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Le di las gracias y pregunté adónde había ido la tercera persona que se sentaba al fuego.

La anciana suspiró y me miró por un momento antes de volverse otra vez hacia Jolenta.

—Sólo estábamos nosotras dos —dijo la más joven—. ¿Viste a tres?

—Con mucha claridad; a la luz de la hoguera. Tu abuela (si lo es) me miró y me habló. Tú y quienquiera que se encontrara contigo levantasteis la cabeza y después volvisteis a agacharla.

—Ella es la Cumana.

Ya había oído esa palabra antes; por un momento no recordé dónde, y el rostro de la mujer, inmóvil como la oréade de un cuadro, no me dio ninguna pista.

—La vidente —aclaró Dorcas—. ¿Y quién eres tú?

—Su acolita. Me llamo Merryn. Tal vez sea significativo que vosotros, que sois tres, vierais a tres de nosotras al fuego, mientras que nosotras, que somos dos, no vimos al principio más que a dos de vosotros.

—Se volvió hacia la Cumana como para que ella lo confirmase, y después, como si hubiera recibido esa confirmación, nos enfrentó otra vez, aunque no vi que entre ellas hubieran intercambiado mirada alguna.

—Estoy completamente seguro de que vi una tercera persona, más grande que cualquiera de vosotras —dije.

—Ésta es una noche extraña y hay quienes cabalgan por el aire de la noche y en ocasiones toman apariencia humana. Lo que me pregunto es por qué semejante poder desearía mostrarse a vosotros.

El efecto de sus ojos oscuros y su rostro sereno fue tan grande que pienso que la hubiera creído si no hubiera sido por Dorcas, que sugirió con un movimiento de cabeza casi imperceptible que el tercer miembro del grupo junto al fuego podría haber escapado a nuestra observación cruzando el tejado y escondiéndose en lo más alejado del caballete.

—Quizá viva esta mujer —dijo la Cumana sin levantar la mirada de la cara de Jolenta— , aunque no lo desea.

—Fue una suerte para ella que vosotras dos tuvierais tanto vino —dije.

La anciana no mordió el anzuelo, y se limitó a decir: —Sí. Para vosotros y posiblemente también para ella.

Merryn cogió un palo y removió el fuego.

—La muerte no existe.

Me reí un poco, creo que sobre todo porque ya no estaba tan preocupado por jolenta.

—Los de mi oficio pensamos otra cosa.

—Los de tu oficio estáis equivocados.

Jolenta murmuró: —¿Doctor?— Era la primera vez que la oía hablar desde la mañana.— Ahora no necesitas un médico. Aquí hay alguien mejor.

La Cumana musitó: —Busca a su amante.

—¿Entonces no lo es este hombre vestido de fulígino, Madre? Ya me parecía que era demasiado corriente para ella.

—No es más que un torturador. Ella busca a uno peor que él.

Merryn asintió en silencio, y después nos dijo: —Puede que no deseéis moverla más esta noche, pero debemos pediros que lo hagáis. Encontraréis cien lugares mejores para acampar al otro lado de las ruinas, pues sería peligroso para vosotros que os quedarais aquí.

—¿Peligro de muerte? —pregunté—. Pero me estáis diciendo que la muerte no existe, de modo que si he de creeros, ¿por qué tendría que estar asustado? Y si no puedo creeros, ¿por qué tendría que hacerlo ahora? —Sin embargo, me levanté para irme.

La Cumana alzó los ojos.

—Ella tiene razón —graznó—. Aunque no lo sepa y hable maquinalmente, como estornino enjaulado. La muerte no es nada, y por eso debéis temerla. ¿A qué se puede temer más?

Volví a reírme.

—No puedo discutir con alguien tan sabia como tú. Y puesto que nos habéis dado la ayuda que podíais, ahora nos iremos porque es nuestro deseo.

La Cumana permitió que le quitara a Jolenta, pero dijo: —No es mi deseo. Mi acolita cree todavía que ella manda en el universo, como un tablero donde puede mover las fichas y formar las figuras que le convengan. Los Magos creen conveniente incluirme en su pequeño censo, y yo perdería mi lugar en él si no supiera que gente como nosotras no somos más que pececitos, que han de nadar con mareas invisibles para que no caigamos exhaustas sin encontrar sostenimiento. Ahora has de envolver a esta pobre criatura en tu capa y dejarla tumbada junto a mi hoguera. Cuando este lugar salga de la sombra de Urth, le volveré a mirar la herida.

