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Corté algunas cañas y las mordisqueamos chupando el jugo dulce. Jolenta tenía sed continuamente, y como no podía caminar a menos que la ayudáramos, ni sostener sola su trozo de caña, nos vimos obligados a parar con frecuencia. Era extraño ver tan inútiles esas piernas largas y hermosas, de delgados tobillos y muslos maduros.

En un día alcanzamos el final del cañaveral y salimos al borde de la verdadera pampa, el océano de hierba. Aquí quedaban aún unos cuantos árboles, aunque tan esparcidos que desde cada uno de ellos no se veían más que otros dos o tres. A cada uno de ellos estaba atado el cuerpo de algún depredador, con látigos de cuero verde, las zarpas delanteras extendidas como brazos. Casi todos eran tigres de piel manchada, comunes en aquella parte del país, pero vi atroxes también, con cabellos que parecían de hombre, y esmilodontes de dientes como sables. La mayoría era poco más que un montón de huesos, pero algunos vivían y emitían esos sonidos que, según se cree, espantan a tigres, atroxes y esmilodontes que en otras circunstancias depredarían el ganado.

Este ganado era para nosotros un peligro mucho mayor que los felinos. Los toros embestían contra todo lo que se les acercase, y cuando nos encontrábamos con una manada, teníamos que mantenernos a cierta distancia para que estos animales cortos de vista no llegaran a vernos, y avanzar con el viento de frente. En estas ocasiones, me vi forzado a dejar que Dorcas sostuviera el peso de jolenta como mejor pudiera, para que yo marchara delante de ellas y algo más cerca de los animales. En cierta ocasión tuve que saltar a un lado y cortar de un tajo la cabeza de un toro que me embestía. Hicimos una hoguera con hierbas secas y asamos algo de carne.

La vez siguiente me acordé de la Garra y de cómo había acabado con el ataque de los hombres mono. La saqué de la bota, y el fiero toro negro vino trotando hacia mí y me lamió la mano. Pusimos a Jolenta sobre el lomo y Dorcas subió para sostenerla, y yo caminé junto a la cabeza del animal, sosteniendo la gema donde él pudiera ver la luz azul.

En el árbol próximo, que fue casi el último que encontramos, estaba atado un esmilodonte todavía vivo, y tuve miedo de que espantara al toro. Sin embargo, cuando lo dejamos atrás me pareció que nos seguía con los ojos, amarillos y tan grandes come huevos de paloma. Sentía que la lengua se me hacia hinchado con la sed del animal. Le di a Dorcas la gema, y volví atrás para cortarle las ataduras, convencido de que me atacaría. El animal, demasiado débil para sostenerse en pie, cayó al suelo, y yo, que no tenía agua para darle, no pude hacer otra cosa que alejarme de él.

Poco después del mediodía observé un ave carroñera que volaba en círculos por encima de nosotros. Se dice que estas aves huelen la muerte, y recordé que una vez o dos, cuando los oficiales estaban muy ocupados en la sala de exámenes, nosotros los aprendices teníamos que salir a apedrear a las que pasaban sobre la ruinosa muralla, para que no dieran a la Ciudadela una reputación todavía peor. Me repugnaba pensar que Jolenta pudiera morir, y hubiera dado mucho por un arco para disparar contra el ave; pero no llevaba nada parecido y tuve que resignarme.

Después de un tiempo interminable, a esta primera ave se unieron otras dos mucho más pequeñas, y por el color brillante de las cabezas, visibles en algunos momentos aun desde tan abajo, supe que eran catártidas. Así, la primera, con alas tres veces más grandes que las de las otras, era un teratornis de montaña, del que se dice que ataca a los montañeros, rasgándoles las caras con garras venenosas y golpeándolos con los codos de las grandes alas hasta despeñarlos. De vez en cuando las otras dos se le aproximaban, y se volvía entonces contra ellas. Cuando eso ocurría oíamos en ocasiones un chillido penetrante que descendía desde los murallones de un castillo de aire. En una ocasión gesticulé con aire macabro para que los pájaros vinieran a nosotros. Descendieron los tres y yo blandí mi espada contra ellos y dejé de gesticular.

