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—Me dijiste que era bella y que su pelo era negro como…

—…como el de Thecla. Pero Morwenna lo tiene lacio y el de Thecla era rizado.

—Como el de Thecla, a quien pareces haber querido como yo quiero a tu amiga Jolenta. Te confieso que tuviste mucho más tiempo de enamorarte que yo. Y me dijiste que su marido y el niño habían muerto de alguna enfermedad, debida quizás al agua en mal estado. El marido era bastante mayor que ella.

Dije: —Creo que de tu edad.

—Y había una mujer mayor que también lo había querido, y ahora estaba atormentando a la prisionera.

—Sólo con palabras. —En el gremio, sólo los aprendices llevan camisa. Me puse los pantalones y después la capa (que era de color fulígino, más oscuro que el negro) alrededor de los hombros desnudos.— A los clientes que, como ella han sido expuestos por la autoridad comúnmente se los lapida. Cuando los vemos están magullados y es frecuente que hayan perdido unos dientes. A veces tienen huesos rotos. Las mujeres han sido violadas.

—Dices que es hermosa. Quizá la gente piense que es inocente. Quizá se apiaden de ella.

Tomé Terminus Est, la desenfundé y dejé caer la vaina blanda.

—Los inocentes tienen enemigos. Ellos la temen.

Salimos juntos.

Cuando había entrado antes en la posada, tuve que abrirme paso a empujones entre la turba de bebedores. Ahora se apartaban para dejarme pasar. Yo iba con mi máscara y llevaba al hombro, desenvainada, Terminus Est. En el exterior, los sonidos de la feria se fueron silenciando a medida que avanzábamos hasta que no hubo más que un susurro, como si camináramos en medio de un desierto de hojas.

Las ejecuciones se llevarían a cabo en el centro mismo de las atracciones, donde ya se había congregado una densa multitud. Junto al cadalso se encontraba un pope vestido de rojo con un pequeño formulario en la mano. Era un hombre de edad, como la mayoría de ellos. Junto a él esperaban los dos prisioneros rodeados por los hombres que se habían llevado a Barnoch. El alcalde vestía la túnica oficial de color amarillo y llevaba una cadena de oro.

Es costumbre antigua que no utilicemos los peldaños (pero en el patio ante la Torre de la Campana he visto al maestro Gurloes ayudarse de la espada para saltar al cadalso). Aunque es muy posible que entre los presentes yo fuera el único que conocía esa tradición, no quise romperla entonces, y un gran rugido, como la voz de una bestia, se elevó de la multitud cuando subí de un salto, la capa ondeando en torno a mí.

—Increado —leyó el pope—, sabemos que quienes aquí perecerán no son a tus ojos peores que nosotros. Tienen las manos manchadas de sangre. Nosotros también.

Examiné el tajo. Los que se utilizan sin pasar por la supervisión personal del gremio son notoriamente malos: «Anchos como una banqueta, espesos como un tonto, y cóncavos, es la receta». Éste cumplía a maravilla las dos primeras condiciones del proverbio; pero por merced de la Sacra Katharine era ligeramente convexo, y aunque parecía seguro que la madera, dura hasta la idiotez, embotaría el filo masculino de mi espada, yo tenía la fortuna de tener ante mí un sujeto de cada sexo, de modo que podría utilizar un filo en condiciones con cada uno.

—…sea tu voluntad que, cuando llegue la hora, hayan purificado sus espíritus de modo que merezcan tu favor. Nosotros, que entonces deberemos encontrarnos con ellos, aunque hoy derramemos su sangre…

Abrí las piernas y me apoyé sobre la espada como si dominara completamente la ceremonia, aunque en verdad no sabía quién había sacado la cinta corta.

—Tú, héroe que destruirá el negro gusano que devora el sol; tú, ante quien el cielo se abre como una cortina; tú, cuyo aliento abrasará al vasto Erebus, a Abata y a Escila, que se revuelcan bajo la ola; tú, que igualmente habitas en la cáscara de la más diminuta semilla en el más lejano bosque, la semilla que ha rodado hasta la oscuridad donde ningún hombre ve.

La mujer Morwenna estaba subiendo los peldaños precedida del alcalde y seguida por un hombre que la empujaba con un espetón de hierro. Alguien en la multitud lanzó una proposición obscena.

—…ten piedad de quienes no tuvieron piedad. Ten piedad de nosotros, que ahora no la tendremos.