Me quedé de pie con jolenta en brazos, sin saber si debíamos irnos o quedarnos. La Cumana parecía bastante bienintencionada, pero su metáfora me había traído el desagradable recuerdo de la ondina; y examinándole el rostro llegué a dudar de que se tratase realmente de una anciana, y recordé con una gran claridad las repugnantes caras de los cacógenos que se habían quitado las máscaras cuando Calveros se lanzó entre ellos.

—Me avergüenzas, Madre —le dijo Merryn—. ¿Tengo que llamarlo?

—Ya nos ha oído. Vendrá sin que lo llamemos.

Tenía razón. Yo ya oía el roce de las botas sobre las tejas al otro lado del techo.

—Te has alarmado. ¿No sería mejor que dejaras en el suelo a la mujer, como te dije, para que pudieras sacar la espada y defender a tu amante? Pero no será necesario.

Cuando acabó de hablar, pude ver la silueta, recortada contra el cielo de la noche, de un sombrero alto y una cabeza grande y hombros anchos. Puse a Jolenta cerca de Dorcas y desenvainé Términus Est.

—No hace falta —dijo una voz profunda—. No hace ninguna falta. Hubiera aparecido antes para renovar nuestra amistad, pero no sabía que la chatelaine aquí presente así lo quería. Mi señor (y el tuyo) manda saludos.

—Era Hildegrin.

XXXI — La limpieza

—Puedes decir a tu señor que he entregado su mensaje —dije.

Hildegrin sonrió.

—¿Y no tienes tú un mensaje para el armígero? Recuerda, vengo de las penetrales quercíneas.

—No —dije—. Ninguno.

Dorcas levantó la mirada.

—Yo sí tengo un mensaje. Una persona a quien conocí en los jardines de la Casa Absoluta me dijo que me encontraría con alguien que se identificaría así, y que yo tenía que decirle: «Cuando las hojas hayan crecido, el bosque ha de marchar hacia el norte».

Hildegrin se puso un dedo junto a la nariz.

—¿Todo el bosque? ¿Es eso lo que dijo?

—Me transmitió las palabras que acabo de decirte y nada más.

—Dorcas —pregunté—, ¿por qué no me lo contaste?

—Apenas he podido hablar contigo a solas desde que nos encontramos en el cruce de caminos. Y además, me di cuenta de que era peligroso saberlo. No veía ninguna razón para ponerte a ti en peligro. Fue el hombre que le dio ese dinero al doctor Talos quien me lo dijo. Pero no le dio el mensaje al doctor Talos; lo sé porque escuché lo que hablaron. Él sólo dijo que era amigo tuyo y me dio el mensaje.

—Y te dijo que me lo dijeras.

Dorcas meneó la cabeza.

La risa ahogada que resonó en la garganta de Hildegrin parecía venir de bajo tierra.

—Bueno, ya no importa casi, ¿no? Ya ha sido entregado, y por mi parte no tengo inconveniente en deciros que no me habría importado esperar un poco más. Pero aquí todos somos amigos, excepto tal vez la muchacha enferma, y no creo que ella pueda oír lo que se dice ni comprender lo que hablamos si pudiera oír. ¿Cómo dijiste que se llamaba? No os oía con claridad cuando estaba allá al otro lado.

—Es porque no lo mencioné. Pero se llama jolenta. —Mientras pronunciaba el nombre la miré, y viéndola a la luz del fuego, advertí que ya no era Jolenta. En aquella cara demacrada ya no quedaba nada de la hermosa mujer a la que Jonas había amado.

—¿Y eso lo hizo una mordedura de murciélago? Pues últimamente tienen una fuerza poco común. A mí me han mordido un par de veces. —Lo miré a los ojos e Hildegrin añadió:— Pues claro, joven sieur, ya la he visto antes, como a ti y a la pequeña Dorcas. No creerías que os dejé a ti y a la otra abandonar solos el Jardín Botánico, ¿verdad? ¡Cómo iba a hacerlo si hablabas de ir al norte y de luchar contra un oficial de los septentriones! Te vi combatir y te vi decapitar a aquel tipo (por cierto, que contribuí a atraparlo porque pensé que podría ser de la Casa Absoluta), y también estuve detrás del público que esa noche te vio en el escenario. No te perdí hasta que pasó lo de la puerta al día siguiente. Os he visto a ti y a ella, aunque de ella no queda mucho salvo el cabello, y creo que hasta eso le ha cambiado.