Выбрать главу

—Sería mejor que hiciéramos algo rápidamente —gruñó Hildegrin—. Yo diría que se acerca una tormenta.

—Lo haremos tan deprisa como se pueda. Ahora he de utilizar todas vuestras mentes, y la de la mujer enferma servirá de poco. Sentiréis que guío vuestro pensamiento. Haced lo que os indique.

Soltando por un momento la mano de Merryn, la anciana (si es que en verdad era una mujer) sacó de su corpiño una vara cuyas puntas se desvanecieron en la noche, como si estuviesen fuera de mi campo de visión, a pesar de que era apenas más larga que una daga. La anciana abrió la boca; pensé que pretendía ponerse la vara entre los dientes, pero se la tragó. Un momento más tarde pude detectar su imagen relumbrante, aunque borrosa y teñida de carmesí, bajo la piel colgante de la garganta.

—Cerrad todos los ojos… Hay aquí una mujer a quien no conozco, de clase alta, encadenada… No importa, torturador, ya la conozco. No os soltéis de mi mano… No os soltéis ninguno de mi mano…

En el estupor que había seguido al banquete de Vodalus, yo aprendí lo que era compartir mi mente. Esto era distinto. La Cumana no aparecía como yo la había visto, ni como una versión joven de ella, ni (según me pareció) como nada. Más bien encontré mi pensamiento envuelto en el suyo, como un pez que flota en una burbuja de agua invisible. Thecla se encontraba allí conmigo, pero nunca la veía completa; era como si estuviera de pie detrás de mí, y en un momento yo viera su mano sobre mi hombro, y en el siguiente sintiera su aliento en mi mejilla.

A continuación desapareció, y todo se fue con ella. Sentí que mi pensamiento era arrojado a la noche, perdido entre las ruinas.

Cuando me recuperé, yacía sobre las tejas cerca del fuego. Tenía la boca húmeda de saliva espumosa mezclada con sangre, pues me había mordido los labios y la lengua. Mis piernas estaban demasiado débiles para ponerme en pie, pero me incorporé hasta que estuve otra vez sentado.

Al principio pensé que los demás se habían ido. El tejado que era sólido debajo de mí, pero ellos me parecían vaporosos como fantasmas. Un fantasmagórico Hildegrin yacía tumbado a mi derecha. Le puse la mano sobre el pecho y sentí que el corazón le latía como una polilla que trataba de escapar. La más borrosa era Jolenta, apenas presente. Le habían hecho más de lo que Merryn había supuesto; vi alambres bajo su carne, y bandas de metal, aunque también ellas eran borrosas. Entonces me miré a mí mismo, a mis piernas y pies, y descubrí que podía ver la Garra ardiendo como una llama azul a través del cuero de mi bota. La agarré, pero apenas alcanzaba a mover los dedos y no pude sacarla.

Dorcas estaba tendida, como durmiendo. No tenía espuma en los labios, y parecía más sólida que Hildegrin. Merryn era ahora una muñeca vestida de negro, tan delicada y tenue que a su lado la delgada Dorcas parecía robusta. Ahora que la inteligencia ya no animaba a aquella máscara de marfil, vi que no era más que pergamino sobre hueso.

Como yo había sospechado, la Cumana no era ninguna mujer; pero tampoco ninguno de los horrores que yo había contemplado en los jardines de la Casa Absoluta. Algo lustroso y viperino estaba enrollado en la vara, reluciente. Busqué la cabeza con la mirada pero no encontré ninguna, aunque cada una de las figuras dibujadas en el dorso del reptil era una cara, y los ojos de esa cara parecían perdidos y arrobados.

Dorcas despertó mientras yo los miraba.

—¿Qué nos ha ocurrido? —dijo. Hildegrin se estaba moviendo.

—Creo que nos estamos mirando desde una perspectiva más larga que la de un solo instante.

La boca de ella se abrió, pero no emitió ningún sonido.

Aunque las nubes amenazadoras no trajeron viento, el polvo se movía en remolinos en las calles, por debajo de nosotros. No sé cómo describirlo si no es diciendo que parecía como si incontables huestes de minúsculos insectos cien veces más pequeños que moscas enanas hubieran estado ocultos en los intersticios del pavimento, y ahora la luz de la luna los estuviera atrayendo al exterior para que celebraran un vuelo nupcial. Se movían en silencio y sin ninguna regularidad, pero después de un tiempo la masa indiferenciada se alzó en enjambres que iban y venían, que se hacían cada vez más grandes y más densos, y por último volvió a posarse en las piedras rotas.