El pope había terminado y le tocaba al alcalde.

—Del modo más odioso y contra la naturaleza…

La voz era alta, muy diferente tanto de la voz con que hablaba normalmente como del tono retórico que había utilizado en la alocución delante de la casa de Barnoch. Tras unos momentos en que no atendí a lo que decía (pues buscaba a Agia entre la muchedumbre), me chocó comprobar que el alcalde estaba atemorizado. Tendría que asistir de cerca a todo cuanto se hiciera a ambos prisioneros. Sonreí, aunque mi máscara lo ocultaba.

—…del respeto a tu sexo. Pero se te quemará la mejilla derecha y la izquierda, se te quebrarán las piernas y se te separará la cabeza del cuerpo.

(Esperé que hubieran tenido la sensatez suficiente de recordar que haría falta un brasero de carbón.)

—Por el poder conferido por la justicia suprema a mi brazo indigno, con la condescendencia del Autarca, cuyos pensamientos son la música de sus súbditos, paso a declarar… paso a declarar…

Lo había olvidado. Yo le susurré las palabras: «que tu hora ha llegado».

—Paso a declarar que tu hora ha llegado, Morwenna.

«Si tienes alguna súplica para el Conciliador, dila en tu corazón.»

—Si tienes alguna súplica para el Conciliador, dila.

«Si tienes consejos para los hijos de las mujeres, después no habrá voz para impartirlo.»

El alcalde estaba recuperando el aplomo, y lo captó todo: —Si tienes consejos para los hijos de las mujeres, no habrá después voz para impartirlos.

Con nitidez, aunque no en voz alta, Morwenna dijo: —Sé que la mayoría de vosotros me cree culpable. Soy inocente. Yo nunca haría esas cosas horribles de que me habéis acusado.

La muchedumbre se acercó para oírla.

—Muchos de vosotros sois testigos de que quise a Stachys. Quise al hijo que Stachys me dio.

Mi mirada captó una mancha de color negro purpúreo en la intensa luz solar de primavera. Era un ramo de rosas trenódicas como los que cargan los mudos en los funerales. La mujer que lo llevaba era Eusebia, con quien me encontré cuando atormentaba a Morwenna a la orilla del río. Mientras la miraba, ella respiró con arrebato el perfume de las rosas y se valió de los espinosos tallos para abrirse camino entre la multitud. Ahora estaba al pie del cadalso.

—Son para ti, Morwenna. Muere antes de que se marchiten.

Golpeé con la punta de mi espada las planchas de madera pidiendo silencio, Morwenna dijo: —El buen hombre que me leyó las plegarias, y que me ha hablado antes de ser traída aquí, rogó que te perdonara si yo alcanzaba la suma felicidad antes que tú. Nunca estuvo en mi poder conceder una plegaria, pero lo hago ahora. Te perdono.

Eusebia estaba a punto de volver a hablar, pero la hice callar con una mirada. Junto a ella, un hombre que sonreía mostrando una dentadura incompleta saludó, y con cierto sobresalto reconocí a Hethor.

—¿Estás preparado? —Me preguntó entonces Morwenna.— Yo lo estoy.

Jonas acababa de colocar un cubo con carbón al rojo sobre el cadalso. De él sobresalía lo que presumiblemente era el mango de un hierro convenientemente inscrito; pero no había ninguna silla. Miré al alcalde intentando que comprendiese.

Fue igual que si hubiera mirado un poste. Por fin, dije: —¿Tenemos una silla, señoría?

—Envié por una a dos hombres. Y por algo de cuerda.

—¿Cuándo? —La muchedumbre comenzaba a removerse y a murmurar.

—Hace unos momentos.

La tarde anterior él me había asegurado que todo estaría a punto, pero ahora parecía fuera de lugar recordárselo. Desde entonces sé que no hay nadie tan propenso a ponerse nervioso en el cadalso como un funcionario rural. Se encuentra dividido entre el deseo ardiente de ser el centro de la atención (un lugar que en una ejecución le está vedado) y el temor bastante justificado de no tener la capacidad y la formación que le permitan comportarse adecuadamente. El más cobarde de los clientes que sube los peldaños con la certeza de que han de arrancarle los ojos, se comportará mejor en diecinueve de cada veinte ocasiones. Se puede confiar más incluso en una tímida cenobita, que no está habituada a los sonidos de los hombres y siempre parece a punto de echarse a llorar.