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Haber encontrado un sencillo fuego de campamento hubiera parecido casi un milagro. Lo que en realidad vimos fue más extraño pero menos sorprendente. Dorcas señaló hacia la izquierda. Miré y un momento más tarde observé algo que tomé por un meteoro.

—Es una estrella que cae —dije—. ¿No has visto antes ninguna? A veces caen como una lluvia.

—¡No! Se trata de un edificio, ¿no lo ves? Fíjate en lo oscuro contra el cielo. Parece tener un techo plano y hay alguien allí arriba con pedernal y eslabón.

Iba a decirle que tenía demasiada imaginación cuando un débil resplandor rojo, al parecer no más grande que la cabeza de un alfiler, apareció donde habían caído las chispas. Dos respiraciones más tarde hubo una pequeña lengua de fuego.

No estaba lejos, pero nos lo pareció, porque cabalgábamos sobre unas piedras oscuras y quebradas, y cuando alcanzamos el edificio la hoguera se alzó en una llamarada y vimos tres figuras agachadas alrededor.

—Necesitamos vuestra ayuda —grité—. Esta mujer se está muriendo.

Las tres levantaron la cabeza, y una voz chirriante de arpía preguntó: —¿Quién habla? Oigo una voz humana, pero no veo ningún hombre. ¿Quién eres?

—Estoy aquí —dije, y me aparté la capa y capucha fulíginas—. A vuestra izquierda. Estoy vestido de oscuro, eso es todo.

—Ya veo… ya veo. ¿Quién se está muriendo? No es una pequeña cabellera pálida… Es grande, dorada y rojiza. Aquí no tenemos más que vino y un poco de fuego. Dad la vuelta y encontraréis la escalera.

Hice que nuestros animales doblaran la esquina del edificio, como ella me había indicado. Los muros de piedra ocultaron la luna baja y nos dejaron en una oscuridad de ciegos, pero tropecé con unos toscos peldaños que se habían hecho sin duda apilando piedras de estructuras derruidas contra el lado del edificio. Después de trabar a los dos diestreros, subí llevando a Jolenta, yendo Dorcas delante para tantear el camino y avisar de los peligros.

Cuando llegamos al techo, no era plano, sino inclinado, tanto que yo pensaba que iba a resbalar en cualquier momento. La superficie dura e irregular parecía estar hecha de tejas; una llegó a soltarse y la oí raspar y chocar con estrépito contra las otras hasta que cayó por el borde y se estrelló en las losas irregulares de abajo.

Siendo yo aprendiz y tan pequeño que sólo me confiaban las tareas más elementales, me dieron una carta para llevarla a la torre de las brujas, en el lado opuesto del Patio Viejo. (Mucho después supe que había una buena razón para que sólo niños muy por debajo de la pubertad llevaran los mensajes que nuestra proximidad a las brujas requería.) Ahora que sé que nuestra torre inspiraba horror no sólo a la gente del barrio sino también, en el mismo o en mayor grado, a los demás residentes de la propia Ciudadela, siento un regusto de extraña candidez recordando mi propio miedo. Sin embargo, le parecía muy real al niñito poco atractivo que yo era. Había oído terribles historias de los aprendices más antiguos, y había observado que otros niños, sin duda más valientes que yo, tenían miedo. En esa torre, la más lúgubre de las miríadas de torres de la Ciudadela, de noche ardían luces de extraños colores. Los gritos que oíamos por las portillas de nuestro dormitorio no procedían de ninguna sala de exámenes como las nuestras, sino de los niveles más altos; y sabíamos que eran las propias brujas quienes chillaban así y no sus clientes, pues en el sentido en que utilizábamos esa palabra, ellas no tenían ninguno. Tampoco eran esos gritos los aullidos lunáticos y los penetrantes alaridos de agonía que se oían en nuestra torre.