Entonces pareció que los insectos ya no volaban, sino que gateaban unos sobre otros, tratando de llegar al centro del enjambre.

—Están vivos.

Pero Dorcas susurró: —Mira, están muertos.

Tenía razón. Los enjambres que un momento antes habían bullido de vida mostraban ahora costillas blanqueadas; las motas de polvo, ensamblándose así como los estudiosos juntan los fragmentos de vidrios antiguos a fin de recrear para nosotros una ventana coloreada que se rompió miles de años atrás, formaron calaveras que a la luz de la luna tenían un resplandor verde. Entre los muertos se movían algunos animales: elurodontes, espelaeae escurridizas y formas que reptaban a las que yo no sabría cómo llamar, todas ellas más borrosas que nosotros, que contemplábamos aquello desde el tejado.

Uno a uno se levantaron y los animales se desvanecieron. Débilmente al principio, comenzaron a reconstruir la ciudad; las piedras se alzaron otra vez, y unos maderos hechos de cenizas fueron encajados en los muros restaurados. Las gentes, que al levantarse parecían poco más que cadáveres ambulantes, fueron ganando vigor con el trabajo y se convirtieron en una raza de piernas arqueadas que caminaban como marineros y hacían rodar piedras ciclópeas con la fuerza de sus anchas espaldas. Más tarde la ciudad estuvo completa y esperamos a ver qué sucedería a continuación.

Los tambores rompieron el silencio de la noche; por el tono supe que la última vez que redoblaron hubo un bosque alrededor de la ciudad, pues reverberaban como sólo reverberan los sonidos entre los troncos de grandes árboles. Un chamán de cabeza rapada desfilaba por la calle, desnudo y pintado con los pictogramas de una escritura que yo jamás había visto, tan expresiva que las meras formas de las palabras parecían gritar sus significados.

Iba seguido por cien o más bailarines que evolucionaban en fila uno tras otro, cada uno con las manos puestas en la cabeza de delante. Como sus caras miraban hacia arriba, me pregunté (como todavía me lo pregunto) si no estarían imitando a la serpiente de cien ojos que llamábamos la Cumana. Lentamente iban calle arriba y abajo dibujando espirales y entrecruzándose una y otra vez alrededor del chamán, hasta que por fin llegaron a la entrada de la casa desde donde nosotros mirábamos. Con el ruido de un trueno, cayó la losa de la puerta. Hubo un aroma como de mirra y rosas.

Un hombre se adelantó para saludar a los bailarines. Si hubiera tenido cien brazos o hubiera llevado la cabeza bajo las manos, no me habría producido tanto asombro, puesto que la suya era una cara que yo había conocido desde la niñez, la cara del bronce funerario en el mausoleo donde yo jugaba cuando era niño. Llevaba brazaletes de oro macizo, brazaletes engastados de jacintos y ópalos, cornalinas y esmeraldas destellantes. Con pasos medidos avanzó hasta que se encontró en el centro de la procesión, con los bailarines cimbreándose alrededor. Después se volvió hacia nosotros y levantó los brazos. Nos miraba, y supe que sólo él, de los cientos que estaban allí, nos veía realmente.

Estaba tan absorto por el espectáculo de allá abajo que no me di cuenta cuando Hildegrin abandonó el techo. Ahora se lanzaba hacia delante como una flecha (si eso puede decirse de un hombre tan grande), se confundía con la multitud, y agarraba a Apu- Punchau.

Apenas sé cómo describir lo que siguió. En cierto modo fue como el pequeño drama de la casa de madera amarilla del Jardín Botánico; sin embargo, era mucho más extraño, aunque sólo porque entonces supe que sobre la mujer, el hermano y el salvaje pesaba un encantamiento. Y ahora casi parecía que los que estábamos envueltos en magia éramos Hildegrin, Dorcas y yo. Estoy seguro de que los bailarines no veían a Hildegrin, pero sabían de algún modo que estaba entre ellos, y gritaban contra él y azotaban el aire con garrotes de piedra dentada.