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Yo estaba seguro de que Apu-Punchau sí lo veía, así como nos había visto sobre el tejado y como Isangoma nos había visto a Agia y a mí. Pero no creía que viera a Hildegrin como yo lo veía, y puede ser que lo que él viera le pareciera tan extraño como la Cumana me lo había parecido a mí. Hildegrin le echó las manos encima, pero no pudo subyugarlo. Apu-Punchau forcejeó, pero no pudo librarse. Hildegrin me miró y me pidió ayuda a gritos.

No sé por qué respondí. Desde luego, ya no me dominaba el deseo de servir a Vodalus ni sus objetivos. Tal vez fuera porque el alzabo estaba actuando todavía, o sólo por el recuerdo de Hildegrin mientras nos llevaba en la barca a Dorcas y a mí por el Lago de los Pájaros.

Traté de separar a empujones a los hombres de piernas arqueadas, pero uno de los golpes que daban al azar me acertó en un lado de la cabeza y caí de rodillas. Cuando volví a levantarme, me pareció haber perdido de vista a Apu-Punchau entre los bailarines que saltaban y gritaban. En vez de él había dos Hildegrin, uno que forcejeaba conmigo y otro que luchaba contra algo invisible. Aparté furiosamente al primero y traté de acudir en ayuda del segundo.

—¡Severian!

Me despertó la lluvia que me caía sobre la cara; gotas grandes de lluvia fría que picaban como granizo. El trueno redoblaba por las pampas. Durante un rato pensé que me había quedado ciego; pero el destello de un relámpago me mostró la hierba azotada por el viento y las piernas derruidas.

—¡Severian!

Era Dorcas. Comencé a levantarme y mi mano tocó ropa y también barro. Tiré de ella y la liberé; era una banda de seda larga y estrecha con borlas en el extremo.

—¡Severian! —El grito era de terror.

—¡Aquí! —grité—. ¡Estoy aquí abajo! —Otro relámpago me mostró el edificio y la silueta de la frenética Dorcas sobre el techo. Bordeé la muralla y encontré los escalones. Nuestras monturas habían desaparecido. Tampoco las brujas estaban en el tejado; Dorcas, sola, se inclinaba sobre el cuerpo de Jolenta. A la luz del relámpago vi la cara muerta de la camarera que nos había servido al doctor Talos, a Calveros y a mí en el café de Nessus. Toda su belleza había sido limpiada. En el recuento final no queda más que el amor, más que esa divinidad. Nuestro pecado imperdonable es siempre el mismo: sólo somos capaces de ser lo que somos.

Aquí me detengo de nuevo, lector, después de haberte conducido de ciudad en ciudad… Desde la pequeña villa minera de Saltus a la desolada ciudad de piedra cuyo nombre se había perdido hacía tiempo en el torbellino de los años. Saltus fue para mí la puerta de entrada al mundo que se abre más allá de la Ciudad Imperecedera. Así también la ciudad de piedra fue una puerta de entrada, la puerta de entrada a las montañas que había vislumbrado a través de unos arcos ruinosos. Más tarde tendría que viajar entre esas gargantas y fortalezas, entre ojos ciegos y rostros pensativos.

Aquí me detengo. Si no quieres seguirme, lector, no puedo culparte. El camino no es fácil.

Apéndices

Relaciones sociales en la Comunidad

Una de las tareas más difíciles del traductor consiste en expresar con precisión y en términos inteligibles para nosotros todo lo que se relaciona con las castas y la posición social. En el caso del Libro del Sol Nuevo esta tarea es doblemente difícil a causa de la falta de documentos en que apoyarse; y la exposición que sigue no es más que un esbozo.

Por lo que se deduce de los manuscritos, al parecer la sociedad de la Comunidad se compone de siete grupos básicos. De éstos, al menos uno parece completamente cerrado. Para ser exultante hay que serlo de nacimiento, y se sigue siéndolo toda la vida. Aunque es posible que dentro de esta clase haya grados, ninguno se indica en los manuscritos. A sus mujeres se las llama «Chatelaine» y los hombres tienen varios títulos. Fuera de la ciudad que he optado por llamar Nessus, esta clase se encarga de administrar los asuntos cotidianos. Esa concepción hereditaria del poder choca con el espíritu de la Comunidad y explica de sobra la evidente tensión que hay entre exultantes y autarquía, aunque es difícil concebir cómo podría organizarse mejor la gobernación local, dadas las condiciones imperantes; en efecto, la democracia degeneraría inevitablemente en un mero regateo, y la existencia de una burocracia nombrada por el poder es imposible cuando no se cuenta con un número suficiente de gentes a la vez educadas y relativamente desprovistas de dinero que hagan el trabajo de oficina. En todo caso, es indudable que la sabiduría de los autarcas incluye el principio de que un acuerdo completo con la clase dirigente es la enfermedad más mortífera del Estado. Thecla, Thea y Vodalus son sin ninguna duda exultantes.

Los armígeros son muy parecidos a los exultantes, pero en una escala inferior. El nombre indica una clase guerrera, pero no parecen haber monopolizado los principales cargos del ejército, y su posición podría equipararse a la de los samurai que servían a los daimios del Japón feudal. Lamer, Nicarete, Racho y Valeria son armígeros.

Los optimates aparecen como comerciantes más o menos ricos. De las siete clases, ésta es la que menos se nombra en los manuscritos, aunque hay indicios de que Dorcas perteneció en un principio a los optimates.

Como en toda sociedad, los comunes constituyen la gran masa de la población. Aunque en general se conforman con lo que tienen y son ignorantes porque el país es demasiado pobre para darles una educación, están resentidos por la arrogancia de los exultantes y veneran al Autarca que, sin embargo, es en último análisis la apoteosis de los comunes. Pertenecen a esta clase Jolenta, Hildegrin y los habitantes de Saltos, así como otros innumerables personajes que aparecen en los manuscritos.

En torno al Autarca —que desconfía de los exultantes, sin duda con razón— están los servidores del trono. Son los administradores y consejeros militares y civiles. Parecen proceder de los comunes, y es digno de observar que valoran la educación que han recibido. (Obsérvese cómo, por el contrario, Thecla la rechaza con desprecio.) Al propio Severian y a otros habitantes de la Ciudadela, con la excepción de Ultan, se les podría encasillar en esta clase.

Los religiosos son casi tan enigmáticos como el dios al que sirven, dios que parece fundamentalmente solar, pero no apolíneo. (Dado que al Conciliador se le atribuye una Garra, es fácil asociar el águila de Júpiter con el sol, lo que quizás es bastante oportuna.) Como el clero católico romano de nuestros días, parecen pertenecer a diversas órdenes, pero en cambio no obedecen a una autoridad unificadora. En ocasiones, algo en ellos sugiere el hinduismo, a pesar de un monoteísmo obvio. Las Peregrinas, que en los manuscritos desempeñan un papel más importante que cualquier otra comunidad sagrada, son claramente una hermandad de sacerdotisas, a las que acompañan (a causa del carácter errante de la orden y el lugar y la época) servidores varones armados.

Por último, los cacógenos representan, de un modo difícil de entender, ese elemento foráneo que precisamente por serlo es universal en grado sumo y que existe en casi todas las sociedades de que tenemos noticia. El nombre parece indicar que son temidos, o al menos odiados, por los comunes. Su presencia en las fiestas del Autarca parece mostrar que la corte los acepta (aunque tal vez bajo coacción). Aunque en apariencia el populacho de los tiempos de Severian los considera una clase homogénea, es probable que en la realidad sean distintos grupos. En los manuscritos, este elemento está representado por la Cumana y por el Padre Inire.