Hicieron que me lavara las manos para no ensuciar el sobre, y fui muy consciente de que estaban húmedas y rojas cuando me puse en camino entre los charcos de agua helada que salpicaban el patio. Mi mente conjuró una bruja inmensamente enaltecida y humilladora, que no retrocedería a la hora de castigarme de algún modo repelente por atreverme a llevarle una carta con las manos coloradas y que también me enviaría de vuelta al maestro. Malrubius con un informe despreciativo.

Tenía que ser realmente pequeño: di un salto para alcanzar el aldabón. Todavía siento el ruido apagado de las finas suelas de mis zapatos en el desgastadísimo umbral de las brujas.

—¿Quién es? —La cara que me miraba apenas estaba más alta que la mía. Era de esas (notables en su clase entre los cientos de miles de caras que he visto) que sugieren a la vez belleza y enfermedad. La bruja a la que pertenecía me pareció vieja y en realidad tenía unos veinte años o un poco menos; pero no era alta, y se movía en la postura encorvada de la edad extrema. Era una cara tan adorable y tan descolorida que podía haber sido una máscara tallada en marfil por algún maestro escultor.

En silencio, le alargué la carta.

—Ven conmigo —dijo. Éstas eran las palabras que yo había temido, y ahora que habían sido pronunciadas parecían tan inevitables como la sucesión de las estaciones.

Entré en una torre muy diferente de la nuestra. La nuestra era sólida hasta la opresión, de placas de metal tan bien encajadas que se habían amalgamado hacía siglos unas con otras en una sola masa, y los pisos inferiores de nuestra torre eran cálidos y húmedos. En la torre de las brujas nada parecía sólido, y pocas cosas lo eran. Tiempo después, el maestro Palaemón me explicó que tenía muchos más años que la mayoría de las demás partes de la Ciudadela, y que había sido construida cuando el diseño de las torres era apenas algo más que la imitación inanimada de la fisiología humana, de manera que se utilizaron esqueletos de acero para soportar una estructura de sustancias más endebles. Con el paso de los siglos, ese esqueleto se había corroído en gran parte, y al final la estructura se mantenía en pie sólo gracias a las ocasionales reparaciones llevadas a cabo por generaciones pasadas. Habitaciones demasiado grandes estaban separadas por muros no más gruesos que cortinas; ningún piso estaba nivelado, ni ninguna escalera derecha; los balaustres y barandillas que tocaba parecían ir a deshacerse en mi mano. En las paredes había dibujos en tiza de figuras gnósticas en blanco, verde y púrpura, pero el mobiliario era escaso, y el aire parecía más frío que en el exterior.

Después de subir por varias escaleras y una escala de ramas de corteza fragante, me llevaron delante de una anciana que estaba sentada en la única silla que yo había visto allí hasta entonces; la mujer miraba a través de una plancha de vidrio lo que parecía ser un paisaje artificial habitado por animales derrengados y sin pelo. Le di la carta y me dejó ir; pero por un momento me miró y su cara, como la cara de la mujer joven-vieja que me había llevado hasta ella, quedó por supuesto grabada en mi mente.

Menciono todo esto ahora porque me pareció, al dejar a Jolenta sobre las tejas junto a la hoguera, que las mujeres allí agachadas eran las mismas. Era imposible; la anciana a la que había entregado la carta habría muerto casi seguramente, y la joven (si todavía vivía) habría cambiado, como yo, y ya no la reconocería. Sin embargo, las caras que se volvieron hacia mí eran las que recordaba. Quizás en el mundo no hay más que dos brujas, que nacen una y otra vez.

—¿Qué le pasa? —preguntó la mujer más joven, y Dorcas y yo se lo explicamos como mejor pudimos.

Mucho antes de que termináramos, la más vieja tenía en el regazo la cabeza de Jolenta y estaba introduciéndole en la garganta el vino de una botella de barro.

—Le haría daño si el vino fuera fuerte —dijo—. Pero tres partes son agua pura. Puesto que no queréis verla morir, sois afortunados, posiblemente, por haber dado con nosotras. Pero no puedo decir si ella también lo es.