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Alguien gritó: —¡Acabad ya!

Miré a Morwenna. De cara famélica y piel clara, sonrisa pensativa y ojos grandes y oscuros, era el tipo de prisionero capaz de despertar en la muchedumbre sentimientos de compasión totalmente indeseables.

—Podríamos sentarla en el tajo —le dije al alcalde. No pude privarme de añadir—: De todos modos, es más adecuado como asiento.

—No hay nada con qué atarla.

Ya me había permitido una observación de más, así que evité darle mi opinión sobre quienes exigen que los prisioneros estén atados.

En lugar de eso, puse Terminus Est de plano detrás del tajo, senté a Morwenna, levanté los brazos en el antiguo saludo, tomé el hierro en mi mano derecha, y agarrándole las muñecas con mi izquierda, administré la marca en ambas mejillas; después levanté el hierro candente, que aún estaba casi blanco. El grito de dolor hizo callar por un instante a la multitud, que ahora rugía.

El alcalde se enderezó y pareció convertirse en otro hombre.

—Haz que la vean. —dijo.

Había estado esperando evitarlo, pero ayudé a Morwenna a levantarse. Con su mano derecha en la mía, como si participáramos en alguna danza rural, hicimos un recorrido breve y formal de la plataforma. Hethor no cabía en sí de alegría, y aunque traté de no prestarle atención, oí que se jactaba de ser conocido mío. Eusebia ofreció a Morwenna el ramo de flores diciendo: —Eh, toma, pronto vas a necesitarlas.

Cuando hubimos completado una vuelta miré al alcalde, y después de la pausa inevitable mientras se preguntaba por el motivo de la demora, recibí la señal de continuar.

Morwenna musitó: —¿Terminará pronto?

—Ya casi ha terminado. —Ya la había sentado sobre el tajo y estaba cogiendo mi espada.— Cierra los ojos. Intenta recordar que casi todo el que ha vivido ha muerto, incluso el Conciliador, que se levantará como el Sol Nuevo.

Cayeron sus párpados, pálidos y de largas pestañas, y no vio la espada levantada. El destello de acero hizo callar de nuevo a la multitud, y cuando los siseos se apagaron, hice caer el plano de la hoja sobre sus muslos; además del ruido blando de la carne, se oyó el claro crujido de los fémures como el crac, crac de los golpes de izquierda-derecha de un campeón de boxeo. Por un instante Morwenna permaneció erecta sobre el tajo, desmayada aunque sin caer; en ese instante di un paso atrás y le seccioné el cuello de un tajo limpio y horizontal, mucho más difícil de dominar que cuando se golpea hacia abajo.

Para ser sincero, hasta que no vi brotar la sangre y oí el golpe sordo de la cabeza en la plataforma no supe que había consumado el trabajo. Sin darme cuenta, había estado tan nervioso como el alcalde.

Ése es el momento en que, también por tradición antigua, se relaja la acostumbrada dignidad del gremio. Yo quería reír y saltar. El alcalde me sacudía el hombro y me farfullaba como yo deseaba farfullar; no conseguí oírlo que dijo: seguramente alguna feliz tontería. Levanté la espada y tomando la cabeza por el cabello la levanté también y paseé por el cadalso. Esta vez no fue una sola vuelta, sino que la repetí hasta tres o cuatro veces. Se había levantado una brisa que me manchó de escarlata la máscara, el brazo y el pecho desnudo. La multitud gritaba las inevitables bromas: «¿Quieres cortarle el pelo a mi mujer (o marido) también?» «Media medida de salchichas cuando hayas acabado.» «¿Me puedo quedar con su sombrero?»

Yo les reía las bromas y amagaba lanzarles la cabeza, cuando alguien me tiró del tobillo. Era Eusebia, y supe en seguida que tenía esa urgente necesidad de hablar que había observado a menudo entre los clientes de nuestra torre. Los ojos le chispeaban excitados y retorcía el rostro intentando atraer mi atención, de modo que parecía simultáneamente mayor y más joven que antes. No entendía lo que me gritaba y me incliné hacia ella.