Cuando el horizonte del poniente había subido casi hasta el sol, llegamos a una casa baja, poco más que una choza, hecha de paja. En un banco de delante se sentaba un hombre nervudo con polainas de cuero, que bebía mate y fingía observar los colores de las nubes. En realidad, tuvo que habernos descubierto mucho antes que nosotros a él, pues era pequeño y moreno y apenas se lo veía delante de la casa pardusca, mientras que nuestras siluetas se recortaban claras contra el cielo.

Aparté la Garra cuando vi a este vaquero, aunque no estaba seguro de cómo reaccionaría el toro. Al fin no hizo nada y siguió avanzando como antes, cargando a las dos mujeres. Cuando llegamos a la casa de paja las ayudé a bajar, y el animal levantó el hocico, olisqueó el viento y después me miró con un ojo. Agité la mano señalándole los campos ondulados para indicarle que ya no lo necesitaba y para hacerle ver que tenía la mano vacía. Dio media vuelta y se alejó al trote.

El vaquero se quitó de los labios la paja de peltre y dijo: —Eso era un buey.

Asentí con un gesto.

—Lo necesitábamos para transportar a esta pobre mujer enferma y lo tomamos prestado. ¿Es suyo? Suponíamos que no le importaría. Después de todo, no le hemos hecho daño.

—No, no. —El vaquero hizo un gesto de vaga protesta.— Sólo preguntaba porque cuando al principio os vi pensé que era un diestrero. Mi vista no es tan buena como antes. —Nos contó lo buena que fuera en un tiempo, muy buena realmente.— Pero, como decís, era un buey.

Esta vez, Dorcas y yo asentimos juntos. —Ya veis lo que es llegar a viejo. Hubiera lamido la hoja de este cuchillo —y palmeó la empuñadura de metal que le sobresalía del ancho cinturón— y apuntando con él hacia el sol habría jurado que vi algo entre las piernas del buey. Pero si no fuera tan estúpido, sabría que nadie puede montar a los toros de las pampas. Sólo la pantera roja, pero se mantiene sobre él clavándole las garras en el lomo, y aún así muere en ocasiones. Sin duda era una ubre que el buey heredó de su madre. Yo la conocí y tenía una.

Le dije que yo era de la ciudad y muy ignorante en todo lo que se refería al ganado.

—Ah —dijo, y sorbió su mate—. Yo soy más ignorante que tú. Excepto yo, por aquí todos son eclécticos ignorantes. ¿Conoces a esta gente que llaman eclécticos? No saben nada; ¿cómo puede uno aprender con vecinos así?

Dorcas dijo: —Por favor, ¿nos permite entrar y poner a esta mujer donde podamos acostarla? Me temo que se esté muriendo.

—Os dije que no sé nada. Tendríais que preguntarle a este hombre, pues puede conducir a un buey —casi dijo un toro— como si fuera un perro.

—¡Pero él no puede ayudarla! Sólo usted.

El vaquero me guiñó un ojo y comprendí que él había sabido deducir que había sido yo, y no Dorcas, quien domesticara al toro.

—Lo siento mucho por vuestra amiga —dijo—, que según veo tuvo que haber sido una hermosa mujer. Pero aunque he estado bromeando con vosotros aquí sentado, tengo un amigo que ahora mismo está echado ahí dentro. Teméis que vuestra amiga se esté muriendo. Yo sé que mi amigo se está muriendo y me gustaría ayudarlo a irse sin que nadie lo moleste.

—Sí, claro está, pero no lo molestaremos. Quizás hasta podamos ayudarle.

El vaquero miró de Dorcas a mí y de nuevo a ella.

—Sois gente extraña; ¿qué sé yo? No más que uno de esos eclécticos ignorantes. Entrad, entonces. Pero guardad silencio y recordad que sois mis huéspedes.

Se levantó y abrió la puerta, que era tan baja que tuve que agacharme para pasar. La casa tenía un solo cuarto, oscuro y que olía a humo. En un jergón delante del fuego yacía echado un hombre mucho más joven y, según pensé, más alto que nuestro anfitrión. Tenía la misma piel morena, pero no había sangre bajo el pigmento. Parecía que le hubiesen embadurnado las mejillas y la frente. No había más lecho que aquel sobre el que yacía, pero extendimos la harapienta manta de Dorcas sobre el suelo de tierra y pusimos sobre ella a Jolenta. Por un momento se le abrieron los ojos. No había conciencia en ellos, y el color verde claro de otrora se había apagado como un paño barato dejado al sol.