, me mostraba a la mujer como creía haberla visto primero, cuando Dorcas y yo llegamos de noche por una arboleda y encontramos el escenario del doctor Talos, brillante de luces en un pastizal. Qué extraño había parecido verla a la luz del día, tan perfecta como había sido al brillo adulador de las antorchas la noche antes, cuando partimos hacia el norte en la mañana más radiante que yo recuerde.

Se dice que el amor y el deseo no son más que primos hermanos, y así me lo había parecido hasta que caminé con el brazo fláccido de Jolenta alrededor de mi cuello. Pero no es realmente cierto. En realidad, el amor de las mujeres era el lado oscuro de un ideal femenino que yo había acariciado soñando con Valeria y Thecla y Agia, Dorcas y Jolenta y la amante de Vodalus, de rostro acorazonado y voz seductora, la mujer que era Thea, como sabía ahora, la hermanastra de Thecla. De modo que mientras avanzábamos entre las cortinas del cañaveral, cuando el deseo ya no estaba y yo miraba a Jolenta sólo con compasión, descubrí que aunque yo había creído que lo único que me importaba de ella era su carne importuna y de color rosado y la torpe gracia de sus movimientos, yo la amaba.

XXIX — Los vaqueros

Durante la mayor parte de la mañana estuvimos atravesando el cañaveral sin encontrar a nadie. Por lo que yo podía ver, Jolenta ni ganaba ni perdía fuerzas; pero me pareció que el hambre, la fatiga de sostenerla y el resplandor despiadado del sol me estaban afectando, pues dos o tres veces, cuando la atisbé por el rabillo del ojo, me pareció como si no estuviera viendo en absoluto a jolenta sino a otra persona, una mujer a quien recordaba pero no podía identificar. Si volvía la cabeza para mirarla, esta impresión (que siempre era muy ligera) se desvanecía totalmente.

Así caminamos, hablando poco. Fue la única vez desde que la recibí del maestro Palaemón que Terminus Esi me pareció pesada. El tahalí estaba lastimándome el hombro.