—¡Era inocente, era inocente!

No era el momento para explicar que yo no había sido el juez de Morwenna, así que me limité a asentir.

—¡Me quitó a Stachys! ¡A mí! Ahora ha muerto. ¿Lo entiendes? Después de todo era inocente, pero me alegro.

Volví a asentir y di otra vuelta al cadalso mostrando la cabeza.

—¡Fui yo quien la mató —gritó Eusebia—, no tú!

Le dije en voz alta: —¡Como gustes!

—¡Era inocente! La conocía… era muy meticulosa. Tenía que haber guardado algo… ¡un veneno para ella! Tenía que haber muerto antes de que la cogierais.

Hethor la agarró del brazo y me señaló: —¡He ahí mi maestro! ¡El mío! ¡Mi propio maestro!

—Así que fue otra persona. O quizá una enfermedad…

Yo grité: —¡Sólo al Demiurgo pertenece toda justicia! —La multitud seguía alborotada, aunque ya había callado un poco.

—Pero ella me robó a mi Stachys, y ahora ha desaparecido. —Más alto que nunca, añadió—: ¡Es maravilloso! ¡Ha desaparecido! —Y luego hundió la cara en el ramo de flores como para cargarse los pulmones del empalagoso perfume de las rosas. Dejé caer la cabeza de Morwenna en la cesta que estaba esperándola y limpié la hoja de mi espada con la franela escarlata que me tendió Jonas. Cuando vi de nuevo a Eusebia, yacía sin vida tendida en medio de un círculo de mirones.

Entonces no me detuve a pensarlo; supuse que en el exceso de alegría le había fallado el corazón. Luego, por la tarde, el alcalde hizo que el ramo fuera examinado por un boticario, quien entre los pétalos encontró un potente aunque sutil veneno que no pudo identificar. Supongo que Morwenna debió de tenerlo en la mano al subir los escalones, y que lo dejó caer entre las flores cuando tras aplicarle el hierro di una vuelta con ella por el cadalso.

Permíteme que haga una pausa en este punto y te hable como una mente a otra, aunque quizá nos separe un abismo de eones. Aunque lo que ya he escrito (desde la puerta cerrada hasta la feria de Saltos) abarca la mayor parte de mi vida de adulto y lo que queda por registrar no comprende más que algunos meses, siento que todavía no he llegado ni a la mitad de mi relato. Para que no ocupe una biblioteca tan grande como la de Ultan, pasaré por alto (te lo digo sencillamente) muchas cosas. He mencionado la ejecución de Agilus, el hermano gemelo de Agia, porque es importante para mi historia, y la de Morwenna por las circunstancias poco corrientes que la rodearon. Ya no describiré otras, aunque tengan cierto interés especial. Si gozas con el dolor y la muerte, te seré de poca satisfacción. Baste decir que ejecuté las operaciones prescritas con el ladrón de ganado, que culminaron en su ejecución; en lo futuro, cuando describa mis viajes, has de entender que practiqué los misterios de nuestro gremio donde resultaba beneficioso hacerlo, aunque no menciono las ocasiones concretas.

V — El arroyo

Esa tarde, Jonas y yo cenamos solos en nuestra habitación. Vi que era agradable ser popular y conocido de todos; pero también es cansador, y uno acaba hartándose de responder una y otra vez a las mismas preguntas simplistas y de rechazar cortésmente las invitaciones a beber.

Había habido un pequeño desacuerdo con el alcalde acerca del pago que yo había de recibir; yo había entendido que además de la cuarta parte que se me dio al contratarme, recibiría una paga completa por cada cliente muerto, mientras que el alcalde pretendía según dijo, que se me pagara sólo cuando hubiera dado cuenta de los tres. Yo nunca hubiera estado de acuerdo con eso, y menos ahora que conocía la advertencia del hombre verde (y que por lealtad a Vodalus yo había callado). Pero cuando amenacé con no aparecer a la tarde siguiente, recibí mi paga y todo se resolvió en paz.